– ¿Pero cómo me forzó a ver el mundo como los brujos?
– Yo estaba con él. Los dos conocemos ese mundo Ya conociéndolo, lo único que se necesita para producirlo es usar ese otro anillo de poder que te he dicho que los brujos tienen. Genaro puede hacerlo con la misma facilidad con la que mueve los dedos. Te tuvo ocupado volteando piedras para distraer tus pensamientos y permitir que tu cuerpo viera.
Le dije que los sucesos de los tres últimos días habían causado algún daño irreparable a mi idea del mundo. Dije que, durante los diez años que llevaba de verlo, jamás había experimentado una sacudida tal, ni siquiera las veces que ingerí plantas psicotrópicas.
– Las plantas de poder son sólo una ayuda -dijo don Juan-. Lo de verdad es cuando el cuerpo se da cuenta de que puede ver. Sólo entonces somos capaces de saber que el mundo que contemplamos cada día no es nada, más que una descripción. Mi intención ha sido mostrarte eso. Desgraciadamente, te queda muy poco tiempo antes de que el. aliado te salga al paso.
– ¿Tiene que salirme al paso?
– No hay manera de evitarlo. Para ver hay que aprender la forma en que los brujos miran el mundo; por eso hay que llamar al aliado, y una vez que se le llama, viene.
– ¿No podía usted enseñarme a ver sin llamar al aliado?
– No. Para ver hay que aprender a mirar el mundo en alguna otra forma, y la única otra forma que conozco es la del brujo.
XX. EL VIAJE A IXTLÁN
DON GENARO regresó a eso del mediodía y, siguiendo la sugerencia de don Juan, los tres fuimos en coche a la cordillera donde yo estuve el día anterior. Caminamos por el mismo sendero que seguí, pero en vez de detenernos en la meseta alta, como yo había hecho, continuamos ascendiendo hasta alcanzar la parte superior de la cordillera más baja; luego empezamos a descender a un valle llano.
Nos detuvimos a descansar en la cima de un cerro alto. Don Genaro eligió el lugar. Automáticamente me senté, como siempre he hecho en compañía de ambos, con don Juan a mi derecha y don Genaro a mi izquierda, formando un triángulo.
El chaparral desértico había adquirido un exquisito lustre húmedo. Se veía verde brillante tras una corta lluvia de primavera.
– Genaro te va a contar algo -me dijo don Juan de repente-. Te va a contar la historia de su primer encuentro con su aliado. ¿No es cierto, Genaro?
Había un matiz de ruego en la voz de don Juan. Don Genaro me miró y contrajo los labios hasta que su boca parecía un agujero redondo. Dobló la lengua contra el paladar y empezó a abrir y cerrar la boca como si tuviera espasmos.
Don Juan lo miró y rió con fuerza. Yo no sabía cómo tomar aquello.
– ¿Qué está haciendo? -pregunté a don Juan.
– ¡Es una gallina! -dijo él.
– ¿Una gallina?
– Mira, mira su boca. Ése es el culo de la gallina, y está a punto de poner un huevo.
Los espasmos de don Genaro parecieron aumentar. Tenía en los ojos una expresión rara, de locura. Su boca se abrió como si los espasmos dilataran el agujero redondo. Produjo con la garganta una especie de graznido, dobló los brazos sobre el pecho con las manos hacia adentro y luego, sin ninguna ceremonia, escupió.
– ¡Carajo! No era un huevo, era un pollo -dijo con expresión preocupada.
La postura de su cuerpo y la cara que tenía eran tan ridículas que, no pude menos que reír.
– Ahora que Genaro casi puso un huevo, a lo mejor te cuenta su primer encuentro con su aliado -insistió don Juan.
– A lo mejor -dijo don Genaro, sin interés.
Le supliqué que me lo contara.
Don Genaro se puso de pie, estiró los brazos y la espalda. Sus huesos crujieron. Luego volvió a sentarse.
