Ryan respiró profundamente y se dio un momento para serenarse antes de abrir la puerta. Era una verdad difícil de aceptar para una mujer que se consideraba práctica y se preciaba de actuar con cabeza. Pero el objetivo de aquella visita no había sido otro más que conseguir que Pierce Atkins echase una firma sobre su nombre en el contrato que le había preparado, no acostarse con él.
Para colmo, ni siquiera había conseguido que echase aquella firma, se recordó con el ceño fruncido. Y ya había amanecido. Ya era hora de concentrarse en los negocios y de olvidarse de lo que había podido llegar a ocurrir la noche anterior. Ryan abrió la puerta y empezó a bajar las escaleras.
La casa estaba en silencio. Después de asomarse a la salita de estar y encontrarla vacía, se dirigió hacia el vestíbulo. Aunque estaba resuelta a dar con Pierce y a ultimar los flecos del negocio que la había llevado allí, una puerta abierta a la derecha la hizo detenerse. No pudo evitar la tentación de mirar dentro y le bastó un simple vistazo para soltar una exclamación entusiasmada.
Había paredes enteras literalmente llenas de libros. Ryan jamás había visto tantos libros en una biblioteca particular, ni siquiera en la de su padre. De alguna manera, tuvo la certeza de que aquellos libros eran algo más que una inversión, de que se habían leído. Estaba segura de que Pierce se sabría todos y cada uno de ellos. Entró en la habitación para inspeccionar la biblioteca con más detenimiento. Dentro, se percibía un olor miel y velas.
Magia y física recreativa, de Houdini; Los ilusionistas y sus secretos, de Seldow. A Ryan no le extrañó encontrar eso y decenas de libros más sobre magia y magos. Pero también había obras de T H. White, Shakespeare, Chaucer, los poemas de Byron y Shelley. Desperdigadas entre ellas, localizó cuentos y novelas de Bradbury, Mailer y Fitzgerald. No todos los volúmenes estaban forrados en piel ni eran ediciones antiguas y caras. Ryan pensó en su padre, que conocía de memoria lo que valía cada uno de sus libros, pero que apenas habría leído unos diez volúmenes de cuantos integraban la colección de su biblioteca.
“Tiene un gusto muy ecléctico”, pensó mientras deambulaba por la habitación. Sobre la repisa de la chimenea había unas figuras talladas con personajes de la Tierra Media de Tolkien. Y encima de una mesa se alzaba una escultura metálica muy moderna.
¿Quién era aquel hombre?, se preguntó Ryan. ¿Cómo era en realidad? Todo apuntaba a que se trataba de un hombre con sensibilidad, romántico, fantasioso y, al mismo tiempo, muy realista. La irritó sobremanera tomar conciencia de las ganas que tenía de descubrir totalmente su personalidad.
– ¿Señorita Swan?
Ryan se giró de golpe y se encontró a Link en la puerta de la biblioteca.
– Ho… hola, buenos días -dijo. Tenía la duda de si la expresión del mayordomo era de desaprobación o si no era más que la expresión normal de aquel rostro de facciones desafortunadas-. Perdón, ¿no debería haber entrado? -se disculpó.
Link encogió sus enormes hombros quitándole importancia a la intrusión.
– Pierce habría echado el cerrojo si hubiese querido impedir que entrara.
– Sí, cierto -murmuró Ryan, que no estaba segura de si debía sentirse insultada por la indiferencia con que la trataba Link o divertirse por lo peculiar que éste era.
– Ha dejado recado de que lo espere abajo cuando termine de desayunara
– ¿Ha salido?
– A correr -respondió Link con pocas palabras-. Corre siete kilómetros todos los días.
– ¿Siete kilómetros? -repitió ella. Pero el mayordomo ya estaba dándose la vuelta. Ryan cubrió la distancia hasta la salida de la biblioteca a paso ligero para dar alcance a Link.
– Le prepararé el desayuno -dijo éste.
