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– Ryan -Pierce la atrajo contra su cuerpo todavía más, a pesar de las protestas de ella. Era obvio que se sentía dolida y que él no era el origen de aquel dolor tan profundo-. Lo siento.

– Quiero que me sueltes, Pierce.

– Si lo hago, no me escucharás -contestó él al tiempo que le acariciaba el pelo, todavía húmedo por la ducha-. Necesitó que me escuches.

– No hay nada que decir -dijo Ryan con la voz quebrada.

Parecía como si estuvieran a punto de saltársele las lágrimas. Pierce se sintió culpables ¿Cómo podía haber sido tan obtuso?, ¿cómo no se había dado cuenta de lo importante que podía ser para ella despertar sola?

– Ryan, tengo mucha experiencia en aventuras de una noche -dijo él. La había apartado lo justo para poder mirarla a los ojos-. Y lo de anoche no ha sido una aventura para mí.

Ella negó con la cabeza con fiereza, luchando por mantener la compostura.

– No hace falta que seas diplomático.

– Yo nunca miento -afirmó Pierce al tiempo que subía las manos hacia los hombros de ella-. Lo que hemos compartido esta noche significa mucho para mí.

– Cuando desperté, te habías ido -Ryan tragó saliva y cerró los ojos-. La cama estaba fría.

– Lo siento. Bajé a pulir un par de detalles antes de la actuación de esta noche.

– Si me hubieras despertado…

– No se me ocurrió, Ryan -dijo él con serenidad-. Como no imaginé que te afectaría tanto despertar sola. Pensaba que seguirías durmiendo un buen rato, además. El sol ya estaba saliendo cuando te dormiste.

– Estuviste despierto hasta la misma hora que yo -replicó ella. Intentó liberarse de nuevo-. ¡Pierce, por favor…! Suéltame -finalizó en voz baja después de un primer grito desesperado.

Pierce bajó las manos y la miró mientras recogía la ropa del suelo.

– Ryan, yo nunca duermo más de cinco o seis horas. No necesito más -trató de explicarse. ¿Era pánico lo que estaba sintiendo al verla doblar una blusa en una maleta?-. Pensaba que te encontraría dormida cuando volviese.

– Eché la mano hacia ti -dijo Ryan sin más-. Y te habías ido.

– Ryan…

– No, no importa -Ryan se llevó las manos a las sienes, apretó un par de segundos y exhaló un suspiro profundo-. Perdona. Me estoy comportando como una idiota. Tú no has hecho nada, Pierce. Soy yo. Siempre me hago demasiadas expectativas y luego me vengo abajo cuando no se cumplen. No pretendía montarte una escena. Olvídalo, por favor -añadió mientras volvía a ponerse con la maleta.

– No quiero olvidarlo -murmuró Pierce.

– Me sentiría menos tonta si supiera que lo haces -dijo ella, tratando de imprimir un toque de buen humor a su voz-. Atribúyelo a la falta de sueño o a que me he levantado con el pie izquierdo. De todos modos, tengo que volver a Los Ángeles. Tengo mucho trabajo.

Pierce había visto las necesidades de Ryan desde el principio: su respuesta a las atenciones caballerosas, la alegría de recibir una flor de regalo. Por mucho que se esforzara por no serlo, era una mujer emocional y romántica. Pierce se maldijo para sus adentros pensando lo vacía que se habría sentido al despertar sola después de la noche que habían pasado juntos.

– Ryan, no te vayas -1e pidió. Le costaba mucho hacer algo así. Él nunca le insistía a una mujer para que se quedara a su lado.

La mano de Ryan pareció dudar, suspendida sobre los cierres de la maleta. Al cabo de un segundo, la cerró, la dejó en el suelo y se giró:

– Pierce, no estoy enfadada, de verdad. Puede que un poco abochornada -reconoció con una sonrisa débil-. Pero, en serio, tengo que volver y poner en marcha un montón de cosas. Puede que haya un cambio de fechas y…

– Quédate -1a interrumpió, incapaz de contenerse-. Por favor.

Ryan se quedó callada un momento. Algo en la mirada de Pierce le hizo un nudo en la garganta. Sabía que le estaba costando pedirle que no se fuera. De la misma forma que a ella iba a costarle preguntar:

– ¿Por qué?

– Te necesito -Pierce respiró profundamente tras realizar lo que para él suponía una confesión asombrosa-. No quiero perderte.

– ¿De verdad te importa? -Ryan dio un paso adelante.

– Sí, claro que me importa.

Ryan esperó un segundo, pero no fue capaz de convencerse para darse la vuelta y salir de la habitación.

– Demuéstramelo -le dijo.

Pierce se acercó a Ryan y la estrechó con fuerza entre los brazos. Ésta cerró los ojos. Era justo lo que necesitaba: que la abrazaran, simplemente que la abrazaran. Apoyó la mejilla contra el muro firme de su torso y disfrutó del calor del abrazo. Sabía que la estaba sujetando como si tuviese entre las manos algo precioso. Frágil, le había dicho Pierce. Por primera vez en la vida, quería serlo.

– Lo siento. He sido una idiota.

– No -Pierce le levantó la barbilla con un dedo, sonrió y la besó-. Eres muy dulce. Pero no te quejes cuando te despierte después de cinco horas de sueño bromeó.

– Jamás -contestó ella riéndose antes de rodearle el cuello con las manos-. Bueno, quizá me queje un poquito:

Ryan sonrió, pero, de pronto, los ojos de Pierce la miraban con seriedad. Éste le colocó una mano en la nuca antes de bajar la boca sobre la de ella.

Fue como la primera vez: la misma ternura, esa presión de terciopelo capaz de inflamarle la sangre. Se sentía absolutamente impotente cuando la besaba de ese modo, incapaz de abrazarlo con más fuerza, incapaz de pedirle nada más. Sólo podía dejar que Pierce siguiera besándola a su ritmo.

Y él lo sabía. Sabía que esa vez tenía todas las riendas en sus manos, Las movió con suavidad mientras la desnudaba. Dejó que la blusa le resbalase hombros abajo, rozándole la espalda, hasta caer al suelo. La piel de Ryan se estremecía allá donde él iba posando los dedos.

Pierce le desabrochó los pantalones. Luego dejó que cayeran por debajo de la cintura mientras sus dedos jugueteaban con un trapito de encaje que apenas cubría los pechos de Ryan. En todo momento, su boca siguió mordisqueando los labios de la de ella. La vio contener la respiración y después, al introducir un dedo bajo el sujetador, la oyó gemir. No sacó el dedo, sino que optó por plantar la mano entera encima de su pecho para acariciarlo y pellizcarlo hasta que Ryan empezó a temblar.

– Te deseo -dijo ella con voz trémula-. ¿Tienes idea de cuánto te deseo?

– Sí -Pierce la besó con suavidad por toda la cara-. Sí.

– Hazme el amor -susurró Ryan-. Hazme el amor, Pierce.

– Sí -repitió éste antes de apoyar la boca sobre el cuello de ella, que latía a toda velocidad.

– Ahora -le exigió Ryan, demasiado débil como para intentar apretarlo contra su cuerpo.

Pierce soltó una risotada gutural y la depositó sobre la cama con cuidado.

– Anoche me volvió loco con sus caricias, señorita Swan -Pierce situó un dedo en el centro de Ryan, deteniéndose justo en el suave monte que se elevaba entre sus piernas. Muy despacio, casi con pereza, su boca fue bajando por todo el cuerpo hasta colocarla donde había puesto el dedo anteriormente.

La noche anterior había sido una auténtica locura para él. Jamás se había sentido tan impaciente y desesperado. Aunque la había poseído una y otra vez, no había sido capaz de saborear toda aquella pasión. Era como si hubiese estado hambriento y la gula le hubiese impedido paladear el festín. En aquel momento, en cambio, aunque la deseaba con la misma intensidad, podía refrenar la urgencia. Podía disfrutarla y saborearla.

A Ryan le pesaban los brazos. No podía moverlos. Lo único que podía hacer era dejar que Pierce la tocara y acariciara y besara donde quisiese. La fortaleza que la había impulsado a seducirlo la noche anterior había quedado reemplazada por una debilidad almibarada. De la que no le importaba empaparse.