– ¿Qué quieres que te diga? -preguntó don Juan después de que lo hube instado repetidas veces a explicar los eventos acontecidos unas horas antes.
– ¿Qué cosa era? -pregunté.
– Sabes muy bien quién era -dijo-. No me vengas con eso de "qué cosa era". Lo importante es quién era.
Yo había urdido una explicación que parecía satisfacerme. La figura que vi podría haber sido un papalote: alguien lo había soltado arriba del cerro mientras alguien más, a nuestra espalda, lo jalaba al suelo, dando así el efecto de una silueta oscura que voló por el aire cosa de quince o veinte metros.
Escuchó atentamente mi explicación y luego rió hasta que se le salieron las lágrimas.
– Ya no te andes por las ramas -lijo-. Al grano. ¿No era una mujer?
Tuve que admitir que, al caer y alzar la vista, vi saltar sobre mí, en un movimiento muy lento, la silueta oscura de una mujer con falda larga; luego algo pareció jalar a la silueta y ésta voló con gran velocidad y se estrelló en los arbustos. De hecho, ese movimiento fue lo que me dio la idea de un papalote.
Don Juan rehusó seguir discutiendo el incidente.
AL otro día, salió a cumplir alguna misión misteriosa y yo fui a visitar a unos amigos yaquis de otra comunidad.
Miércoles, diciembre 12, 1962
Apenas llegué a la comunidad yaqui, el tendero mexicano me dijo que una compañía de Ciudad Obregón le había rentado un tocadiscos y veinte disco para la fiesta que iba a dar esa noche en honor de la Virgen de Guadalupe. Ya había contado a todos cómo hizo los arreglos necesarios a través de Julio, el agente viajero que llegaba a la población yaqui dos veces por mes para cobrar los abonos de la ropa barata que había logrado vender, a plazos, a algunos indios.
Julio trajo el tocadiscos temprano por la tarde, y lo conectó a la dínamo que producía electricidad para la tienda. Verificó el funcionamiento, subió el volumen al máximo, recordó al tendero que no tocara los botones, y empezó a acomodar los veinte discos.
– Sé cuántos rayones tiene cada uno -advirtió al tendero.
– Eso díselo a mi hija -respondió el otro.
– El responsable eres tú, no tu hija.
– De todos modos, ella es la que va a estar cambiando los discos.
Julio recalcó que a él no le importaba quién fuera a manejar el aparato, siempre y cuando el tendero pagara los discos dañados. El tendero se puso a discutir con Julio. El rostro de Julio enrojeció. De tiempo en tiempo se volvía hacia el nutrido grupo de yaquis congregado frente a la tienda y daba muestras de desesperanza o frustración moviendo las manos o contorsionando la cara en una mueca. Como último recurso, exigió un depósito en efectivo. Eso precipitó otra larga discusión acerca de qué cosa debía tomarse por un disco dañado. Julio declaró con autoridad que cualquier disco roto tenía que pagarse a precio de nuevo. El tendero se enojó más y empezó a quitar sus extensiones eléctricas. Parecía decidido a desconectar el tocadiscos y cancelar la fiesta. Aclaró a sus clientes, reunidos frente a la tienda, que había hecho lo posible por entrar en tratos con Julio. Durante un momento pareció que la fiesta fallaría antes de comenzar.
Blas, el viejo yaqui que me alojaba en su casa, hizo en voz alta comentarios despectivos acerca del triste estado de cosas entre los yaquis, que ni siquiera podían celebrar su festividad religiosa más reverenciada, el día de la Virgen de Guadalupe.
Quise intervenir y ofrecer mi ayuda, pero Blas lo impidió. Dijo que, si yo cubriera el depósito requerido, el tendero mismo haría pedazos los discos.
– Es peor que cualquiera -dijo-. Que pague él. Bien que nos chupa sangre. Déjalo que pague.
Tras una larga discusión en la que, extrañamente, todos los presentes estaban en favor de Julio, el tendero logró términos que satisficieron a ambas partes. No pagó el depósito en efectivo, pero acertó responsabilidad por los discos y el aparato.