– Sólo café… té -se corrigió al recordar que Pierce prescindía de la cafeína. No sabía cómo llamar al mayordomo, aunque comprendió que no tardaría en quedarse sin aliento por tratar de seguir su ritmo, de modo que no podría llamarlo de forma alguna. Por fin se decidió a darle un toque en el hombro y él se detuvo-. Link… anoche vi sus partituras en el piano. Espero que no le importe… Es una melodía preciosa. De verdad, una preciosidad.
El mayordomo, que al principio se había limitado a observarla con rostro inexpresivo y a encogerse de hombros, se ruborizó al oír el elogio a su melodía. Ryan se quedó de piedra. Jamás habría imaginado que un hombre tan grandullón pudiera ruborizarse.
– No está terminada -balbuceó mientras su feo y ancho rostro se ponía más y más rojo.
– Lo que está terminado es precioso -insistió sonriente Ryan, conmovida-. Tiene un talento maravilloso.
El mayordomo echó a andar de nuevo, murmuró algo sobre prepararle el desayuno y desapareció rumbo a la cocina. Ryan sonrió, observó la espalda de Link alejarse y entró en el salón donde habían cenado la noche anterior.
Link le llevó una tostada, explicando con una especie de gruñido que tenía que comer algo. Ryan se la terminó obedientemente y pensó en lo que Pierce había comentado sobre apreciar tesoros ocultos. Aunque fuera lo único que sacase de aquella extraña visita, algo sí había aprendido: Ryan estaba convencida de que nunca más volvería a formarse ideas precipitadas de los demás basándose en su aspecto físico.
A pesar de que desayunó con especial lentitud, Pierce seguía sin regresar cuando Ryan terminó la tostada. Como no le apetecía volver al cuarto de abajo, se resignó a continuar esperando mientras daba sorbos a un té que ya se había quedado frío. Finalmente, suspiró, se puso de pie, recogió del suelo el maletín y se encaminó hacia el despacho de la planta baja.
Ryan se alegró al ver que alguien había encendido la luz. La pieza no tenía suficiente iluminación; era demasiado grande para que la luz llegara a todas las esquinas. Pero al menos no sintió la aprensión que había experimentado el día anterior. Esa vez ya sabía qué esperar.
Divisó a Merlín en la jaula y caminó hasta el papagayo. La puerta de la jaula estaba abierta, de modo que Ryan permaneció a un lado, estudiándolo con precaución. No quería darle confianza y que volviese a posarse sobre su hombro. Y menos cuando no estaba Pierce delante para ahuyentarlo luego.
– Buenos días -lo saludó. Sentía curiosidad por averiguar si el papagayo le hablaría estando ella sola.
– ¿Quieres una copa, muñeca? -respondió Merlín mirándola a los ojos.
Ryan rió y decidió que el maestro del papagayo tenía un extraño sentido del humor.
– Así no ligarás nunca conmigo -dijo y se agachó hasta tener a Merlín frente con frente. Ryan se preguntó qué más cosas sabría decir. Estaba convencida de que le habrían enseñado más frases. Pierce tendría paciencia suficiente para hacerlo. Ryan sonrió, optó por hacer partícipe de sus pensamientos al papagayo y continuó la conversación-. ¿Eres un pájaro listo, Merlín? -le preguntó.
– Ser o no ser -contestó el papagayo.
– ¡Anda!, ¡si recita Hamlet! -Ryan sacudió la cabeza en señal de incredulidad.
Luego se dio la vuelta hacia el escenario. Había dos baúles grandes, una cesta de mimbre y una mesa alargada que le llegaba a la cintura. Intrigada Ryan dejó el maletín en el suelo y subió los escalones del escenario. Sobre la mesa había una baraja de cartas, un par de cilindros vacíos, copas y botellas de vino y un par de esposas.
Ryan agarró la baraja y se preguntó fugazmente cómo las marcaría Pierce. No consiguió ver ninguna señal, ni siquiera tras llevarlas a la luz. Las devolvió a la mesa y tomó las esposas. Parecían oficiales, como las que pudiera usar cualquier agente de policía. Eran frías, de acero, poco amistosas. Buscó alguna llave por la mesa, pero no la encontró.