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– Desearía tener una entrevista a solas con Miss Gradner.

– ¿A solas? ¡Está usted loco! ¿Por qué a solas? ¡De ninguna manera!

– No estoy armado, coronel Peers: llevo encima de mí un puñalito con valor sentimental que no tengo inconveniente en entregarle, a condición de que después me lo devuelva. Puede usted, si lo desea, cachearme, pero tenga además en cuenta que Miss Gradner oculta una pistola en su bolso y que en su departamento de Nueva York guarda, entre otros talmente hermosos, varios trofeos de tiro.

– ¿Para qué quiere hablar conmigo a solas?

Si soy ese que usted sospecha, no será la primera vez, según usted misma ha relatado. Hace dos años, en Norteamérica; hace unos días en París. ¿No lo recuerda? Y no tuvo miedo.

– Yo no tengo miedo a nadie, pero aun así, no veo razón suficiente.

– ¿Por qué no accede, señorita? -intervino Garnier-. Después de todo, parece razonable que el acusado tenga que decir algo a solas a su acusador.

– Pero, antes, déme el puñal, Von Bülov.

Me aproximé a Peers con el puñal en la mano, el que una noche, ya casi remota, me había amenazado. Lo tomó Peers, lo puso encima de la mesa.

– Acérquese.

Me cacheó en un santiamén, hábilmente.

– Caballeros, si no estoy equivocado, aquella puertecilla conduce a una salita que no desconozco. La preside el retrato de Eisenhower, ¿verdad?, una fotografía que no le favorece. No tiene más salida que ésa. ¿Les parece el lugar adecuado?

Nos escoltaron hasta la puerta a Eva y a mí; comprobaron que por dentro no había llave ni pestillo. Antes de cerrar, les dije:

– Media hora, caballeros; todo lo más media hora.

Eva se movía con torpeza: su mecanismo no se había hecho cargo de la situación, quizá todo hubiera sido demasiado rápido. Esperé a que manifestara su habitual tranquilidad, y la muestra fue esta pregunta que me hizo:

– ¿Qué es lo que quiere decirme? ¿Para qué me ha traído aquí?

Me mantuve alejado. Incluso me senté.

– ¿Recuerda, Miss Gradner, que ayer me persiguió hasta una barrera de Berlín Este?

– Sí, claro.

– ¿Y que no la dejaron pasar?

– Es cierto, pero, ¿qué tiene que ver con usted?

Me levanté, me aproximé, le hablé amistosamente.

– Su pasaporte está extendido a nombre de Mary Quart. Y en este pase de fronteras que le entrego, válido para esta tarde, figura el mismo nombre. Mary Quart, americana. Le será necesario, Miss Gradner, cuando deje de pensar en mí y conceda a la señora Fletcher la debida atención. La señora Fletcher va a pasar a Berlín Este, y usted tendrá que seguirla, que perseguirla.

Las computadoras resuelven rápidamente los problemas aritméticos más arduos, pero las situaciones humanas tardan unos segundos más. Mary Quart, llamada realmente Miss Gredner, se mantuvo callada unos instantes más de los requeridos por la respuesta.

– ¿Qué sabe de la señora Fletcher?

– Que esta tarde, después de las cinco, pasará la barrera de la puerta de Brandeburgo. Nadie podrá evitarlo, salvo usted, si se encuentra allí a esa hora con su gente y le impide la entrada.

Alargó la mano.

– A ver ese papel.

El pase de fronteras estaba ya en mi derecha. Se lo tendí. Cuando iba a cogerlo, agarré su mano y le miré a los ojos. Yo sabía que no cumplían otra función que la de completar la semejanza de aquel artilugio con una figura humana, y, todo lo más, de cooperar en un sistema de seducción erótica. No obstante, le miré a los ojos, y sus ojos quedaron quietos. Empezó a decir:

– ¿Qué es lo que…?

