– Razón por la que no he interferido -explicó-. ¿Qué has hecho?
– No he interferido -respondió a la defensiva Ryan-. Sólo le he dado un empujoncito en la dirección adecuada. Le comenté que Bess tenía cierta inclinación por los hombres que saben tocar el piano.
– Entiendo.
– Es tan tímido -dijo ella exasperada-. Tendrá edad para jubilarse y no se habrá atrevido todavía a… a…
– ¿A qué? -preguntó Pierce, sonriente.
– A nada -dijo Ryan-. Y deja de mirarme así.
– ¿Así cómo? -Pierce se hizo el inocente, como si no fuera consciente de que la había mirado con deseo.
– Lo sabes de sobra. En cualquier caso… -Ryan contuvo la respiración y soltó el tenedor al sentir que algo le rozaba los tobillos.
– Es Circe -la tranquilizó Pierce sonriente. Ryan suspiró aliviada. Él se agachó a recoger el tenedor mientras la gata se frotaba contra las piernas de Ryan y ronroneaba-. Huele la carne. Va a hacer todo lo que pueda para convencerte de que se merece un trozo.
– Tus mascotas tienen la fea costumbre de asustarme.
– Lo siento -dijo él, pero sonrió, no dando la menor sensación de que realmente lo lamentara.
– Te gusta verme descompuesta, reconócelo -Ryan se puso las manos en jarras sobre las caderas.
– Me gusta verte -contestó Pierce simplemente. Soltó una risotada y la agarró entre sus` brazos-. Aunque tengo que admitir que verte con mi ropa mientras cocinas descalza tiene su punto.
– Vaya, el síndrome del cavernícola.
– En absoluto, señorita Swan -Pierce le acarició el cuello con la nariz-. Aquí el esclavo soy yo.
– ¿De veras? -Ryan consideró las interesantes posibilidades que tal declaración le abría-. Entonces pon la mesa. Me muero de hambre.
Comieron a la luz de las velas. Pero ella apenas saboreó un bocado. Estaba demasiado saciada de Pierce. Había champán, fresco y burbujeante; pero podía haber sido agua, para el caso que le hizo. Jamás se había sentido tan mujer como en ese momento, con esos vaqueros y una camiseta que le quedaba inmensa. Los ojos de Pierce le decían a cada momento que era preciosa, interesante, deseable. Era como si nunca hubiesen hecho el amor, como si nunca hubiesen intimado. La estaba cortejando con la mirada.
Pierce la hacía resplandecer con una simple mirada, con una palabra suave o un roce delicado en la mano. Nunca dejaba de complacerla, de abrumarla incluso, que fuese un hombre tan romántico. Tenía que saber que estaría con él en cualquier circunstancia y, aun así, disfrutaba seduciéndola. Las flores, las velas, las palabras susurradas… Ryan se enamoró de nuevo.
Bastante después de que ambos hubiesen perdido todo interés en la comida, seguían mirándose. El champaña se había calentado, las velas se estaban acabando. Pierce se contentaba con mirarla sobre la llama temblorosa, con oír la caricia de su voz. Podía aplacar cualquier impulso con deslizar los dedos por el dorso de su mano. Lo único que quería estar junto a Ryan.
Ya habría tiempo para la pasión, no le cabía duda. Por la noche, a oscuras en la habitación. Pero, por el momento, le bastaba con verla sonreír.
– ¿Me esperas en el salón? -murmuró él antes de besarle los dedos uno a uno.
Ryan sintió un escalofrío delicioso por el brazo.
– Te ayudo con los platos -respondió, aunque su cabeza estaba a años luz de cualquier asunto práctico.
– No, yo me encargo -Pierce le agarró la mano y le besó la palma-. Espérame.
Las piernas le temblaban, pero consiguió mantenerse en pie cuando Pierce la ayudó a levantarse. No podía apartar los ojos de éclass="underline"
– No tardes.
– No -le aseguró Pierce-. Enseguida estoy contigo, amor -añadió justo antes de besarla con delicadeza.
Ryan fue hacia el salón como si estuviera sumida en una nube. No era el beso, sino aquella palabra cariñosa lo que había disparado su corazón. Parecía imposible, después de lo que ya habían compartido, que una palabra suelta le provocara tales palpitaciones. Pero Pierce elegía con esmero las palabras.
