Ryan tenía los ojos pegados a la cara de Pierce. Sabía que su cerebro ya estaba encerrado en la caja fuerte. Pierce ya estaba liberándose. No le quedaba más remedio que aferrarse a eso y a la mano que Link le tendía.
Apenas cabía dentro de la primera caja. Los hombros le rozaban los laterales.
“No puede moverse”, pensó de pronto, presa del pánico. Cuando cerraron la puerta, dio un paso hacia el escenario. Link la sujetó por los hombros.
– No puedes, Ryan.
– Pero no puede moverse. ¡No puede respirar! -exclamó mientras observaba horrorizada cómo lo metían en la segunda caja fuerte.
– A estas alturas ya se ha quitado las esposas -la tranquilizó Link, aunque tampoco a él le había gustado ver cómo encerraban a Pierce dentro de la segunda caja-. Seguro que ya está abriendo la puerta de la primera. Trabaja rápido. Tú lo sabes, lo has visto trabajar -añadió para consolar a Ryan tanto como a sí mismo.
– ¡Dios! -exclamó acongojada ella cuando vio que enseñaban la tercera caja. Ryan notó un ligero desvanecimiento y se habría caído al suelo si Link no la hubiese estado sujetando.
La tercera de las cajas engulló las dos más pequeñas y al hombre que había dentro. La cerraron, le pusieron el cerrojo. Ya no había forma de escapar.
– ¿Cuánto llevamos? -susurró Ryan. Tenía los ojos pegados a la caja-. ¿Cuánto tiempo lleva dentro?
– Dos minutos y medio -Link sintió que una gota de sudor le resbalaba por la espalda- Tiene margen de sobra.
Link sabía que las cajas estaban tan pegadas que sólo permitían empujar las puertas lo suficiente para que un niño saliese a gatas. Seguía sin entender cómo podía Pierce doblarse y retorcerse como lo hacía. Pero lo había visto hacerlo. A diferencia de Ryan, Link había visto ensayar a Pierce aquella fuga infinidad de veces. El sudor seguía corriéndole por la espalda.
El ambiente estaba cargado. Ryan apenas podía meter aire en los pulmones. Así debía de sentirse Pierce dentro de la caja: sin oxígeno… sin luz.
– ¿Cuánto, Link? -exclamó, temblando como una hoja. El gigantón dejó de rezar para responder.
– Dos minutos cincuenta. Ya casi ha terminado. Está abriendo la tercera caja.
Ryan entrelazó las manos y empezó a contar segundos mentalmente. Los oídos le zumbaban. Se mordió el labio inferior. Aunque nunca se había desmayado, sabía que estaba muy cerca de hacerlo. Cuando se le nubló la visión, apretó los ojos con fuerza para despejarse y se obligó a abrirlos de nuevo. Pero no podía respirar. Pierce se había quedado ya sin aire, igual que ella. En un arrebato silencioso de histeria, pensó que se moriría asfixiada allí de pie mientras Pierce se asfixiaba dentro de las tres cajas. Entonces, vio que se abría la puerta, oyó el suspiro de alivio de todo el público y la salva de aplausos inmediatamente posterior. Pierce estaba de pie, dominando el escenario, sudoroso y respirando profundo.
Ryan perdió el equilibrio. No veía. Durante unos segundos, perdió el conocimiento. Pero lo recuperó al oír que Link la estaba llamando, tratando de reanimarla.
– Ryan, Ryan, ya pasó. Ha salido bien. Está fuera. Está bien.
Ryan se agarró al gigantón y sacudió la cabeza en un intento de despejarse.
– Sí, está fuera -murmuró. Luego miró hacia Pierce un instante, se dio la vuelta y se marchó.
En cuanto dejaron de grabar las cámaras, Pierce salió del escenario.
– ¿Dónde está Ryan? -le preguntó a Link.
– Se ha ido -Link vio una gota de sudor resbalando por la cara de Pierce-. No se encontraba bien. Creo que se ha desmayado unos segundos -añadió al tiempo que le ofrecía la toalla que tenía preparada para él.
Pierce no se secó el sudor ni sonrió como hacía siempre después de finalizar una fuga.
– ¿Adónde ha ido?
– No sé. Simplemente, se ha ido.
