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Y está todo: la Virgen con el niño; al flanco,San José (algunos tienen la buena fortunaDe ver su vara); y el buen burrito blancoTrota que trota los campos de la luna.

Los chinos, en cambio, hablan de la liebre lunar. El Buddha, en una de sus vidas anteriores, padeció hambre; para alimentarlo, una liebre se arrojó al fuego. El Buddha, como recompensa, envió su alma a la luna. Ahí, bajo una acacia, la liebre tritura en un mortero mágico las drogas que integran el elixir de la inmortalidad. En el habla popular de ciertas regiones, esta liebre se llama el doctor, o liebre preciosa, o liebre de jade.

De la Liebre común se cree que vive hasta los mil años y que encanece al envejecer.

LA MADRE DE LAS TORTUGAS

VEINTIDÓS siglos antes de la era cristiana, el justo emperador Yü el Grande recorrió y midió con sus pasos las Nueve Montañas, los Nueve Ríos y los Nueve Pantanos y dividió la tierra en Nueve Regiones, aptas para la virtud y la agricultura. Sujetó así las Aguas que amenazaban inundar el Cielo y la Tierra; los historiadores refieren que la división que impuso al mundo de los hombres le fue revelada por una tortuga sobrenatural o angelical que salió de un arroyo. Hay quien afirma que este reptil, madre de todas las tortugas, estaba hecho de agua y de fuego; otros le atribuyen una sustancia harto menos común: la luz de las estrellas que forman la constelación del Sagitario. En el lomo se leía un tratado cósmico titulado el Hong Pan (Regla General) o un diagrama de las Nueve Subdivisiones de ese tratado, hecho de puntos blancos y negros.

Para los chinos, el cielo es hemisférico y la tierra es cuadrangular; por ello, descubren en las tortugas una imagen o modelo del universo. Las tortugas participan, por lo demás, de la longevidad de lo cósmico; es natural que las incluyan entre los animales espirituales (junto al unicornio, al dragón, al fénix y al tigre) y que los augures busquen presagios en su caparazón.

Than-Qui (tortuga-genio) es el nombre de la que reveló el Hong Fan al emperador.

LA MANDRÁGORA

COMO el borametz, la planta llamada mandrágora confina con el reino animal, porque grita cuando la arrancan; ese grito puede enloquecer a quienes lo es-cuchan (Romeo y Jnlieta, IV, 3). Pitágoras la llamó antropomorfa; el agrónomo latino Lucio Columela, semi-homo, y Alberto Magno pudo escribir que las mandrágoras figuran la humanidad, con la distinción

de los sexos. Antes, Plinio había dicho que la mandrágora blanca es el macho y la negra es la hembra. También, que quienes la recogen trazan alrededor tres círculos con la espada y miran al poniente; el olor de las hojas es tan fuerte que suele dejar mudas a las personas. Arrancarla era correr el albur de espantosas calamidades; el último libro de la Gnerra jndia de Flavio Josefo nos aconseja recurrir a un

perro adiestrado. Arrancada la planta, el animal muere, pero las hojas sirven para fines narcóticos, mágicos y laxantes.

La supuesta forma humana de las mandrágoras ha sugerido a la superstición que éstas crecen al pie de los patíbulos. Browne (Pseudodoxia epid emi ca, 1646) habla de La grasa de los ahorcados; el novelista popular Hanns Heinz Ewers (Alraune, 1913), de la simiente. Mandrágora, en alemán, es Alraune; antes se dijo Alruna; la palabra trae su origen de runa, que significó misterio, cosa escondida, y se aplicó después a los caracteres del primer alfabeto germánico.

El. Génesis (XXX, 14) incluye una curiosa referencia a las virtudes generativas de la mandrágora. En el siglo XII, un comentador judeoalemán del Taimad escribe este párrafo:

Una especie de cuerda sale de una raíz en el suelo y a la cuerda está atado por el ombligo, como una calabaza, o melón, el animal llamado yada'a, pero el yadu´a es en todo igual a los hombres: cara, cuerpo, manos y pies. Desarraiga y destruye todas las cosas, hasta donde alcanza la cuerda. Hay que romper la cuerda con una flecha, y entonces muere el animal.

El médico Discórides identificó la mandrágora con la circea, o hierba de Circe, de la que se lee en la Odisea, en el libro X: "La raíz es negra, pero la flor es como la leche. Es difícil empresa para los hombres arrancarla del suelo, pero Los dioses son todopoderosos."

EL MANTICORA

PLINIO (VIII, 30) refiere que, según Ctesias, médico griego de Artajerjes Mnemón:

hay entre los etíopes un animal llamado mantícora; tiene tres filas de dientes que calzan entre sí como los de un peine, cara y orejas de hombre, ojos azules, cuerpo carmesí de león y cola que termina en un aguijón, como los alacranes. Corre con suma rapidez y es muy aficionado a la carne humana; su voz es parecida a la consonancia de la flauta y de la trompeta.

Flaubert ha mejorado esta descripción; en las últimas páginas de la Tentación de San Antonio se lee:

El Manticora (gigantesco león rojo, de rostro humano, con tres filas de dientes):

– Los tornasoles de mi pelaje esc"data se mezclan a la reverberación de las grandes arenas. Soplo por mis narices el espanto de las soledades. Escupo la peste. Devoro los ejércitos, cuando éstos se aventuran en el desierto.

Mis ui~as están retorcidas como barrenos, mis dientes están tallados en sierra; y mi cola, que gira, está erizada de dardos que lanzo a derecha, a izquierda, para adelante, para atrás. ¡Mira, mira!

El Mautícora arroja las púas de la cola, que irradian como flechas en todas direcciones. Llueven gotas de sangre sobre el follaje.

EL MINOTAURO

LA IDEA de una casa hecha para que la gente se pierda es tal vez más, rara que la de un hombre con cabeza de toro, pero las dos se ayudan y la imagen del laberinto conviene a la imagen del minotauro. Queda bien que en el centro de una casa monstruosa haya un habitante monstruoso.

El minotauro, medio toro y medio hombre, nació de los amores de Pasifae, reina de Creta, con un toro blanco que Poseidón hizo salir del mar. Dédalo, autor del artificio que permitió que se realizaran tales amores, construyó el laberinto destinado a encerrar y a ocultar al hijo monstruoso. este comía carne humana; para su alimento, el rey de Creta exigió anualmente de Atenas un tributo de siete mancebos y de siete doncellas. Teseo decidió salvar a su patria de aquel gravamen y se ofreció voluntariamente. Ariadna, hija del rey, le dio un hilo para que no se perdiera en los corredores; el héroe mató al minotauro y pudo salir del laberinto. Ovidio, eh un pentámetro que trata de ser ingenioso, habla del hombre mitad toro y toro mitad hombre; Dante, que conocía las palabras de los an-tiguos pero no sus monedas y monumentos, imaginó al minotauro con cabeza de hombre y cuerpo de toro (Inlierno, XII: 1-30).

El culto del toro y de la doble hacha (cuyo nombre era labrys, que luego pudo dar laberinto) era típico de las religiones prehelénicas, que celebraban tauromaquias sagradas. Formas humanas con cabeza de toro figuraron, a juzgar por las pinturas murales, en la demonología cretense. Probablemente, la fábula griega del minotauro es una tardía y torpe versión de mitos antiquísimos, la sombra de otros sueños aún más horribles.