– Era yo joven cuando me enfrenté por primera vez con mi aliado -dijo al fin-. Recuerdo que fue en las primeras horas de la tarde. Yo había estado en el campo desde el amanecer e iba de vuelta a mi casa. De repente, el aliado salió y se interpuso en mi camino. Me había estado esperando detrás de una masa y me invitaba a luchar. Yo iba a salir corriendo, pero me vino la idea de que yo era lo bastante fuerte pare enfrentarme con él. De todos modos tuve miedo. Un escalofrío me subió por la espalda y mi cuello se puso tieso como tabla. A propósito, ésa es siempre la señal de que uno está listo; digo, cuando el cuello se pone duro.
Se abrió la camisa y me enseñó su espalda. Tensó los músculos de su cuello, brazos y espalda. Noté la excelencia de su musculatura. Era como si el recuerdo del encuentro hubiese activado cada músculo en su torso.
– En tal situación -prosiguió-, siempre hay que cerrar la boca.
Se volvió a don Juan y dijo:
– ¿No es cierto?
– Si -dijo don Juan calmadamente-. El choque que uno recibe al agarrar a un aliado es tan grande que uno podría arrancarse la lengua de una mordida o romperse los dientes. El cuerpo debe estar recto y bien plantado, y los pies deben agarrar el suelo.
Don Genaro se levantó y me enseñó la posición correcta: el cuerpo ligeramente doblado en las rodillas, los brazos colgando a los lados con los dedos curvados suavemente. Permaneció en esa postura un instante, y cuando creí que se sentaría, se lanzó de súbito hacia adelante en un salto estupendo, como si tuviera resortes en los talones. Su movimiento fue tan repentino que caí de espaldas; pero al caer tuve la clara impresión de que don Genaro había agarrado a un hombre, o algo con forma de hombre.
Volví a sentarme. Don Genaro conservaba aún una tremenda tensión en todo el cuerpo; luego relajó abruptamente los músculos y volvió al lugar donde había estado y tomó asiento.
– Carlos acaba de ver ahorita a tu aliado -observó don Juan casualmente-, pero todavía está muy débil y se cayó.
– ¿De veras? -preguntó don Genaro en tono ingenuo, y agrandó las fosas nasales.
Don Juan le aseguró que yo lo había "visto".
Don Genaro volvió a saltar hacia adelante; con tal fuerza que caí de costado. Ejecutó su salto con tanta rapidez que no pude saber cómo había alcanzado a ponerse en pie antes de lanzarse al frente.
Ambos rieron con fuerza y luego la risa de don Genaro se convirtió en un aullido indiscernible del de un coyote.
– No creas que tienes que saltar como Genaro para agarrar a tu aliado -dijo don Juan en tono de advertencia-. Genaro salta tan bien porque tiene su aliado que lo ayuda. Todo lo que tienes que hacer es plantarte con firmeza para soportar el impacto. Tienes que pararte como estaba Genaro antes de saltar; luego te avientas y agarras al aliado.
– Primero tiene que besar su escapulario -intervino don Genaro.
Don Juan, con severidad fingida, dijo que yo no llevaba escapularios.
– ¿Y sus cuadernos? -insistió don. Genaro-. Tiene que hacer algo con sus cuadernos: ponerlos en alguna parte antes de brincar, o a lo mejor los usa para pegarle al aliado.
– ¡Carajo! -dijo don Juan con sorpresa aparentemente genuina-. Nunca se me había ocurrido. Apuesto que será la primera vez que alguien derriba a un aliado a cuadernazos.
Cuando la risa de don Juan y el aullido coyotesco de don Genaro amainaron, todos estábamos de muy buen humor.
– ¿Qué pasó cuando agarró usted a su aliado, don Genaro? -pregunté.
– Fue una gran sacudida -dijo don Genaro tras un titubeo momentáneo. Parecía haber estado ordenando sus pensamientos.
– Nunca imaginé que sería así -prosiguió-. Fue algo, algo, algo… como nada que pueda yo decir. Después que lo agarré, empezamos a dar vueltas. El aliado me hizo dar vueltas, pero yo no lo solté. Giramos por el aire tan rápido y tan fuerte que yo ya no veía nada. Todo era como una nube. Dimos vueltas, y vueltas, y más vueltas. De repente sentí que estaba parado otra vez en el suelo. Me miré. El aliado no me había matado. Estaba yo entero. ¡Era yo mismo! Supe entonces que había triunfado. Por fin tenía un aliado. Me puse a saltar de alegría. ¡Qué sensación! ¡Qué sensación aquélla!