– Parece ser que insultarlo te ha funcionado -contestó Swan.
– ¡No lo he insultado! -exclamó Ryan-. Me he pasado veinticuatro horas metida en una casa con papagayos parlantes y gatas negras, y no lo he insultado. He hecho todo lo que he podido por conseguir que firme, salvo dejar que me corte en dos con la sierra. Estoy dispuesta a llegar muy lejos para conseguir un cliente, pero hay ciertos limites a los que no llego, por mucha taquilla que dejen sus espectáculos -añadió al tiempo que ponía el contrato sobre la mesa de su padre.
Swan tamborileó con los dedos y la miró a la cara:
– También me ha comentado que no le molestan tus arranques de genio. Dice que no le gusta aburrirse.
Ryan se tragó las siguientes palabras que acudieron a su cabeza. Con calma, volvió a recostarse sobre el respaldo de la silla.
– Vale, ya me has dicho lo que él te ha contado. ¿Y tú qué le has dicho a él?
Swan se tomó un tiempo en responder. Era la primera vez que alguien relacionado con el trabajo había hecho referencia al temperamento de Ryan. Swan sabía que su hija tenía carácter, y un carácter fuerte, como también sabía que siempre lo había mantenido bajo control en sus relaciones con los clientes. Decidió dejarlo pasar.
– Le he dicho que estaré encantado de complacerlo.
– Que le has dicho… -Ryan se atragantó, carraspeó y probó de nuevo-. ¿Has accedido?, ¿por qué?
– Queremos que trabaje para nosotros. Y él te quiere a ti.
Daba la impresión de que su padre no se había enfurecido con el ultimátum de Pierce, pensó Ryan, no poco confundida. ¿Con qué conjuro habría hechizado a su padre? Fuera el que fuera, se dijo irritada, ella no estaba bajo su influencia.
– ¿Tengo voz en esto?
– No mientras trabajes para mí. Llevas un par de años pidiendo una oportunidad como ésta -le recordó Swan después de echar un vistazo fugaz al contrato-. Pues bien, voy a darte esa oportunidad. Y te voy a estar vigilando de cerca. Espero que no la fastidies -añadió mirándola a los ojos.
– No voy a fastidiarla -repuso ella, apenas controlando un nuevo arrebato de furia-. Será el mejor espectáculo que la empresa produzca en toda su maldita historia.
– Ocúpate de que así sea -advirtió Swan-. Y no te excedas con el presupuesto. Encárgate de los cambios y mándale el contrato nuevo a su agente. Quiero su firma antes de que termine la semana.
– La tendrás -Ryan recogió los papeles del contrato antes de dirigirse a la salida del despacho.
– Atkins me ha dicho que formaréis un buen equipo -añadió Swan mientras ella abría ya la puerta-. Dice que salió en las cartas.
Ryan lanzó una mirada hostil por encima del hombro antes de marcharse, cerrando de un portazo.
Swan esbozó una pequeña sonrisa. Era evidente que la chica había salido a su madre, pensó. Luego pulsó un botón para hablar con su secretaria. Tenía otra cita.
Si algo detestaba Ryan era que la manipulasen. Cuando hubo dejado pasar el tiempo suficiente para serenarse, de vuelta ya en su despacho, comprendió la habilidad con que tanto Pierce como su padre la habían manejado. No la molestaba tanto por lo que a su padre tocaba, pues éste había tenido años para aprender que el hecho de sugerirle que no sería capaz de llevar a cabo una operación era la estrategia perfecta para asegurarse de que la llevase a cabo. Pero con Pierce era distinto. Ella no la conocía o, al menos, se suponía que no debía conocerla. Y, sin embargo, la había manejado a su antojo, con suavidad; con discreción, con esa maestría tipo “la mano es más rápida que el ojo” con la que había manejado los cilindros vacíos. Había conseguido lo que quería. Ryan redactó los nuevos contratos. Después de imprimirlos, se quedó pensativa.
Tampoco tenía por qué enfadarse. En realidad, debería celebrarlo, se dijo. Después de todo, ella también había conseguido lo que quería. Ryan decidió mirar la cuestión desde un ángulo nuevo. Producciones Swan amarraría a Pierce para tres programas especiales en horario de máxima audiencia, y ella tendría su oportunidad de dirigir una producción.
