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3

Telefoneé a Irina.

– Estaba inquieta. ¿Qué sucedió?

– Ahora no puedo contártelo, pero todo va bien. A las cinco menos cuarto en punto, con la madre y el niño, sin precauciones. Ni un minuto después. Estaré allí.

Quedaba un tiempo hasta entonces: quise llenarlo. Fui a pie al hotel, pedí habitación para una profesora que llegaría aquella noche, y, como mínima cautela, aunque también por razones sentimentales, encargué dos pasajes para París en el primer avión del día siguiente.

– Estaré unos días fuera -comuniqué al rector-: algo inesperado que ha sucedido en Francia.

Conté el dinero que me quedaba y lo consideré suficiente: en París podría procurarme más. Después, tomé algo en un restaurante que Von Bülov frecuentaba, uno de esos rincones en que la vieja aristocracia se refugia a ciertas horas: subsistentes, a duras penas, durante el tiempo nazi, y también a duras penas decorados: anticuada, evocadoramente. Detrás de unas palmeras profusas, tocaban la Sonata a Kreutzer, y el camarero vestía frac color tabaco abotonado en oro. Me vino a saludar el patrón, me preguntó por mis viejas tías y por las viejas mansiones al otro lado del Telón.

– ¡Ya no quedamos más que nosotros! -suspiró en un momento.

El camarero dio por supuesto que lo de siempre: por fortuna, «lo de siempre» incluía media botella de vino del Rin, y, para hacer boca, rábanos, y la Prensa del día. Al pedir un segundo café, el camarero se sorprendió, pero me apresuré a justificarme con el frío, con la niebla y con que había dormido poco. Un taxista al que di instrucciones bastante vagas, encontró el lugar del parque en que había dejado mi coche aquella mañana. Tenía el papel de una multa debajo del limpiaparabrisas: corrí a hacerla efectiva, no fuera que una dilación mancillase el buen nombre de Von Bülov. De paso, pedí disculpas por haber abandonado mi automóvil durante tanto tiempo, y así entretuve otro pedazo de tiempo con la señorita que me cobró la multa, y a la que la conversación sobre la persistencia de la niebla no pareció fatigar. ¡Una hora todavía! Me daban ganas de telefonear otra vez a Irina, quizá de echar a perder lo que iba saliendo bien: me contuve, pero di una vuelta curiosa con el coche por los alrededores de Grossalmiralprinz-Frederikstrasse: dos vigilantes habían desaparecido, y los dos que quedaban podían ser protectores. Sin embargo, mi calma empezaba a naufragar en la impaciencia refrenada. Dejé el coche cerca de un cine, entré en la sala: proyectaban una película de guerra, en la que quedaban mal los alemanes del pasado, para masoquista fruición de los alemanes del presente. No puedo decir que Von Bülov participase de aquellos sentimientos, sino que se mantenía al margen y por encima, con algo de ironía y algo de pena. Pero de pronto, me sentí sacudido por el recuerdo de los iconos y de las velas de Irina. ¿Habría cumplido su compromiso Madame la concièrge, o lo habría olvidado y estarían a oscuras la estancia y las imágenes? Se me representaron el vago, dorado, tenue resplandor de aquella noche, y las palabras de Irina, escritas en su despedida, de que las velas encendían una oración. Yo no creía en nada, yo no podía orar, pero siempre había confiado en que las velas lo hicieran por los dos, voces mudas hacia el Dios que Irina había tenido cerca. Inquieto, con los ojos cerrados, repudiando la música que oía, permanecí un rato angustioso en el cine; hasta que no pude aguantar más, hasta que me levanté y salí, a sabiendas de que me sobraría tiempo, media hora, acaso menos. El camino hacia la Puerta de Brandeburgo fue difícil, había que conducir con precauciones, los coches eran fantasmas inesperados y efímeros; bulto informe y ruido. «¿No ve por dónde camina, imbécil?» ¿Y si Irina tenía un accidente? No de muerte, pero que la retrasase. ¡Qué difícilmente podía frenar mis imaginaciones desalentadas! Llegué después de dejar el coche bien parqueado, a las cinco menos veinte. El lugar donde me embosqué quedaba al lado del carril por donde Irina forzosamente tenía que pasar, y estaba seguro de verla en el interior del coche que la llevase. Fue puntuaclass="underline" me vio y me saludó; también me saludó la señora Fletcher, con el niño dormido en brazos. Se me sosegó el corazón, pero volví a inquietarme al pensar que, a lo mejor, Wieck, o alguien por encima de él, no hubiera aceptado mis condiciones, y al quedarse con la señora Fletcher y su niño, retuviesen a Irina. Miraba el reloj, miraba hacia el lugar por donde Irina tenía que volver: adiviné su figura a las cinco menos nueve minutos, la recibí en mis brazos a las cinco menos ocho, sólo me desasí al decirle:

– ¡Ahora va a pasar Eva Gradner! Cruzará la barrera. ¡Qué lástima que la niebla no nos permita contemplar nuestro triunfo!

La solté, pero no enteramente: quedábamos cogidos por la cintura, como las parejas jóvenes cuando pasean en primavera. Y cada uno sentía la palpitación del otro. Eva llegó a su hora. Había tres coches delante del suyo. La vimos al volante, con una boina negra y un pitillo en la boca. Ella también me vio, o fue su célula maldita la que sorbió mi rastro. Me miró. ¿Me miró? Al menos sus grandes ojos se posaron en mí. Le quedó el camino libre y arrancó. Al pasar delante de nosotros, sacó por la ventanilla la mano armada, disparó sobre mí y se la tragó la niebla. Irina se había interpuesto, y recibió el balazo. Gritó «¡Gospodi!», y resbaló por mi cuerpo.