Y hacía una noche de ensueño, pensó mientras entraba en el salón. Una noche para el amor y el romance. Se acercó a la ventana para contemplar el cielo. Hasta había luna llena, como si todos los elementos se hubiesen puesto de acuerdo para embellecer la velada; una velada suficientemente silenciosa como para oír el sonido de las olas.
Ryan imaginó que estaban en una isla. Una isla pequeña, perdida en algún mar profundo. Y las noches eran largas. No había teléfono, no había electricidad. Llevada por un impulso, se apartó de la ventana y empezó a encender las velas que había distribuidas por el salón. Había leña en la chimenea, de modo que encendió una cerilla para que ardiese. La madera seca crepitó con el fuego.
Luego se incorporó y miró a su alrededor. La luz estaba tal como quería: tenue, proyectando sombras cambiantes. Le añadía un toque de misterio a la noche y parecía reflejar sus sentimientos hacia Pierce.
Ryan bajó la cabeza para mirarse y se frotó la camiseta. Era una lástima no tener algo bonito que vestir, algo blanco y delicado. Pero tal vez la imaginación de Pierce fuese tan productiva como la de ella.
Música, pensó de repente y miró en derredor. Seguro que Pierce tendría algún aparato estéreo; pero no tenía ni idea de dónde buscarlo. Inspirada, se acercó al piano.
La partitura de Link estaba esperándola. Entre el fulgor de la chimenea a su espalda y las velas que había sobre el piano, Ryan podía ver las notas con suficiente claridad. Se sentó y empezó a tocar. Sólo tardó unos segundos en quedarse prendida por la melodía.
Pierce estaba de pie, en la entrada del salón, mirándola. Aunque los ojos de Ryan estaban clavados en la partitura que tenía delante, parecían estar soñando. Nunca la había visto así, tan absorta en sus propios pensamientos. A fin de no interrumpirla, se quedó donde estaba. Podría haberse quedado mirándola toda la vida.
A la luz de las velas, su cabello caía como un manto de niebla sobre sus hombros. Los ojos le centelleaban, conmovida por la pieza que estaba tocando. Pierce aspiró el olor de la madera quemada y de la cera derretida y supo que, por más años que viviera, jamás olvidaría aquel momento. Podrían pasar años y más años y siempre podría cerrar los ojos y verla así, oír la música y oler las velas encendidas.
– Ryan.
No había querido hablar en voz alta; de hecho, sólo había susurrado el nombre, pero ella se giró a mirarlo. Ryan sonrió, pero la luz trémula captó el brillo de las lágrimas que asomaban a sus ojos.
– Es preciosa.
– Sí -acertó a decir Pierce. Casi no se atrevía a hablar. Una palabra, un paso en falso rompería el embrujo. Al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que lo que veía y estaba sintiendo no fuera más que una ilusión-. Por favor, tócala otra vez.
Ni siquiera después de que Ryan retomase la melodía, se atrevió a acercarse. Pierce quería que la escena siguiese exactamente tal como estaba. Ryan tenía los labios separados. Incluso de pie, pudo saborearlos. Sabía lo suave que sería acariciar su mejilla si se acercaba y posaba una mano sobre su cara. Ryan levantaría la cabeza, lo miraría y sonreiría con esa luz cálida tan especial que iluminaba sus ojos. Pero no quería tocarla, prefería absorber con todo detalle aquel momento único más allá del paso del tiempo.
Las llamas de las velas se consumían serenamente. Un leño se movió en la chimenea. Y, de pronto, Ryan había terminado la melodía.
Pierce se acercó.
– Nunca te he querido tanto -dijo en voz baja, casi susurrando-. Ni he tenido tanto miedo de tocarte.
– ¿Miedo? -preguntó Ryan, cuyos dedos reposaban todavía sobre las teclas-. ¿De qué tienes miedo?
– Temo que si intento tocarte, mi mano pase a través de ti. Temo que no seas más que un sueño.
Ryan le agarró una mano y se la llevó a la mejilla.
– No es un sueño -murmuró-. Para ninguno de los dos.