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– Lo que me extraña es que un junker como Von Bülov no sea más estirado.

Le respondí que el sufrimiento había suavizado su rigidez militar, de la que conservaba, según mis últimas observaciones, cierta propensión al taconazo como saludo generalmente audible. Rió.

– Ya me encargaré yo de quitarle esa costumbre -y cuando dijo esto, se ensombreció de repente: hasta entonces, y por un tiempo no medido, el sol había brillado para los dos.

– ¿Y Eva Gradner?

– No lo sé, pero puede estar ahora mismo entrando en este salón, o quizá, con mucha suerte, acercándose a la puerta.

Le relaté con detalle todo lo acontecido desde mi llegada a Berlín, la aparición de mis perseguidores y las restantes peripecias de mi fuga, todo lo cual pareció entretenerla y aun divertirla en algunos momentos, pero volvió a ensombrecerse cuando me oyó decir:

– Es inevitable que me encuentre. Puedo burlarla con más o menos fortuna, puedo incluso evitarla por unas horas si paso a la zona del Este, y pienso hacerlo esta noche si me da tiempo, pero llegará un momento en que sus cien lobos me cerquen y en que ella se dirija hacia mí y me pregunte si soy… ¿quién? ¿Maxwell o De Blacas? Ignoro lo que sucedió en mi ausencia, y si me persigue con un nombre o con otro. Ayer, al hablar con ella por teléfono, procuré despistarla y hacerle creer que Maxwell y De Blacas son personas diferentes, pero ignoro el efecto de mis palabras.

Irina cogió mi mano.

– ¿Vas a dejar que te detenga?

– No sé lo que voy a hacer, pero no puedo huir indefinidamente: ni sé hacerlo, ni tiene más sentido que una dilación necesaria, ésta de vernos u otra semejante. Mi detención, en todo caso, puede ser el principio de nuestra libertad. Me apesadumbraba, estos días, el no saber de ti. Me hallaba como arrebatado, como si mi inteligencia funcionase con el embarazo de una situación sentimental insoluble. Sentía, además, la pesadumbre de soportar a Maxwell, la irritación de serlo. ¿Sabes que descubrí que cada personalidad, lo mismo que te abre puertas, te las cierra? Como Maxwell, jamás hubiera podido entrar en casa del doctor Wagner, pero tampoco hubiera acertado a colocar en tu dedo ese anillo que nos une. Te hubiera urgido que nos fuéramos a la cama, y tú te habrías negado.

Bajó los ojos.

– Con Maxwell, sí -se llevó las manos a la cabeza-. ¡Maxwell, qué horror!

Pensé que Mathilde no sentía del mismo modo, y sentí hacia Maxwell, acaso ya sólo posible como recuerdo, cierta simpática conmiseración.

– Conviene olvidarlo, conviene incluso que yo lo olvide. Su peligro no era el mío. Creo que, como Von Bülov, dispongo de más recursos. No es lo mismo ser un agente perseguido que un profesor bien visto.

Me interrumpió:

– También estoy en peligro, y hasta alguien de los míos desconfía de mí, pero tengo que hacerles frente yo sola. No puedo abandonar al niño de la señora Fletcher. Acepté este servicio forzada: lo sabes bien; ahora me siento moralmente comprometida a continuarlo, aunque con deseo de salir adelante, de triunfar. No creo que la señora Fletcher oculte en su memoria el secreto de un arma decisiva, de modo que la ayudo sin el menor escrúpulo. La señora Fletcher no sabe nada de nada: si así no fuera, se comportaría de otro modo. Quien lleva dentro un secreto, por bien que lo guarde, por mucho que disimule, alguna vez tiene que estar sobre sí, alguna vez desconfía. A la señora Fletcher la encuentro incluso algo boba, más preocupada de lo debido, de lo que dicen de ella los periódicos. Pero su niño es otra cosa, y al niño lo defenderé con mi vida… -me miró- como te defendería a ti.

– ¿Das por sentado que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla ya no tiene poder?

Se echó a reír, aunque comedidamente.

– Te juro que lo había olvidado… y, sin embargo, eres tú, estás aquí, y es a ti a quien amo y con quien acabo de comprometerme, aunque como siempre, por un cuerpo interpuesto.

Cerró los ojos.

– Eric von Bülov. ¿Para siempre? ¿O cambiarás alguna vez?

– Sólo si en nuestro camino encuentras a alguien que te agrade más que… éste a quien ahora quiero llamar yo.

