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– Quédate -insistió.

– ¿Para siempre?

Ella se ruborizó ligeramente, y lo separó.

– Embustero -dijo.

Ana se sentía agotada aquella mañana. Pero se contagió de la excitación del pueblo. Recogió más a prisa que de costumbre la ropa para lavar esa semana, y se fue al puerto a presenciar el embarque del negro. Una multitud impaciente esperaba frente a las lanchas listas para zarpar. Allí estaba Dámaso.

Ana lo hurgó con los índices por los riñones.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Dámaso dando un salto.

– Vine a despedirte -dijo Ana.

Dámaso golpeó con los nudillos un poste del alumbrado público.

– Maldita sea -dijo.

Después de encender el cigarrillo arrojó al río la cajetilla vacía. Ana sacó otra del corpiño y se la metió en el bolsillo de la camisa. Dámaso sonrió por primera vez.

– Eres burra -dijo.

– Ja, ja -hizo Ana.

Poco después embarcaron al negro. Lo llevaron por el medio de la plaza, las muñecas amarradas a la espalda con una soga tirada por un agente de la policía. Otros dos agentes armados de fusiles caminaban a su lado. Estaba sin camisa, el labio inferior partido y una ceja hinchada, como un boxeador. Esquivaba las miradas de la multitud con una dignidad pasiva. En la puerta del salón de billar, donde se había concentrado la mayor cantidad de público para participar de los dos extremos del espectáculo, el propietario lo vio pasar moviendo la cabeza. El resto de la gente lo observó con una especie de fervor.

La lancha zarpó en seguida. El negro iba en el techo, amarrado de pies y manos a un tambor de petróleo. Cuando la lancha dio la vuelta en la mitad del río y pitó por última vez, la espalda del negro lanzó un destello.

– Pobre hombre -murmuró Ana.

– Criminales -dijo alguien cerca de ella-. Un ser humano no puede aguantar tanto sol.

Dámaso localizó la voz en una mujer extraordinariamente gorda, y empezó a moverse hacia la plaza.

– Hablas mucho -susurró al oído de Ana-. Lo único que falta es que te pongas a gritar el cuento.

Ella lo acompañó hasta la puerta del billar.

– Por lo menos anda a cambiarte -le dijo al abandonarlo-. Pareces un pordiosero.

La novedad había llevado al salón una clientela alborotada. Tratando de atender a todos, don Roque servía a varias mesas al mismo tiempo. Dámaso esperó a que pasara junto a él.

– ¿Quiere que lo ayude?

Don Roque le puso enfrente media docena de botellas de cerveza con los vasos embocados en el cuello.

– Gracias, hijo.

Dámaso llevó las botellas a la mesa. Tomó varios pedidos, y siguió trayendo y llevando botellas, hasta que la clientela se fue a almorzar. Por la madrugada, cuando volvió al cuarto, Ana comprendió que había estado bebiendo. Le cogió la mano y se la puso en el vientre de ella.

– Tienta aquí -le dijo-. ¿No sientes?

Dámaso no dio ninguna muestra de entusiasmo.

– Ya está vivo -dijo Ana-. Se pasa la noche dándome pataditas por dentro.

Pero él no reaccionó. Concentrado en sí mismo, salió al día siguiente muy temprano y no volvió hasta la medianoche. Así transcurrió la semana. En los escasos momentos que pasaba en la casa, fumando acostado, esquivaba la conversación. Ana extremó su solicitud. En cierta ocasión, al principio de su vida en común, él se había comportado de igual modo, y entonces ella no lo conocía tanto como para no intervenir. Acaballado sobre ella en la cama, Dámaso la había golpeado hasta hacerla sangrar.

Esta vez esperó. Por la noche ponía junto a la lámpara una cajetilla de cigarrillos, sabiendo que él era capaz de soportar el hambre y la sed, pero no la necesidad de fumar. Por fin, a mediados de julio, Dámaso regresó al cuarto al atardecer. Ana se inquietó, pensando que él debía estar muy aturdido cuando venía a buscarla a esa hora. Comieron sin hablar. Pero antes de acostarse, Dámaso estaba ofuscado y blando, y dijo espontáneamente:

– Me quiero ir.

