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– ¿Conoces las cartas del Tarot?

– No. O sea -se corrigió Ryan-, sé que son para decir la buenaventura o algo así, ¿no?

– O algo así -Pierce soltó una risilla y barajó el mazo con suavidad.

– Pero usted no cree en eso -dijo ella acercándose a Ryan-. Sabe que no puede adivinar el futuro con unos cartones de colores y unas figuras bonitas.

– Creer, no creer -Pierce se encogió de hombros-. Me distraen. Considérelo un juego, si quiere. Los juegos me relajan -añadió al tiempo que barajaba y extendía las cartas sobre la mesa con un movimiento diestro.

– Lo hace muy bien -murmuró Ryan. Volvía a sentirse nerviosa, aunque no estaba segura de por qué.

– ¿Manejar las cartas? No es difícil. Podría enseñarle con facilidad. Tiene usted buenas manos -Pierce le agarró una, pero fue la cara de Ryan lo que examinó, en vez de la palma-. ¿Saco una carta?

Ryan retiró la mano. El pulso empezaba a acelerársele.

– Es su baraja.

Pierce dio la vuelta a una carta con la punta de un dedo y la puso hacia arriba. Era el mago.

– Seguridad en uno mismo y creatividad -murmuró.

– ¿Se refiere a usted? -preguntó ella con fingida indiferencia, para ocultar una tensión que iba en aumento por segundos.

– Eso parece -Pierce puso un dedo en otra carta y le la vuelta. La Sacerdotisa -. Serenidad, fortaleza. ¿Se refiere a usted? -preguntó él y Ryan se encogió de hombros.

– Tampoco tiene misterio: no es difícil sacar la carta que se quiera habiendo barajado usted mismo.

Pierce sonrió sin ofenderse.

– Turno para que la escéptica saque una carta para ver pino acaban estas dos personas. Elija una carta, señorita Swan -la invitó él-. Cualquiera.

Irritada, Ryan agarró una y la puso boca arriba sobre la mesa. Tras un suspiro estrangulado, la miró en silencio absoluto. Los amantes. El corazón le martilleó contra la garganta.

– Fascinante -murmuró Pierce. Había dejado de sonreír y estudiaba la carta como si no la hubiese visto nunca.

– No me gusta su juego, señor Atkins -dijo ella retrocediendo un paso.

– ¿No? -Pierce la miró a los ojos un segundo y recogió la baraja con indiferencia-. Bueno, entonces la acompañaré a su habitación.

Pierce se había sorprendido con la carta tanto como Ryan. Pero él sabía que, a menudo, la realidad era más increíble de lo que pudiera predecir cualquier baraja. Tenía mucho trabajo pendiente, un montón de cosas que terminar de planificar para el compromiso que tenía en Las Vegas dos semanas después. Pero cuando se sentó en su habitación, fue en Ryan en quien pensó, no en el espectáculo que debía preparar.

La mujer tenía algo especial cuando reía, algo radiante y vital. Le resultaba tan atractivo como la voz baja y profesional que utilizaba cuando le hablaba de cláusulas y contratos.

En realidad, se sabía el contrato de delante a atrás y viceversa. No era de los que descuidaban el aspecto lucrativo de su profesión. Pierce no firmaba nada a no ser que entendiera al detalle cada matiz. Si el público lo veía como un hombre misterioso, extravagante y raro, perfecto. Era una imagen en parte ficticia y en parte real. Y le gustaba que lo vieran así. Se había pasado la segunda mitad de su vida disponiendo las cosas tal como prefería.

Ryan Swan. Pierce se quitó la camisa y la tiró sobre una silla. Todavía no sabía qué pensar de ella. Su intención no había sido otra que firmar, el contrato, hasta que la había visto bajar por las escaleras. El instinto lo había hecho dudar. Y Pierce se fiaba mucho de su instinto. De modo que tenía que pensárselo un poco.

Las cartas no influían en sus decisiones. Sabía cómo hacer que las cartas se levantaran y bailaran para él si así lo quería. Pero las coincidencias sí que influían en él. Le extrañaba que Ryan hubiese dado la vuelta a la carta de los amantes cuando él estaba pensando en lo que sentiría estrechándola entre sus brazos.