Ryan Swan, productora. Sonrió. Sí, le gustaba cómo sonaba. Lo repitió en voz baja y sintió un primer cosquilleo de emoción. Luego sacó la agenda y empezó a calcular cuánto tiempo podría necesitar en atar un par de cabos sueltos antes de entregarse por completo a la producción de los espectáculos de Pierce.
Llevaba una hora de papeleo cuando el teléfono la interrumpió:
– Ryan Swan -respondió con energía, sujetando el auricular entre la oreja y el hombro mientras continuaba haciendo anotaciones.
– ¿La he interrumpido, señorita Swan?
Nadie más la llamaba “señorita Swan” de ese modo. Ryan interrumpió la redacción, de la frase que estaba escribiendo y se olvidó por completo de ella.
– En efecto, señor Atkins. ¿Qué puedo hacer por usted?
Pierce soltó una risotada que no consiguió sino enojarla.
– ¿Qué le parece tan divertido?
– Tiene una voz preciosa cuando se pone tan profesional, señorita Swan -dijo él de buen humor-. He pensado que, a falta de concretar algún detalle, le gustaría tener las fechas en que tendrá que acompañarme en Las Vegas.
– Todavía no hemos firmado el contrato, señor Atkins -replicó ella con frialdad.
– La inauguración es el día quince -prosiguió él como si no la hubiese oído. Ryan frunció el ceño, pero anotó la fecha. Casi podía verlo sentado en la biblioteca, acariciando a la gata en su regazo-. Pero los ensayos empiezan el doce. Me gustaría que también estuviera en ellos. Y cierro el veintiuno -finalizó.
– De acuerdo -Ryan pensó fugazmente que el veintiuno era su cumpleaños-. Podemos empezar a diseñar la producción del especial la semana siguiente.
– Perfecto -Pierce hizo una pausa-. Me pregunto si puedo pedirle una cosa, señorita Swan.
– Pedirlo puede -respondió ella con prudencia.
Pierce sonrió y rascó las orejas de Circe.
– El día once tengo un compromiso en Los Ángeles. ¿Puede venir conmigo?
– ¿El once? -Ryan apretó el auricular con la oreja y pasó las hojas del calendario que tenía encima de la mesa-. ¿A qué hora?
– A las dos de la tarde.
– Sí, de acuerdo -dijo al tiempo que hacía una señal en el día-. ¿Dónde nos encontramos?
– Yo la recojo… a la una y media.
– A la una y media. Señor Atkins… -Ryan dudó. Luego agarró la rosa de encima de la mesa-. Gracias por la flor.
– De nada, Ryan.
Después de colgar, Pierce permaneció sentado unos segundos, sumido en sus pensamientos. Imaginó a Ryan sujetando la flor en aquel preciso instante. ¿Sabría que su piel era tan suave como los mismos pétalos de la rosa? su cara, justo a la altura de la mandíbula… todavía podía sentir vivamente su textura en la yema de los dedos. Los deslizó sobre el lomo de la gata.
– ¿Qué piensas de ella, Link?
El gigantón siguió ordenando los volúmenes de la biblioteca.
– Tiene una risa bonita -contestó sin darse la vuelta.
– Sí, eso mismo pienso yo -Pierce recordaba perfectamente lo melodiosa que era. La risa de Ryan lo había pillado desprevenido. Había sido todo un contraste con la expresión seria que había mostrado instantes antes. En realidad, lo sorprendían tanto su risa como lo apasionada que era. Pierce recordó la fogosidad con que su boca se había derretido bajo la de él. Esa noche no había sido capaz de trabajar ni un solo segundo. Se había pasado horas pensando en ella, sabedor de que estaba en la cama, cubierta por un simple camisón.
No le gustaba que nada lo distrajese o dificultase su concentración, pero la había hecho regresar. El instinto, se recordó. Él siempre se había fiado de su instinto.
– Dijo que le gustaba mi música -comentó Link sin dejar de ordenar la biblioteca.