Había gritado «¡Gospodi!», que en ruso quiere decir «Dios», o «Señor». No enteramente un grito, sino sólo el comienzo. Bajó el tono conforme iba muriendo, hasta acabar con un estertor áspero, casi inaudible. Así:

¡GOSPODI…!

Me agaché, la apoyé en mis rodillas, le desabroché el abrigo, rompí la blusa: la bala había rasgado la piel por encima del pecho izquierdo. De la brecha salía un humillo azul, y asomaban, enmarañados, unos cables sutiles.

EPÍLOGO

1

¿Tendría que elegir entre el dolor, la rabia y el espanto? Como el de vientos que chocan, me cogió un remolino y me zarandeó el corazón, mientras mi cuerpo, arrodillado, sostenía la cabeza de Irina. Pasaban cerca de mí los automóviles. Alguien me preguntó: «¿Sucede algo?» Y otro: «¿Le ayudo, amigo?» Un tercero se refirió a la mona que había cogido la muchacha, y que sería mejor llevársela. Me hicieron comprender, aquellas voces, que no podía seguir allí como atontado, contemplando la cabeza de una muerta que no lo era, sino sólo un mecanismo averiado y posiblemente reparable. ¿A quién odié con odio del infierno en aquellos momentos? ¿Por qué hombre de genio desconocido se preguntó mi alma y lo maldijo? Tuve que sobreponerme al tumulto interior y erguirme. La tomé en brazos, la metí en el automóvil, la envolví en la manta, y yo me senté también, pero no puse el coche en marcha, ¿adonde iba a ir?, sino que me debrucé sobre el volante, escondí la cabeza y dejé abierta la puerta a todos los vendavales: secuencias desordenadas de imágenes, de ideas, sentimientos contrarios en pugna, devastadoras ocurrencias como ráfagas furiosas… Estuve así. El rumor de los coches en la niebla, la luz difuminada de los faros, las hondas oscuridades siguientes, acabaron reducidos a una sola oscuridad, a un único silencio. Había oído los altavoces anunciando el inmediato cierre de la barrera. Todavía salió, del Este, un autobús de turistas, algún peatón rezagado se apresuró. Después, únicamente Irina inerte y yo perplejo, en un espacio indeterminado por la niebla: inmediato y cerrado como una cárcel, o ilimitado y profundo como la libertad. ¿Y cuál sería el sentido de Irina en mitad de aquel silencio? ¿Qué era lo que yacía espatarrado en un rincón del coche? A James Bond, aquella misma mañana, le había llamado cacharro, pero la idea de relegar a Irina a un cementerio de coches me hizo gritar un ¡No! que nadie oiría, un no contra mí mismo y contra las ideas que me sugería la niebla, madre de monstruos siempre. ¿Por qué? Aquello ya no era Irina, ni siquiera su cadáver, pero, ¿había sido algo, antes, capaz de llevar un nombre y de tener una vida, un ser que reclamaba amor desde su esencia misma? ¿O sólo lo que Eva Gradner, de quien me había burlado, a quien había entregado a la curiosidad o al estudio de los sabios del Este? Pero ellos habían fabricado a Irina. ¿Andarían por Europa, sueltas y en ejercicio, algunas más, semejantes a ella, o sería un arquetipo experimental, lo que los fabricantes llaman un prototipo, el automóvil al que se hace saltar taludes o el aeroplano que fuerza el motor a diez mil metros de altura, y riza el rizo? A lo mejor alguien la había seguido hasta aquel día mismo, hasta su misma muerte, y había tomado nota de sus palabras y de sus actos, y ahora redactaba un informe, con la historia de amor intercalada y la muerte a manos de una imitación (o una anticipación) americana, también en período de pruebas: se concluiría recomendando la conveniencia de que los nuevos prototipos fuesen provistos de detectores (aún no inventados, pero posibles) que les permitieran reconocer a sus congéneres para atacarles o para huir, según. Esto, y cosas como esto, lo pensé cuando el viento del rencor ante lo incomprendido dejaba mi corazón desierto del dolor y del espanto; pero giraba la veleta, y entonces me estremecía de horror el recuerdo de aquel amor sentido por un monstruo; el montón de chatarra averiada que, con forma todavía humana, yacía detrás de mí. Yo había despreciado en mi corazón a aquellos que, después de fabricar a Eva Gradner, habían dormido con ella, y ahora me encontraba ante la evidencia de que también mis labios habían besado labios de plástico suave, húmedos de una pasión en cierto modo programada, y que lo más exquisito de mi cuerpo había fecundado a una bolsa aséptica de riego interior automático. Se me levantaron en la memoria palabras de la propia Irina, cuando asistía a las convulsiones de una Eva Gradner escasa de fluido: claramente había manifestado su aversión, su repugnancia, su angustia, no ya delante de Eva convulsa en busca de electricidad, sino ante la idea misma de su ser, la vida simulada por un mecanismo oculto. Pero, ¿podía concebirse que un robot se repudiase a sí mismo en la persona (¿en la persona?) de otro? «El robot no sabe que lo es», había proclamado yo, ante los cuatro coroneles, triunfalmente, porque Eva no sabía de sí. Las palabras de Irina, casi oídas, casi vistas, como si las hubieran escrito en mi conciencia, me servían, no sé a qué hora de la noche, no sé en qué lugar del mundo que no era más que niebla y susurros remotos, para expresar también mi aversión, mi repugnancia, mi angustia, más aguda aún, porque las acompañaba la certeza candente de un amor realizado y aparentemente correspondido, de una esperanza compartida que ahora se frustraba en aquel muñeco grotesco…