"La suerte, la buena fortuna, el poder personal, o como lo quieras llamar, es un estado peculiar de cosas. Es como un palito que sale frente a nosotros y nos invita a arrancarlo. Por lo general andamos demasiado ocupados, o preocupados, o estúpidos y perezosos, para darnos cuenta de que es nuestro centímetro cúbico de suerte. Un guerrero, en cambio, siempre está alerta y duro y tiene la elasticidad, el donaire necesario para agarrarlo."
– ¿Es tu vida dura y ajustada? -me preguntó de pronto don Genaro.
– Creo que sí -dije con convicción.
– ¿Te crees capaz de coger tu centímetro cúbico de suerte? -me preguntó don Juan con tono incrédulo.
– Creo hacerlo todo el tiempo -dije.
– Yo creo que sólo te tienen alerta las cosas que ya conoces -dijo don Juan.
– Quizá me engañe, pero de veras creo que actualmente estoy mucho más despierto que en ninguna otra época de mi vida -dije, y hablaba en serio.
Don Genaro asintió, aprobando.
– Sí -dijo suavemente, como hablando consigo mismo-. Carlitos está de veras compacto, y absolutamente despierto.
Sentí que me seguían la corriente. Pensé que tal vez les molestó la declaración de mi supuesta condición de compacidad.
– No quise presumir -dije.
Don Genaro arqueó las cejas y agrandó las fosas nasales. Miró mi cuaderno y fingió escribir.
– Creo que Carlos está más compacto que antes -dijo don Juan a don Genaro.
– A lo mejor está demasiado compacto -devolvió don Genaro.
– Puede muy bien que sea así -concedió don Juan.
Yo no supe cómo terciar en ese punto, así que permanecí callado.
– ¿Recuerdas la vez que trabé tu carro? -preguntó don Juan como al acaso.
Su pregunta era abrupta y no tenía relación con la conversación. Se refería a una ocasión en la que no pude arrancar mi coche hasta que él me dijo que ya podía. Dije que nadie olvidaría un evento así.
– Eso no fue nada -dijo don Juan en tono sereno-. Nada en absoluto. ¿Verdad, Genaro?
– Verdad -dijo don Genaro, indiferente.
– ¿Cómo va usted a decir eso? -dije en tono de protesta-. Lo que usted hizo aquel día fue algo que verdaderamente yo nunca podré comprender.
– Eso no es decir gran cosa -repuso don Genaro.
Ambos rieron de buena gana y luego don Juan me palmeó la espalda.
– Genaro puede hacer algo mucho mejor que trabar tu coche -prosiguió-. ¿Verdad, Genaro?
– Verdad -respondió don Genaro, frunciendo los labios como un niño.
– ¿Qué puede hacer? -pregunté, tratando de parecer despreocupado.
– ¡Genaro puede llevarse tu carro entero! -exclamó don Juan con voz retumbante; luego añadió con el mismo tono-: ¿Verdad, Genaro?
– ¡Verdad! -contestó don Genaro en el tono de voz humana más fuerte que jamás había yo escuchado.
Salté involuntariamente. Tres o cuatro espasmos nerviosos convulsionaron mi cuerpo.
– ¿Qué es lo que quiso usted decir con lo de que se puede llevar mi carro?
– ¿Qué quise decir, Genaro? -preguntó don Juan.
– Quisiste decir que puedo subirme en su carro, encender el motor y luego irme manejando -replicó don Genaro con seriedad nada convincente.
– Llévate el carro, Genaro -lo instó don Juan en tono de broma.
– ¡Hecho! -dijo don Genaro, frunciendo el entrecejo y mirándome de lado.
Noté que, cuando ponía ceño, sus cejas ondulaban, haciendo su mirada maliciosa y penetrante.
– ¡Muy bien! -dijo don Juan calmadamente-. Vamos a examinar el carro.
– ¡Sí! -repitió don Genaro-. Vamos a examinarlo.
Se levantaron, muy despacio. Por un instante no supe qué hacer, pero don Juan me indicó imitarlos.
Empezamos a subir el cerrito frente a la casa de don Juan. Ambos me flanqueaban, don Juan a mi derecha y don Genaro a la izquierda. Iban unos dos metros delante de mí, siempre dentro de mi campo central de visión.