Soltó una risilla, se sentó y empezó a hacer garabatos en un cuaderno. Tendría que desechar o cambiar los planes de su nueva fuga, pero siempre lo había relajado dar vueltas a sus proyectos, del mismo modo que no podía evitar que la imagen de Ryan estuviese dando vueltas en su cabeza.

Podía ser que lo más prudente fuese firmar el contrato por la mañana y mandarla de vuelta a casa. Pero a Pierce no le importaba que una mujer rondase sus pensamientos. Además, no siempre hacía lo más prudente. De ser así, todavía seguiría actuando en locales sin capacidad para grandes públicos, sacando conejos de su chistera y pañuelos de colores en competiciones de magia locales. Gracias a que no siempre había hecho lo más prudente, había conseguido presentar espectáculos en los que convertía a una mujer en pantera y en los que atravesaba una pared de ladrillos andando.

¡Puff!, resopló Pierce. Asumir riesgos lo había ayudado a triunfar. Nadie recordaba los años de esfuerzos, fracasos y frustraciones. Lo cual prefería que siguiese así. Eran muy pocos los que sabían de dónde venía o quién había sido antes de los veinticinco años.

Pierce soltó el lápiz y lo dejó rodar por el cuaderno. Estaba inquieto. Ryan Swan lo ponía nervioso. Bajaría a su despacho y trabajaría hasta conseguir despejar la mente un poco, decidió. Y justo entonces, fue cuando la oyó gritar.

Ryan se desvistió despreocupadamente. Siempre se despreocupaba de todo cuando estaba enfadada. Truquillos a ella, pensó enfurecida mientras se bajaba de un tirón la cremallera de la falda. El mundo del espectáculo. A esas alturas ya debería estar acostumbrada a los artistas.

Recordó una entrevista con un cómico famoso el mes anterior. El hombre había tratado de mostrarse ocurrente, soltando toda clase de chistes y gracias durante veinte minutos enteros, antes de que Ryan consiguiera que se centrara en discutir la oferta que le proponía para intervenir en un espectáculo de Producciones Swan. Y el rollo de las cartas de Tarot no había sido más que otro montaje para impresionarla, decidió mientras se quitaba los zapatos. Un recurso para darse un baño de autoestima y reforzar el ego de un artista inseguro.

Ryan frunció el ceño al tiempo que se desabotonaba la blusa. No podía estar de acuerdo con sus propias conclusiones. Pierce Atkins no le daba la impresión de ser un hombre inseguro… ni sobre el escenario ni fuera de él. Y habría jurado que se había sorprendido tanto como ella cuando había dado la vuelta a la carta de los amantes. Ryan se quitó la blusa y la dejó sobre una silla. Claro que, por otra parte, era un actor, se recordó. ¿Qué si no era un mago, sino un actor inteligente con manos diestras?

Recordó entonces la forma de sus manos mientras movía las piezas negras de mármol sobre el tablero de ajedrez, su finura, su delicadeza. Optó por no dedicar un segundo más a recordar nada de aquella extraña visita. Al día siguiente lo obligaría a firmar y se marcharía con el contrato en la mano. Pierce había conseguido ponerla nerviosa. Incluso antes del numerito con las cartas del Tarot la había puesto nerviosa. Esos ojos… pensó, y le entró un escalofrío. Aquellos ojos tenían algo especial.

Aunque, en el fondo, la cuestión era muy sencilla, decidió: lo único que pasaba era que se trataba de un hombre con mucha personalidad. Tenía un gran magnetismo y, sí, no cabía duda de que era muy atractivo. Seguro que había ensayado su atractivo, de la misma forma que, evidentemente, había ensayado aquel aire misterioso y esa sonrisa enigmática.

Un relámpago iluminó el cielo haciendo respingar a Ryan. No había sido cien por cien sincera con Pierce: pues, a decir verdad, las tormentas le destrozaban los nervios. Aunque era capaz de racionalizar sus temores y entender que no tenían el menor fundamento, los truenos y los relámpagos siempre le encogían el estómago. Odiaba esa debilidad, una debilidad propia de las mujeres sobre todo. Pierce había acertado: Bennett Swan había deseado un hijo. Y ella se había ido abriendo hueco en la vida, luchando constantemente para compensar el hecho de haber nacido mujer.