La motocicleta de Julio dejó una estela de polvo cuando el viajante se dirigió a algunas de las casas más remotas de la localidad. Blas dijo que estaba tratando de agarrar a sus clientes antes de que ellos viniesen a la tienda y gastaran todo su dinero en tragos. Mientras hablaba, un grupo de indios salió de tras la tienda. Blas los miró y echó a reír, y lo mismo hicieron todos los demás.
Blas me dijo que esos indios eran clientes de Julio y habían estado escondidos detrás de la tienda, esperando que se fuera.
La fiesta comenzó temprano. La hija del tendero puso un disco en la tornamesa y bajó el brazo; hubo un estruendo chillante y un zumbido muy agudo; y luego se oyó un ensordecedor sonido de trompeta y algunas guitarras.
La fiesta consistía en tocar los discos a todo volumen, Había cuatro mexicanos jóvenes que bailaban con las dos hijas del tendero y con otras tres muchachas mexicanas. Los yaquis no bailaban; observaban con aparente deleite cada movimiento de los bailarines, Parecían divertirse nada más mirando y engullendo tequila barato.
Invité copas a todos los que conocía. Quería evitar cualquier resentimiento. Circulé entre los numerosos indios, haciéndoles plática y ofreciéndoles tragos. Mi patrón de conducta funcionó hasta que se dieron cuenta de que yo no bebía. Eso pareció molestar simultáneamente a todo el mundo. Era como si, colectivamente, hubieran descubierto que yo no encajaba allí. Los indios se pusieron muy hoscos y me dirigían miradas de reojo.
Los mexicanos, que se hallaban tan borrachos como los indios, advirtieron al mismo tiempo que yo no había bailado, y eso pareció ofenderlos a un grado incluso mayor. Se pusieron muy agresivos. Uno de ellos me agarró el brazo y me llevó más cerca del tocadiscos; otro me sirvió una taza entera de tequila y quiso que me la tomara de un trago para demostrar que era macho.
Traté de ganar tiempo y reí estúpidamente, como si disfrutara de toda esa situación. Dije que me gustaría bailar primero y beber después. Uno de los jóvenes gritó el título de una canción. La muchacha a cargo del aparato empezó a buscar en la pila de discos. Parecía algo achispada, aunque ninguna de las mujeres había bebido en público, y tuvo dificultades para encajar el disco en la espiga. Un joven dijo que el disco elegido no era un twist; ella revolvió la pila, tratando de hallar la música adecuada, y todo el mundo se cerró en torno a ella y me dejó. Eso me dio tiempo para correr detrás de la tienda, salir del área iluminada y quedar fuera de vista.
Parado a unos treinta metros de distancia, en la oscuridad de unos matorrales, traté de decidir qué hacía. Me hallaba cansado. Sentí que era tiempo de subir en mi coche y volver a casa. Eché a andar hacia la vivienda de Blas, donde estaba el coche. Calculé que, si manejaba despacio, nadie se daría cuenta de que me iba.
Al parecer, la gente a cargo de la música seguía buscando el disco -todo lo que yo podía oír era el zumbido agudo de la bocina-, pero luego surgió el estruendo de un twist. Reí, pensando que probablemente habían vuelto los ojos buscándome, sólo para descubrir mi desaparición.
Vi siluetas oscuras de personas que iban en dirección opuesta, hacia la tienda. Nos cruzamos y murmuraron: "Buenas noches." Los reconocí y les hablé. Les dije que la fiesta estaba buena.
Antes de llegar a un brusco recodo del camino, me encontré con otras dos personas; no las reconocí, pero las saludé de todos modos. El escándalo del tocadiscos era casi tan fuerte allí, en el camino, como frente a la tienda. Era una noche oscura, sin estrellas, pero el brillo de las luces de la tienda me permitía una percepción visual bastante buena del contorno. La casa de Blas quedaba muy cerca, y aceleré el paso. Noté entonces la figura oscura de una persona, sentada o tal vez acuclillada a mi izquierda, en el recodo. Pensé por un instante que podía ser uno de los asistentes a la fiesta, que se había ido antes que yo.
La persona parecía estar defecando al lado del camino. Eso resultaba extraño. La gente de la comunidad se adentraba en el matorral cuando quería hacer sus necesidades. Pensé que quien estaba frente a mí debía hallarse borracho.