– Examinemos el carro -dijo de nuevo don Genaro.
Don Juan movió las manos como si tejiera un hilo invisible; don Genaro hizo lo mismo y repitió: "Examinemos el carro." Caminaban con una especie de rebote. Sus pasos eran más largos que de costumbre, y sus manos se movían como si azotaran o batieran objetos invisibles frente a ellos. Yo nunca había visto a don Juan payasear en esa forma, y me sentid casi avergonzado de mirarlo.
Llegamos a la cima y dirigí la vista al espacio a pie del cerro -unos cincuenta metros de distancia-, donde había estacionado mi coche. El estómago se me contrajo con una sacudida. ¡El coche no estaba! Corrí cuestabajo. Mi coche no se veía por ninguna parte. Experimenté un momento de gran confusión. Me hallaba desorientado.
El coche había estado allí desde que llegué temprano en la mañana. Cosa de media hora antes, yo había venido a sacar un nuevo cuaderno de papel para escribir. Se me ocurrió entonces dejar abiertas las ventanillas a causa del calor excesivo, pero la abundancia de mosquitos y otros insectos voladores me hizo cambiar de idea, y dejé el coche cerrado como de costumbre.
Volví a mirar en torno. Rehusaba creer que mi coche no estuviera. Caminé hasta el borde del espacio despejado. Don Juan y don Genaro se me unieron y se pararon junto a mí, haciendo exactamente lo que yo hacía: escudriñar la distancia para ver si avizoraba el coche. Tuve un momento de euforia que cedió el paso a una desconcertante sensación irritada. Ellos parecieron advertirla y empezaron a caminar en torno mío, moviendo las manos como si amasaran.
– ¿Qué crees que le pasaría al carro, Genaro? -preguntó don Juan con mansedumbre.
– Me lo llevé -dijo don Genaro, y realizó una asombrosa pantomima de cambiar velocidades y conducir. Dobló las piernas como si estuviera sentado y conservó esa postura unos momentos, obviamente sostenido sólo por los músculos de las piernas; luego apoyó su peso en la pierna derecha y estiró el pie izquierdo como pisando el embrague. Imitó con los labios el ruido de un motor, y finalmente, como broche de oro, fingió haber dado en un bache y se sacudió hacia arriba y hacia abajo, dándome la entera sensación de un conductor inepto que rebota en el asiento sin soltar el volante.
La mímica de don Genaro era estupenda. Don Juan rió hasta quedarse sin aliento. Yo quería unirme al regocijo, pero me era imposible relajarme. Me sentía amenazado e incómodo, poseído por una angustia que no tenía precedentes en mi vida. Sentía arder por dentro y empecé a patear piedras y terminé recogiéndolas y aventándolas con una fuerza inconsciente e imprevisible. Era como si la ira estuviese realmente fuera de mí, y me hubiera envuelto de pronto. Luego el sentimiento de molestia me abandonó, tan repentinamente como me había invadido. Aspiré hondo y me sentí mejor.
No me atrevía a mirar a don Juan. Me apenaba mi demostración de ira, pero al mismo tiempo tenía ganas de reír. Don Juan se acercó y me dio unas palmadas en la espalda. Don Genaro puso el brazo en mi hombro.
– ¡Ándale! -dijo don Genaro-. Que te dé un coraje. Pégate en la nariz y sácate sangre. Luego puedes agarrar una piedra y romperte los dientes. ¡Qué bien te vas a sentir! Y si eso no te basta, puedes poner los huevos en ese peñasco y hacerlos papilla con la misma piedra.
Don Juan soltó una risita. Les dije que me sentía avergonzado de mi comportamiento. No sabía qué cosa se me metió. Don Juan declaró hallarse seguro de que yo sabía exactamente lo que pasaba, pero fingía no saberlo y lo que me enojaba era el acto de fingir.
Don Genaro estaba insólitamente confortante; me palmeó la espalda repetidas veces.
– A todos nos pasa lo mismo -dijo don Juan.
– ¿A qué se refiere usted, don Juan? -preguntó don Genaro imitando mi voz, parodiando mi hábito de hacer preguntas a don Juan.