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Dije que éramos tan distintos que, pensaba, no había posibilidad de llevarnos bien.

– Uno de nosotros tiene que cambiar -dijo él, mirando el suelo-. Y tú sabes quién.

Empezó a tararear una canción ranchera y, de repente, alzó la cabeza para mirarme, Sus ojos eran fieros y ardientes. Quise apartar los míos o cerrarlos, pero para mi completo asombro no pude zafarme de su mirada.

Me pidió decirle lo que había visto en sus ojos. Dije que no vi nada, pero él insistió en que yo debía dar voz a aquello de lo que sus ojos me habían hecho darme cuenta. Pugné por hacerle entender que sus ojos no me daban conciencia más que de mi desazón, y que la forma en que me miraba era muy incómoda.

No me soltó. Mantuvo la mirada fija. No era declaradamente maligna ni amenazante; era más bien un mirar misterioso pero desagradable.

Me preguntó si no me recordaba un pájaro.

– ¿Un pájaro? -exclamé.

Soltó una risita de niño y apartó sus ojos de mí.

– Sí -dijo con suavidad-. ¡Un pájaro, un pájaro muy raro!

Volvió a atrapar mis ojos con los suyos y me ordenó recordar. Dijo con extraordinaria convicción que él "sabía" que yo había visto antes esa mirada.

Mi sentir de aquellos momentos era que el anciano me encolerizaba, pese a mi buena voluntad, cada vez que abría la boca. Me le quedé viendo con obvio desafío. En vez de enojarse echó a reír. Se golpeó el muslo y gritó como si cabalgara un potro salvaje. Luego se puso serio y me indicó la importancia suprema de que yo dejara de pelear con él y recordarse aquel pájaro raro del cual hablaba.

– Mírame a los ojos -dijo.

Sus ojos eran extraordinariamente fieros. Tenían un aura que en verdad me recordaba algo, pero yo no estaba seguro de qué cosa era. Me esforcé un momento y entonces, de pronto, me di cuenta: no la forma de los ojos ni de la cabeza, sino cierta fría fiereza en la mirada, me recordaba los ojos de un halcón. En el mismo instante en que lo advertí, don Juan me miraba de lado, y por un segundo mi mente experimentó un caos total. Creí haber visto las facciones de un halcón en vez de los de don Juan. La imagen fue demasiado fugaz y yo me hallaba demasiado sobresaltado para haberle prestado más atención.

En tono de gran excitación, le dije que podría jurar haber visto las facciones de un halcón en su rostro. Él tuvo otro ataque de risa.

He visto cómo miran los halcones. Solía cazarlos cuando era niño, y en la opinión de mi abuelo me desempeñaba bien. El abuelo tenía una granja de gallinas Leghorn y los halcones eran una amenaza para su negocio. Dispararles no era sólo funcional, sino también "justo". Yo había olvidado, hasta ese momento, que la fiera mirada de las aves me obsesionó durante años; se hallaba en un pasado tan remoto que creía haber perdido memoria de ella.

– Yo cazaba halcones -dije.

– Lo sé -repuso don Juan como si tal cosa.

Su tono contenía tal certeza que empecé a reír. Pensé que era un tipo absurdo. Tenía el descaro de hablar como si en verdad supiese que yo cazaba halcones. Lo desprecié enormemente.

– ¿Por qué te enojas tanto? -preguntó en un tono de genuina preocupación.

Yo ignoraba por qué. Él se puso a sondearme de un modo muy insólito. Me pidió mirarlo de nuevo y hablarle del "pájaro muy raro" que me recordaba. Luché contra él y, por despecho, dije que no había nada de qué hablar. Luego me sentí forzado a preguntarle por qué había dicho saber que yo solía cazar halcones. En lugar de responderme, volvió a comentar mi conducta. Dijo que yo era un tipo violento, capaz de "echar espuma por la boca" al menor pretexto. Protesté, negando que eso fuera cierto; siempre había tenido la idea de ser bastante simpático y calmado. Dije que era culpa suya por sacarme de mis casillas con sus palabras y acciones inesperadas.

– ¿por qué la ira? -preguntó.

Hice un avalúo de mis sentimientos y reacciones. Realmente no tenía necesidad de airarme con él.

Insistió nuevamente en que mirara sus ojos y le hablara del "extraño halcón". Había cambiado su fraseo; el "pájaro muy raro" de que hablaba antes se había vuelto el "extraño halcón". El cambio de palabras resumió un cambio en mi propio estado de ánimo. De repente me había puesto triste.

Achicó los ojos hasta convertirlos en ranuras, y dijo en tono sobreactuado que estaba "viendo" un halcón muy extraño. Repitió su afirmación tres veces, como si en verdad estuviera viéndolo allí frente a él.

