– ¿Es verdad todo esto, don Juan?
– Responder sí o no a tu pregunta es hacer. Pero como estás aprendiendo a no-hacer, debo decirte que en realidad no importa que todo esto sea verdad o no. Aquí es donde el guerrero tiene un punto de ventaja sobre el hombre común. Al hombre común le importa que las cosas sean verdad o mentira; al guerrero no. El hombre común procede de un modo especifico con las cosas que sabe ciertas, y de modo distinto con las cosas que sabe no son ciertas. Si se dice que las cosas son ciertas, él actúa y cree en lo que hace. Pero si se dice que las cosas no son ciertas, no le importa actuar o no cree en lo que hace. En cambio, un guerrero actúa en ambos casos. Si le dicen que las cosas son ciertas, actúa por hacer. Si le dicen que no son ciertas, actúa de todos modos, por no-hacer. ¿Ves lo que quiero decir?
– No, no veo para nada a qué se refiere usted -dije.
Las aseveraciones de don Juan despertaban mi ánimo belicoso. Yo no podía hallar sentido a lo que me decía. Dije que eran incoherencias, y él se burló de mí y repuso que yo ni siquiera tenía un espíritu impecable en lo que más me gustaba hacer: hablar. Llegó a burlarse de mi dominio verbal y a tacharlo de defectuoso e impropio.
– Si vas a ser pura boca, sé un guerrero bocón. -dijo y rió a carcajadas.
Me sentí abatido. Los oídos me zumbaban. Experimenté un calor incómodo en la cabeza. De hecho, me hallaba apenado, y probablemente ruboroso.
Me puse de pie y fui al chaparral y sepulté la piedrecilla.
– Te estaba fregando un poco -dijo don Juan cuando regresé y volví a sentarme-. Y sin embargo sé que si no hablas no entiendes. Hablar es hacer para ti, pero hablar no viene al caso y, si quieres saber a qué me refiero con lo de no-hacer, debes hacer un ejercicio sencillo. Como nos ocupa el no-hacer, no importa si haces el ejercicio ahora o dentro de diez años.
Me hizo acostarme y, tomando mi brazo derecho, lo dobló por el codo. Luego dio vuelta a mi mano hasta que la palma miraba al frente; curvó los dedos como si asieran una perilla de puerta, y empezó a mover mi brazo hacia adelante y hacia atrás en una trayectoria circular; la acción semejaba la de empujar y jalar una palanca unida a una rueda.
Don Juan dijo que un guerrero ejecutaba ese movimiento cada vez que deseaba sacar algo de su cuerpo: por ejemplo, una enfermedad o un sentimiento indeseable. La idea era empujar y jalar una imaginaria fuerza oponente hasta sentir que un objeto pesado, un cuerpo sólido, frenaba el libre movimiento de la mano. En el caso del ejercicio, el "no-hacer" consistía en repetirlo hasta sentir con la mano el cuerpo pesado, aunque de hecho uno jamás pudiera creer que fuese posible sentirlo.
Empecé a mover el brazo y tras corto rato mi mano se puso fría como el hielo. Yo había empezado a sentir, en torno de ella, una especie de materia pulposa. Era como si me hallara agitando un liquido de viscosidad pesada.
Don Juan hizo un movimiento súbito y asió mi brazo para detener el movimiento. Todo mi cuerpo se estremeció, como agitado por alguna fuerza invisible. Él me escudriñó mientras yo tomaba asiento; luego caminó en torno mío antes de volver a sentarse en el sitio donde había estado.
– Ya hiciste bastante -dijo-. Puedes hacer este ejercicio en otra ocasión, cuando tengas más poder personal.
– ¿Hice algo mal?
– No. No-hacer es sólo para guerreros muy fuertes y tú no tienes aún el poder para agarrarte con eso. Ahora nada más atraparías cosas horrendas con la mano. Conque hazlo poquito a poco, hasta que ya no se te enfríe la mano. Cuando conserva su calor, puedes sentir con ella las líneas del mundo.