– Me gustas. Estoy contenta. Y empiezo a tener otra vez esperanza de que no me hayas puesto este anillo vanamente.

– No obstante, al menos por última vez, tendré que actuar como el que fui, y, ¿quién sabe si me veré obligado a nuevas metamorfosis? Aún no sé con qué armas tengo que defenderme de Eva Gredner, con qué armas tengo que destruirla. En cualquier caso, Von Bülov será siempre el puerto al que regrese, el lugar de descanso en que nos encontraremos. Tengo que deshacerme de Eva, entregarla a los del Este para que la estudien… Imagina su cuerpo desnudo, acostado en una mesa fría, como si fuera la de un quirófano. Le habrán rasgado ese plástico exquisito de que está hecha su piel; se la habrán rasgado desde la garganta al sexo, y habrá quedado al descubierto un bandullo de cables sutiles y de transistores microscópicos; le habrán trepanado el cerebro, donde encierra el misterioso ordenador que la rige, los diminutos radares que le sirven de ojos, y quizás esa célula implacable que le permite perseguirme. Un equipo de estudiantes vestidos con batas blancas se encargará de desmontarla, de clasificar sus componentes, de reconstruir su estructura, y un día cualquiera, un profesor especialista, o varios, con lo que queda de Eva Grodner en el centro de un anfiteatro fascinado, iniciarán explicaciones acerca de su invención, composición y funcionamiento. Que después decidan copiarla o simplemente destruirla, es cosa que ya no me interesa. En cuanto a sus secuaces, esas cien repeticiones con ligeras variantes de Humphrey Bogart, al faltar ella, quedarán como pasmados, y la policía militar, debidamente alertada, recogerá de las esquinas agentes secretos en situación de paro, inútiles soldados a quienes habrá que inventar otro sargento. Pero el posible doble de Eva Gredner ignorará la existencia de Von Bülov y del Maestro de las huellas: se habrá perdido en la niebla para siempre. Antes de esto, a la señora Fletcher, con su niño, la habremos devuelto a su marido, y allá ellos.

Llevábamos tiempo hablando. Me había demorado en la descripción y en el relato de mis andanzas. No había omitido la visita a Mathilde y la noticia de las anteriores relaciones de Maxwell con ella. Incluso me atreví a planear, en sus líneas generales, algo de nuestro futuro. Irina, de repente, se dio cuenta de que era tarde, pero con especial emoción quizás excesiva, como si temiera que, por retrasarse media hora, fueran a robarle el niño.

– Espérame. Voy a telefonear, no sea que se alarmen…

Tardó algo, volvió agitada: me trajo la noticia de que alguien, una mujer americana, revestida de mucha autoridad y de bastante impertinencia, había llegado a casa del profesor Wagner en busca de un tal agente Maxwell que había estado allí. El profesor Wagner se había opuesto a sus pretensiones de registro, había telefoneado a alguien importante; Eva Grodner se tuvo que marchar…

– La imagino llegando, si no ha llegado ya. Vámonos. Como a ti te ignora, puedes coger un taxi. Yo escaparé en mi coche, y no pases cuidado, porque esta noche dormiré en Berlín Oriental. Pero mañana…

– ¿Podrás llegar hasta el parque adonde voy con el niño? A las doce.

Salimos. Íbamos a despedirnos cuando pasó el coche rojo de Eva Gredner con Eva Gredner al volante: tensa, la mirada fija, como obsesa, como fatal. La vimos detenerse, y entrar en el salón de té con paso elástico, armonioso.

– Dame un beso.

Nunca puede computarse la duración de un beso, y, bien pensado, acaso resulte impropio cualquier cálculo. Un beso es una comunicación esencial, más allá de contingencias históricas y circunstanciales; por supuesto, independiente del tiempo y del espacio. Un beso puede eternizarse en el rincón de una calle tranquila, adonde llega la luz tenue de un farol de gas. Ella está en la acera, él en la calzada, y él se inclina un poco porque es muy alto, este profesor Von Bülov que acaba de descubrir el mundo, y a quien el contacto con Irina sacude el cuerpo, a quien el olor de Irina exalta con exaltación desconocida.

– Gracias.

Cuando Eva Grodner apareció, ya de regreso, en la puerta del salón de té, al aire su cabeza, husmeando en el aire las huellas, Irina sacó apresuradamente algo de su bolso. Me dio unos papeles.