– ¿No lo recuerdas? -preguntó.

Yo no recordaba nada por el estilo.

– ¿Qué de extraño tiene el halcón? -pregunté.

– Eso me lo debes decir tú -repuso.

Insistí en que no tenía forma de saber a qué se refería; por tanto, no podía decirle nada.

– ¡No luches conmigo! -dijo-. Lucha contra tu pereza y recuerda.

Durante un momento me esforcé seriamente por desentrañar su intención. No se me ocurrió que igual podría haber tratado de acordarme.

– En un tiempo viste muchos pájaros -dijo como apuntándome.

Le dije que de niño viví en una granja y cacé cientos de aves.

Respondió que, en tal caso, no me costaría trabajo recordar a todas las aves raras que había cazado.

Me miró con una pregunta en los ojos, como si acabara de darme la última pista.

– He cazado tantos pájaros -dije- que no recuerdo nada de ellos.

Este pájaro es especial -repuso casi en un susurro-. Este pájaro es un halcón.

Nuevamente me puse a pensar a dónde querría llevarme. ¿Se burlaba? ¿Hablaba en serio? Tras un largo intervalo, me instó otra vez a recordar. Sentí que era inútil tratar de acabar con su juego; sólo me quedaba jugar con él.

– ¿Habla usted de un halcón que yo he cazado? -pregunté.

– Sí -murmuró con los ojos cerrados.

– De modo que, ¿esto pasó cuando yo era niño?

– Sí.

– Pero usted dijo que está viendo ahora un halcón frente a usted.

– Lo veo.

– ¿Qué trata usted de hacerme?

– Trato de hacerte recordar.

– ¿Qué cosa? ¡Por amor de Dios!

– Un halcón rápido como la luz -dijo mirándome a los ojos.

Sentí que mi corazón se detenía.

– Ahora mírame -dijo.

Pero no lo hice. Percibía su voz como un sonido leve. Cierto recuerdo colosal se había posesionado de mí. ¡El halcón blanco!

Todo empezó con el estallido de ira que tuvo mi abuelo al contar sus pollos Leghorn. Habían estado desapareciendo en forma continua y desconcertante. Él organizó y ejecutó personalmente una meticulosa vigilia, y tras días de observación constante vimos finalmente una gran ave blanca que se alejaba volando con un pollo en las garras. El ave era rauda y al parecer conocía su ruta. Descendió desde el cobijo de unos árboles, aferró el pollo y voló por una abertura entre dos ramas. Ocurrió tan rápido que mi abuelo casi ni vio al ave, pero yo sí, y supe que era en verdad un halcón. Mi abuelo dijo que, en ese caso, debía ser un albino.

Iniciamos una campaña contra el halcón albino y dos veces creí tenerlo cazado. Incluso dejó caer la presa, pero escapó. Era demasiado veloz para mí. También era muy inteligente; nunca regresó a asolar la granja de mi abuelo.

Yo habría olvidado el asunto si el abuelo no me hubiese aguijoneado a cazar el ave. Durante dos meses perseguí al halcón albino por todo el valle donde vivíamos. Aprendí sus hábitos y casi me era posible intuir su ruta de vuelo, pero su velocidad y lo brusco de sus apariciones siempre me desconcertaban. Podía yo alardear de haberle impedido cobrar su presa, quizá todas las veces que nos encontramos, pero nunca logré echarlo en mi morral.

En los dos meses en que libré la extraña guerra contra el halcón albino, sólo una vez estuve cerca de él. Había estado cazándolo todo el día y me hallaba cansado. Me senté a reposar y me quedé dormido bajo un eucalipto. El grito súbito de un halcón me despertó. Abrí los ojos sin hacer ningún otro movimiento, y vi un ave blancuzca encaramada en las ramas más altas del eucalipto. Era el halcón albino. La caza había terminado. Iba a ser un tiro difícil; yo estaba acostado y el ave me daba la espalda. Hubo una repentina racha de viento y la aproveché para ahogar el sonido de alzar mi rifle 22 largo para apuntar. Quería esperar que el halcón se volviera o empezara a volar, para no fallarle. Pero el ave permaneció inmóvil. Para mejor dispararle, habría tenido que moverme, y era demasiado rápida para ello. Pensé que mi mejor alternativa era aguardar. Y eso hice durante un tiempo largo, interminable. Acaso me afectó la prolongada espera, o quizá fue la soledad del sitio donde el halcón y yo nos hallábamos; de pronto sentí un escalofrío ascender por mi espina y, en una acción sin precedente, me puse en pie y me fui. Ni siquiera vi si el halcón había volado.