Hizo una pausa como para darme tiempo de preguntar con respecto a las líneas. Pero antes de que yo tuviera oportunidad de hacerlo, empezó a explicarme que había números infinitos de líneas que nos juntaban a las cosas. Dijo que el ejercicio de "no-hacer" que acababa de describir, ayudaría a cualquiera a sentir una línea brotada de la mano en movimiento, una línea que uno podía colocar o arrojar donde quisiera. Don Juan dijo que éste era sólo un ejercicio, porque las líneas formadas por la mano no eran lo bastante duraderas para tener valor real en una situación práctica.
– Un hombre de conocimiento usa otras partes de su cuerpo para producir líneas duraderas -dijo.
– ¿Qué partes del cuerpo, don Juan?
– Las líneas más duraderas que un hombre de conocimiento produce, vienen de la parte media del cuerpo -dijo-. Pero también puede hacerlas con los ojos.
– ¿Son líneas reales?
– Seguro.
– ¿Pueden verse y tocarse?
– Digamos que pueden sentirse. La parte más difícil del camino del guerrero es darse cuenta de que el mundo es un sentir. Cuando uno no-hace, está sintiendo el mundo, y se siente a través de sus líneas.
Calló y me examinó con curiosidad. Alzó las cejas y abrió los ojos y luego parpadeó. El efecto fue como si un pájaro parpadease. Casi de inmediato experimenté una sensación de incomodidad y náusea. Era, de hecho, como si algo presionara mi estómago.
– ¿Ves lo que quiero decir? -preguntó don Juan, y apartó los ojos.
Mencioné que sentía náuseas y él repuso, como si tal cosa, que ya lo sabía, y que estaba tratando de hacerme sentir las líneas del mundo, con sus ojos. Yo no podía aceptar la afirmación de que él mismo me estaba haciendo sentirme así. Di voz a mis dudas. Apenas podía concebir la idea de que él estuviese causando mi náusea, pues no había tenido el menor contacto físico conmigo.
– No-hacer es muy sencillo pero muy difícil -dijo-. No es cosa de entenderlo, sino de dominarlo. Ver, por supuesto, es la hazaña final de un hombre de conocimiento, y sólo se logra ver cuando uno ha parado el mundo a través de la técnica de no-hacer.
Sonreí involuntariamente. No había comprendido sus palabras.
– Guando uno hace algo con la gente -dijo-, sólo debía preocuparse por presentar el caso a sus cuerpos. Eso es lo que he estado haciendo contigo hasta ahora: hacerle saber a tu cuerpo. ¿A quién le importa que tú entiendas o no?
– Pero, eso no es justo, don Juan. Yo quiero entenderlo todo; de otra forma, el venir aquí sería perder mi tiempo.
– ¡Perder tu tiempo! -exclamó, parodiando mi tono-. De veras eres presumido.
Se levantó y me dijo que íbamos a trepar a la cima del pico de lava a nuestra derecha.
El ascenso a la cima fue penosísimo. Era alpinismo en forma, sólo que no había cuerdas que nos ayudaran y protegieran. Repetidas veces, don Juan me indicó no mirar hacia abajo, y en un par de ocasiones tuvo que alzarme en vilo, pues empecé a resbalar por la roca. Me apenaba terriblemente el que don Juan, a sus años, tuviera que auxiliarme. Le dije que me hallaba en pésimas condiciones físicas porque era demasiado perezoso para hacer cualquier ejercicio. Repuso que, una vez alcanzado cierto nivel de poder personal, se hacía innecesario el ejercicio o cualquier entrenamiento de ese tipo, ya que, para hallarse en forma impecable, la única práctica necesaria era la de "no-hacer".
Cuando llegamos a la cima, me tiré al suelo. Estaba a punto de vomitar. Don Juan me hizo rodar de un lado a otro, con el pie, como había hecho una vez anterior. Poco a poco el movimiento restauró mi equilibrio. Pero me sentía nervioso. Era como si de algún modo aguardase la súbita aparición de algo. Involuntariamente, miré dos o tres veces a cada lado. Don Juan no dijo palabra, pero también miró en la dirección que yo observaba.
– Las sombras son asuntos peculiares -dijo de repente-. Has de haber notado que una nos viene siguiendo.
– No he notado nada semejante -protesté en voz alta.