Sin decir palabra, Pierce fue a buscarla.
Ryan estaba tumbada, bronceándose bajo un intenso sol. Sentía un ligero picor en el centro de la espalda, pero no se movió para rascarse. Permaneció quieta y dejó que los rayos del sol penetraran su piel.
Había pasado una semana en el yate de su padre bordeando la costa de Saint Croix. Swan la había dejado ir sola, tal corno ella le había pedido, sin hacerle ninguna pregunta cuando Ryan se había presentado en su casa para pedirle el favor. Se había ocupado de todo y la había llevado en persona al aeropuerto. Más tarde, Ryan se dio cuenta de que había sido la primera vez que no la había metido en una limusina y la había mandado sola a tomar el avión.
Llevaba varios días tostándose al sol, nadando y tratando de dejar la mente en blanco. Ni siquiera se había pasado por su apartamento después del espectáculo. Había ido a Saint Croix con lo puesto. Si necesitaba algo, ya lo compraría en la isla. No había hablado con nadie, salvo con la tripulación del yate, ni había mandado mensaje alguno a Estados Unidos. Durante una semana, sencillamente, se había borrado de la faz de la Tierra.
Ryan se dio la vuelta y, tumbada ahora sobre la espalda, se cubrió los ojos con las gafas de sol. Sabía que si no se obligaba a pensar, la respuesta que necesitaba surgiría espontáneamente con el tiempo. Cuando llegara, sería la decisión acertada y actuaría en consecuencia. Mientras tanto, esperaría.
Estaba en la sala de trabajo. Pierce barajó las cartas del Tarot y cortó el mazo. Necesitaba relajarse. La tensión lo estaba consumiendo.
Después de la grabación, había buscado a Ryan por todo el edificio. En vista de que no la localizaba, había roto una de sus normas fundamentales y había hecho saltar el cerrojo del apartamento de Ryan. La había esperado allí durante toda la mañana siguiente. Pero no había regresado a casa. Pierce se había vuelto loco, había dado rienda suelta a toda su rabia para que ésta bloquease el dolor de la pérdida. La rabia, la rabia que siempre había mantenido bajo control, lo desbordó. Link había soportado su genio en silencio.
Había necesitado varios días para estabilizarse. Ryan se había ido y tenía que aceptarlo. Sus propias normas lo dejaban sin opción alguna. Pues, aunque supiese dónde localizarla, no podría recuperarla.
Durante la semana que había transcurrido, no había trabajado nada. No había tenido fuerzas. Cada vez que había intentado concentrarse, se había encontrado con la imagen de Ryan. Había recordado el sabor de su boca, el calor de tenerla entre los brazos. Era todo cuanto podía evocar. Tenía que sobreponerse. Pierce sabía que si no retomaba su ritmo, no tardaría en estar acabado.
Se había quedado solo mientras Link y Bess disfrutaban de su luna de miel en las montañas. Tras recuperarse del impacto inicial, había insistido en que siguiesen adelante con sus planes. Los había expulsado de casa con una sonrisa en la boca, obligándose a mostrarse feliz y transmitirles alegría mientras un vacío absorbente se cernía sobre su propia vida.
Ya era hora de volver a lo único que le quedaba. E incluso eso le daba un poco de miedo. Ya no estaba seguro de que le quedara algún resto de magia.
Pierce dejó las cartas a un lado y se dispuso a preparar uno de sus números más complicados. No quería ponerse a prueba con algo sencillo. Pero no había hecho sino empezar a concentrarse y estirar las manos cuando levantó la cabeza y la vio.
Pierce miró fascinado el espejismo. Jamás se le había presentado una imagen tan vívida de Ryan. Hasta podía oír sus pasos por la mazmorra camino del escenario. Cuando percibió su fragancia, el corazón empezó a palpitarle. Se preguntó, casi con indiferencia, si estaba volviéndose loco.
– Hola, Pierce.
Ryan lo vio sobresaltarse, como si lo hubiese despertado de un sueño.
¿Ryan? -la llamó él, pronunciando el nombre con suavidad, dudando todavía de su presencia.
– La puerta no estaba cerrada, así que he entrado. Espero que no te importe.
Pierce siguió mirándola, incapaz de articular palabra. Ryan subió los escalones que daban al escenario.