– Estoy seguro de que todos sabéis lo importante que es beber leche.
Lo que fue respondido con algunas afirmaciones poco entusiasmadas y un par de gruñidos de protesta. Pierce metió la mano en el maletín negro y sacó un vaso que ya estaba medio lleno de leche. Nadie le preguntó por qué no se había derramado.
– Porque todos bebéis leche, ¿verdad? -continuó él. Esa vez arrancó algunas risas aparte de algún gruñido más. Pierce sacudió la cabeza, sacó un periódico y empezó a doblarlo en forma de embudo-. Éste es un truco difícil. No sé si podré hacerlo si no me prometéis todos que esta noche os tomaréis vuestro vaso de leche.
Un coro de promesas llenó la sala de inmediato. Ryan comprendió que Pierce era tan bueno con los niños como con la magia, tenía la misma destreza como psicólogo que como artista. Quizá no eran cosas distintas y el secreto de su arte consistía en conocer a su público. De pronto, advirtió que Pierce la estaba mirando con una ceja enarcada.
– Sí, sí, yo también lo prometo -accedió sonriente. Estaba tan encantada como cualquiera de los niños.
– Veamos qué pasa. ¿Te importa echar la leche en este embudo? -le preguntó Pierce a Ryan al tiempo que le entregaba la leche. Luego le guiñó un ojo al público-. Despacio, que no se caiga nada. Es leche mágica, ¿sabíais? La única que bebemos los magos.
Pierce le agarró una mano y la guió, manteniendo la parte superior del embudo justo sobre los ojos de Ryan. Tenía la mano caliente. Y lo envolvía un aroma que Ryan no acertaba a concretar. Era un aroma campestre, del bosque. Pero no era pino, decidió, sino algo más intenso, más próximo a la tierra. Su respuesta al contacto fue tan inesperada como indeseada. Ryan trató de concentrarse en volcar el vaso por la apertura del embudo. El pico de abajo goteó un poco.
– ¿Dónde se compra leche mágica? -quiso saber uno de los niños.
– La leche mágica no se compra. Tengo que levantarme muy temprano todos los días y hacerle un conjuro a una vaca -contestó Pierce con seriedad. Entonces, cuando Ryan terminó de verter la leche, él lo devolvió al maletín. Volvió a girarse hacia el embudo y frunció el ceño-. Ésta era mi leche, Ryan. Podías haberte tomado la tuya luego -dijo con un ligero tono de censura.
Antes de que ella pudiera abrir la boca para hablar, Pierce deshizo el embudo. Automáticamente, Ryan se retiró para que no le cayese la leche encima. Pero el embudo estaba vacío.
Los niños gritaron entusiasmados al tiempo que ella lo miraba perpleja.
– Es una glotona -le dijo Pierce al público-. Pero sigue siendo guapísima -añadió justo antes de inclinarse para besarle la mano.
– Yo misma eché la leche en el embudo -comentó Ryan horas después mientras recorrían el pasillo del hospital camino del ascensor-. Estaba goteando por abajo. Lo vi.
– Las cosas no son siempre lo que parecen -dijo él después de invitarla a entrar en el ascensor-. Fascinante, ¿verdad?
Ryan notó cómo empezaba a descender el ascensor. Permaneció unos segundos en silencio.
– Tú tampoco eres del todo lo que pareces, ¿no?
– No, ¿y quién sí?
– Has hecho más en una hora por esos niños de lo que podrían haber hecho una decena de médicos -dijo Ryan y él bajó la mirada-. Y no creo que sea la primera vez que haces una cosa así.
– No lo es.
– ¿Por qué?
– Los hospitales son un sitio espantoso cuando se es pequeño -se limitó a responder. Era la única respuesta que podía darle.
– Para estos niños hoy no ha sido así.
Pierce volvió a tomarle la mano cuando llegaron a la primera planta.
– No hay público más exigente que los niños. Se lo toman todo al pie de la letra.
Ryan rió.
– Supongo que tienes razón. ¿A qué adulto se le habría ocurrido preguntarte dónde compras leche mágica? -Ryan lo miró-. Pero has reaccionado enseguida.
– Cuestión de experiencia. Los niños te obligan a estar siempre atento. Los adultos se distraen más fácilmente -Ryan se encogió de hombros. Luego le sonrió-. Incluida tú. A pesar de que me estabas mirando con esos ojos tan verdes e intrigados.