No pasó de ahí. Y en seguida sentí que por mi mano penetraba un fluido y que mi cuerpo se trasmudaba difícilmente, como si la operación exigiese trámites de lentitud insólita, desconocidos engorros. El cuerpo de Eva Gredner no perdía el vigor, sino sólo el movimiento y quizá un poco de color. No se derrumbó, fláccida, en la alfombra, sino que quedó quieta y erguida. Cuando solté su mano, el brazo cayó, inerte. Tenía que desnudarme de mis ropas y vestir las de ella, pero tardé en hacerlo, no sé cuánto tardé; porque me dominaba una sensación extraña, indescriptible. ¿Con qué palabras podrá contarse, con qué imágenes describirse, la sensación de que las venas, los músculos, las vísceras, los nervios, se cambien en un sistema complejo de materia electrónica, que sustituye la conciencia de la vida por la de un artefacto? Me sentí mecanismo, fui mecanismo, perdí el calor y mi energía humana se trasmudó en mera fuerza motriz que iba y venía, como la sangre, desde el cerebro a las extremidades. Quizás hubiera debido conceder algún tiempo a vivir la experiencia de lo que sucedía, pero la transformación no me había obnubilado: detrás del mecanismo seguía siendo yo, y yo tenía que sustituir por poco tiempo, pero tiempo decisivo, a Miss Gredner. Me desnudé, la desnudé, me puse sus ropas, salí al salón. Los coroneles seguían reunidos junto a la chimenea, dos sentados, dos de pie. Se sorprendieron al verme. Me acerqué con mi mejor contoneo, hablé con la dulzura máxima compatible con una orden.

– Coronel Peers, con todo este jaleo, olvidé decirle que debe usted telefonear en seguida para que cese sin dilación la vigilancia de la señora Fletcher. Deben permitirle que se mueva libremente por Berlín… al menos durante veinticuatro horas a partir de ahora mismo.

– Pero… ¿en libertad? ¿La señora Fletcher sin vigilancia?

– Sin esos vigilantes, coronel; sin esos a los que usted puede dar órdenes. Agentes demasiado conocidos, trabajo inútil. El enemigo se emplea a fondo, pero equivocadamente: hay que engañarlo más aún. No pase cuidado porque, en realidad, la señora Fletcher seguirá vigilada. Acerca del asunto, traigo instrucciones concretas. ¿Ve esto, coronel?

Le mostré el pase, sin soltarlo. Peers lo leyó rápidamente.

– ¿Mary Quart? ¿Quién es Mary Quart?

– Yo soy Mary Quart. ¿No estaba usted informado? Guardé el papel en el bolso y, al retirarme, hice una cucamona al coronel Preston, algo más que una sonrisa, algo menos que un beso.

Eva Gredner había quedado oculta tras un sofá. Pasé más trabajos al vestirla que al desnudarla: imagino que otro tanto le sucederá a la mayor parte de los hombres. La levanté, la senté, y mientras mi mano derecha tomaba la suya, busque con la izquierda un botoncito oculto un poco más arriba de la nuca, entre el cabello. Se había discutido mucho entre los diecisiete sabios responsables de Eva Gredner, el lugar en que había de situarse el resorte que le permitiera recibir instrucciones. Alguien había propuesto que un pezón, mejor que el otro, el izquierdo, quizá por simpatía ideológica; pero esta propuesta, resueltamente parcial, había sido melancólicamente desestimada, habida cuenta de que si a cualquier amante de Eva se le ocurría apretárselo, lo más seguro sería que la muñeca se saliera repitiendo las palabras estúpidas del amor, si no le daba por descubrir algún secreto profesional. Prosperó la idea del occipucio, y allí estaba el lugar, más blando que el resto de la cabeza, un redondelito que se hundía al aplicarle un dedo. Eva recobraba la vida. Aproveché el espacio indeciso entre la inconsciencia y la clarividencia, para decirle:

– Esta tarde, a las cinco menos diez, la señora Fletcher y su hijo pasarán la barrera de la puerta de Brandeburgo. Tú estarás allí, con tu coche, a las cinco menos cinco, y sólo entonces, te darás cuenta de que has sido traicionada, porque tenías la obligación de evitar que la señora Fletcher se reuniera con su marido. Entonces, a las cinco en punto, pasarás la barrera gracias a ese papel que llevas en el bolso, extendido a nombre de Mary Quart. Debes presentarlo, juntamente con el pasaporte, y decir que deseas ver cuanto antes al coronel Wieck. El coronel Wieck es el jefe de los Servicios Secretos del sector y te recibirá en seguida…

Algo más le dije al oído, mientras oprimía la blandura redonda de su occipucio. El fluido trasvasado iba volviendo a Eva Gredner y su cuerpo rígido se flexibilizaba. Lo interrumpí, sin embargo, cuando aún me quedaba dentro un pequeño pedazo de su vida. Pronto Eva Gardner se vería obligada a repostar.

– ¿Qué hace tan cerca de mí? -me preguntó.