– ¿Para dónde?

– Para cualquier parte.

Ana examinó el cuarto. Las carátulas de revistas que ella misma había recortado y pegado en las paredes hasta empapelarlas por completo con litografías de actores de cine, estaban gastadas y sin color. Había perdido la cuenta de los hombres que paulatinamente, de tanto mirarlos desde la cama, se habían ido llevando esos colores.

– Estás aburrido conmigo -dijo.

– No es eso -dijo Dámaso-. Es este pueblo.

– Es un pueblo como todos.

– No se pueden vender las bolas.

– Deja esas bolas tranquilas -dijo Ana-. Mientras Dios me dé fuerzas para aporrear ropa no tendrás que andar aventurando. -Y agregó suavemente después de una pausa-: No sé cómo se te ocurrió meterte en eso.

Dámaso terminó el cigarrillo antes de hablar.

– Era tan fácil que no me explico cómo no se le ocurrió a nadie -dijo.

– Por la plata -admitió Ana-. Pero nadie hubiera sido tan bruto de traerse las bolas.

– Fue sin pensarlo -dijo Dámaso-. Ya me venía cuando las vi detrás del mostrador, metidas en su cajita, y pensé que era mucho trabajo para venirme con las manos vacías.

– La mala hora -dijo Ana.

Dámaso experimentaba una sensación de alivio.

– Y mientras tanto no llegan las nuevas -dijo-. Mandaron decir que ahora son más caras y don Roque dice que así no es negocio. -Encendió otro cigarrillo, y mientras hablaba sentía que su corazón se iba desocupando de una materia oscura.

Contó que el propietario había decidido vender la mesa de billar. No valía mucho. El paño roto por las audacias de los aprendices había sido remendado con cuadros de diferentes colores y era necesario cambiarlo por completo. Mientras tanto, los clientes del salón, que habían envejecido en torno al billar, no tenían ahora más diversión que las transmisiones del campeonato de béisbol.

– Total -concluyó Dámaso-, que sin quererlo nos tiramos al pueblo.

– Sin ninguna gracia -dijo Ana.

– La semana entrante se acaba el campeonato -dijo Dámaso.

– Y eso no es lo peor. Lo peor es el negro.

Acostada en su hombro, como en los primeros tiempos, sabía en qué estaba pensando su marido. Esperó a que terminara el cigarrillo. Después, con voz cautelosa, dijo:

– Dámaso.

– ¿Qué pasa?

– Devuélvelas.

Él encendió otro cigarrillo.

– Eso es lo que estoy pensando hace días -dijo-. Pero la vaina es que no encuentro cómo.

Así que decidieron abandonar las bolas en un lugar público. Ana pensó luego que eso resolvía el problema del salón de billar, pero dejaba pendiente el del negro. La policía habría podido interpretar el hallazgo de muchos modos sin absolverlo. No descartaba tampoco el riesgo de que las bolas fueran encontradas por alguien que en vez de devolverlas se quedara con ellas para negociarlas.

– Ya que se van a hacer las cosas -concluyó Ana-, es mejor hacerlas bien hechas.

Desenterraron las bolas. Ana las envolvió en periódicos, cuidando de que el envoltorio no revelara la forma del contenido, y las guardó en el baúl.

– Es cosa de esperar una ocasión -dijo.

Pero en espera de la ocasión transcurrieron dos semanas. La noche del 20 de agosto -dos meses después del asalto- Dámaso encontró a don Roque sentado detrás del mostrador, sacudiéndose los zancudos con un abanico de palma. Su soledad parecía más intensa con la radio apagada.

– Te lo dije -exclamó don Roque con un cierto alborozo por el pronóstico cumplido-. Esto se fue al carajo.

Dámaso puso una moneda en el tocadiscos automático. El volumen de la música y el sistema de colores del aparato le parecieron una ruidosa prueba de su lealtad. Pero tuvo la impresión de que don Roque no lo advirtió. Entonces acercó un asiento y trató de consolarlo con argumentos ofuscados que el propietario trituraba sin emoción, al compás negligente de su abanico.