Ryan miró hacia el aparcamiento cuando salieron del ascensor. Le resultaba casi imposible no fijarse en Pierce cuando éste le hablaba.
– ¿Por qué me has pedido que venga contigo esta tarde? le preguntó.
– Quería que me hicieras compañía.
– No sé si lo entiendo -dijo ella mirándolo a la cara.
– ¿Tienes que entenderlo todo? -repuso Pierce. A la luz del sol, el cabello de Ryan tenía el color del trigo. Pierce deslizó los dedos por él. Luego enmarcó la cara de Ryan, posando las manos en sendas mejillas-. ¿Siempre?
Ryan notó que el corazón le latía en la garganta.
– Sí, creo…
Pero la boca de Pierce cayó sobre la de ella y Ryan no pudo seguir pensando. Fue tal como había sido la primera vez. El beso, delicado, la desarmó por completo. Ryan sintió un pinchazo cálido y trémulo por el cuerpo mientras Pierce le acariciaba las sienes. Luego notó un cosquilleo delicioso justo bajo el corazón. De repente, el mundo parecía haber desaparecido a su alrededor. No había sombras ni mágicos fantasmas siquiera. Lo único que tenía solidez eran las manos y la boca de Pierce.
¿Era el viento o los dedos de él lo que sentía sobre su piel?, ¿le había murmurado algo o había sido ella misma? Pierce la separó. Los ojos de Ryan se habían nublado. Poco a poco, fueron despejándose y empezando a enfocar, como si estuviese despertando de un sueño. Pero Pierce no estaba preparado para que el sueño finalizase.
La atrajo de nuevo, volvió a apoderarse de sus labios y paladeó el sabor profundo y misterioso de su boca. Tuvo que contener el impulso de estrujarla contra su propio cuerpo, de devorar sus labios, cálidos y dispuestos. Ryan era una mujer delicada. De modo que, aunque el deseo lo desgarraba, luchó por controlarlo. A veces, cuando estaba encerrado en una caja oscura y sin oxígeno, tenía que resistir la necesidad apremiante de escapar y salir corriendo. En ese momento, sentía los mismos síntomas de pánico. ¿Qué le estaba haciendo aquella mujer? La pregunta cruzó su cerebro al tiempo que acercaba a Ryan un poco más todavía. Lo único que Pierce sabía era que la deseaba con una desesperación inconcebible.
¿Habría seda pegada a su cuerpo como la noche en que la había sorprendido con el camisón?, ¿alguna prenda fina, ligeramente perfumada con su propia fragancia femenina? Quería hacerle el amor, ya fuese a la luz de las velas o en medio del campo, con el sol iluminándola. Santo cielo, jamás había deseado tanto a una mujer.
– Ryan, quiero estar contigo -susurró él labio contra labio-. Necesito estar contigo. Vamos, Ryan, deja que te ame. No puedo esperar -añadió después de inclinarle la cabeza para besarla desde otro ángulo.
– Pierce -dijo ella con voz trémula. Notaba que se estaba hundiendo y peleaba por encontrar algún punto firme sobre el que mantenerse en pie. Se apoyó sobre él al tiempo que negaba con la cabeza-. No te conozco.
Pierce controló un súbito arrebato salvaje. Estuvo tentado de meterla en el coche y llevársela a casa. Llevársela a su cama. Pero logró mantener la compostura.
– Es verdad, no me conoces. Y la señorita Swan necesita conocer a un hombre antes de acostarse con él -dijo Pierce, tanto para Ryan como para sí mismo. La apartó unos centímetros, la sujetó por los hombros y la miró a la cara. No le gustaba el ritmo desenfrenado al que le latía el corazón. La calma y el control eran cruciales para su trabajo y, por consiguiente, para él-. Cuando me conozcas, seremos amantes -añadió con voz más serena.
– No -repuso Ryan, a la que no le disgustaba tanto la idea en sí de hacer el amor con Pierce como el hecho de que éste diese por sentado que acabarían haciéndolo-. No seremos amantes a menos que yo quiera. Yo negocio contratos, nunca mi vida privada.
Pierce sonrió; más satisfecho con aquella reacción de enojo de lo que habría estado de haberse plegado Ryan a sus deseos. Desconfiaba de las cosas que llegaban con excesiva facilidad.