Impresionado por aquella asociación, no sintió entonces calor sino precisamente todo lo contrario, un mordisco de hielo en las ingles y la planta de los pies. Sintió pavor, sin saber cuál era la causa precisa de ese pavor, enredado en una maraña de ideas confusas, entre las que era imposible diferenciar una sensación nauseabunda y la pezuña de Satanás atascada en el barro y un tropel de pájaros muertos cayendo sobre el mundo mientras él, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, permanecía indiferente a ese acontecimiento. Entonces se irguió, levantó una mano asombrada como para iniciar un saludo que se perdió en el vacío, y exclamó aterrorizado: “El Judío Errante”.
En ese momento pitó el tren. Por primera vez en muchos años él no lo oyó. Lo vio entrar en la estación, envuelto en una densa humareda, y oyó la granizada de cisco contra las láminas de cinc oxidado. Pero eso fue como un sueño remoto e indescifrable, del cual no despertó por completo hasta esa tarde, un poco después de las cuatro, cuando dio los últimos toques al formidable sermón que pronunciaría el domingo. Ocho horas después, fueron a buscarlo para que administrara la extremaunción a una mujer.
De manera que el padre no supo quién llegó esa tarde en el tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro vagones desvencijados y descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para quedarse, al menos en los últimos años. Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano; ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin pasar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde. Entonces veía el pueblo al otro lado de la línea -ya encendidas las luces- y le parecía que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.
Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la estación, un muchacho apacible, con nada de particular aparte de su hambre, lo vio desde la ventana del último vagón en el preciso instante en que se acordó de que no comía desde el día anterior. Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel. Y descendió del vagón y atravesó la calle abrasada por el metálico sol de agosto y penetró en la fresca penumbra de una casa situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado de un gramófono. El olfato agudizado por el hambre de dos días le indicó que ése era el hotel. Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo, un letrero que él no había de leer en su vida.
La propietaria estaba encinta con más de cinco meses. Tenía color de mostaza y la apariencia de ser idéntica a su madre cuando su madre estaba encinta de ella. Él pidió “un almuerzo lo más rápido que pueda” y ella, sin tratar de apresurarse, le sirvió un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde. En ese instante pitó el tren. Envuelto en el vapor cálido y saludable de la sopa, él calculó la distancia que lo separaba de la estación e inmediatamente después se sintió invadido por esa confusa sensación de pánico que produce la pérdida de un tren.
Trató de correr. Llegó hasta la puerta, angustiado, pero aún no había dado un paso fuera del umbral cuando se dio cuenta de que no tenía tiempo de alcanzar el tren. Cuando volvió a la mesa se había olvidado de su hambre; vio, junto al gramófono, a una muchacha que lo miraba sin piedad, con una horrible expresión de perro meneando la cola. Por primera vez en todo el día se quitó entonces el sombrero que le había regalado su madre dos meses antes, y lo aprisionó entre las rodillas mientras acababa de comer. Cuando se levantó de la mesa no parecía preocupado por la pérdida del tren ni por la perspectiva de pasar un fin de semana en un pueblo cuyo nombre no se ocuparía de averiguar. Se sentó en un rincón de la sala, con los huesos de la espalda apoyados en una silla dura y recta, y permaneció allí largo rato sin escuchar los discos, hasta que la muchacha que los seleccionaba dijo:
– En el corredor hay más fresco.
Él se sintió mal. Le costaba trabajo iniciarse con los desconocidos. Le angustiaba mirar a la gente a la cara y cuando no le quedaba otro recurso que hablar, las palabras le salían diferentes a como las pensaba. “Sí”, respondió. Y sintió un ligero escalofrío. Trató de mecerse, olvidado de que no estaba en una mecedora.
– Los que vienen aquí ruedan una silla para el corredor que es más fresco -dijo la muchacha. Y él, oyéndola, se dio cuenta con angustia de que ella tenía deseos de conversar. Se arriesgó a mirarla, en el instante en que le daba cuerda al gramófono. Parecía estar sentada allí desde hacía meses, años quizás, y no manifestaba el menor interés en moverse de ese lugar. Le daba cuerda al gramófono, pero su vida estaba fija en él. Estaba sonriendo.
– Gracias -dijo él, tratando de levantarse, de dar espontaneidad a sus movimientos.
La muchacha no dejó de mirarlo; dijo: -También dejan el sombrero en el percherito.
Esta vez sintió una brasa en las orejas. Se estremeció pensando en aquella manera de sugerir las cosas. Se sentía incómodo, acorralado, y otra vez sintió el pánico por la pérdida del tren. Pero en ese instante penetró a la sala la propietaria.
– ¿Qué hace? -preguntó.
– Está rodando la silla para el corredor, como lo hacen todos -dijo la muchacha.
Él creyó advertir un acento de burla en sus palabras.
– No se preocupe -dijo la propietaria-. Yo le traeré un taburete.
La muchacha se rió y él se sintió desconcertado. Hacía calor, un calor seco y plano. Y estaba sudando. La propietaria rodó hasta el corredor un taburete de madera con fondos de cuero. Se disponía a seguirla cuando la muchacha volvió a hablar.
– Lo malo es que lo van a asustar los pájaros -dijo.
Él alcanzó a ver la mirada dura cuando la propietaria volvió los ojos hacia la muchacha. Fue una mirada rápida pero intensa.
– Lo que debes hacer es callarte -dijo, y se volvió sonriente hacia él. Entonces se sintió menos solo y tuvo deseos de hablar.
– ¿Qué es lo que dice? -preguntó.
– Que a esta hora caen pájaros muertos en el corredor -dijo la muchacha.
– Son cosas de ella -dijo la propietaria. Se inclinó a arreglar un ramo de flores artificiales en la mesita de centro. Había un temblor nervioso en sus dedos.
– Cosas mías, no -dijo la muchacha-. Tú misma barriste dos antier.
La propietaria la miró exasperada. Tenía una expresión lastimosa y evidentes deseos de explicarlo todo, hasta cuando no quedara el menor rastro de duda.
– Lo que ocurre, señor, es que antier los muchachos dejaron dos pájaros muertos en el corredor para molestarla, y después le dijeron que estaban cayendo pájaros muertos del cielo. Ella se traga todo lo que le dicen.
Él sonrió. Le parecía muy divertida aquella explicación: se frotó las manos y se volvió a mirar a la muchacha que lo contemplaba angustiada. El gramófono había dejado de sonar. La propietaria se retiró a la otra pieza y cuando él se dirigía al corredor la muchacha insistió en voz baja: