– ¿Un certificado de que es un cadáver?
– Un certificado verdadero, doctor: de que no es un cadáver. Antes de proceder a la cremación, los técnicos deberán comprobar…
Estaba jugando con un bolígrafo. Jugó un poco más.
– ¿Quiere contarme la historia entera? -Y, antes de que yo hablase, añadió-: ¿Se da cuenta, profesor, de la excepcionalidad del caso? No hay una sola ley, un solo reglamento, un solo precedente que se le pueda aplicar. ¿Por qué no va a la Policía? Y, si no quiere meterse en líos de explicaciones o de declaraciones, ¿por qué no la arroja a un canal? Un día como el de hoy puede hacerlo impunemente. Un chapoteo. ¿Y qué? Todos los días caen al agua cosas y personas: caen o los tiran. Es mucho más cómodo que enterrarla en el jardín de su casa… También le queda el recurso de facturarla en una maleta con un destino incierto. ¿Es que no ha leído novelas policíacas?
Me levanté con cierta solemnidad.
– Yo soy una novela policíaca, doctor, pero no se me había ocurrido lo de la maleta. Se lo agradezco.
No es que hubiera decidido, de repente, deshacerme de ella por el procedimiento de enviarla a un lugar y a un destino cualquiera, Saigón o Santiago de Chile, pero siempre inseguro, ya que tarde o temprano sería descubierto, y el retrato de la muñeca misteriosa saldría en los periódicos y en las revistas de sucesos y crímenes, en unos, vestida v, en algunos, desnuda; pero meterla en una maleta y facturarla a París me dejaba las manos libres para salir de mi atolladero presente. Me despedí del doctor, y, al hallarme en la calle, temí que, en aquellos momentos, alertase a la Policía acerca de mí y de la carga de mi coche. Antes de alejarme, instalé el cuerpo de Irina en el maletero, así como estaba, envuelto en la manta. Sólo después de probar la seguridad del cierre, busqué donde pudiera tomar un café y comer un bocadillo. No fue difícil encontrarlo, ni, a aquella hora, lugar donde dejar el coche. Se me ocurrió comprar un diario, y, en la primera página, se veía al matrimonio Fletcher y a su hijo enlazados en un triple abrazo y coronados de micrófonos curiosos: la noticia, al parecer, había conmovido al mundo e irritado especialmente a no sé quién de habla inglesa, aunque no de buen acento. No se hablaba de Irina ni del doctor Wagner; tampoco de Eva Gradner, por supuesto. Pero nada de esto me interesaba ya. Los grandes almacenes estaban abiertos: fui directamente a uno, más o menos conocido y frecuentado, y compré una maleta capaz. Con ella en el automóvil, me dirigí al aeropuerto, y, en un recodo solitario donde la niebla me ayudaba, metí a Irina en la maleta, la cerré y le puse el nombre de Maxwell, en París, en mi casa. La facturé, sin dificultades, a la consigna de Orly: cuando la retiró de mis manos el empleado, cuando la vi alejarse en la cinta sin fin, pude pensar en mi situación, y lo primero que me saltó a la conciencia fue la necesidad, la obligación, de devolver a Von Bülov su personalidad y su vida. Desde el aeropuerto, me dirigí al paso de frontera más cercano, entré sin dificultades en Alemania Democrática, y no mucho después, por otra barrera semejante, reingresaba en la Alemania Federal. Era ya mediodía. Tomé un almuerzo rápido en un restaurante, donde alguna vez había estado, donde fui reconocido y saludado, y, poco después, llegaba a casa de Von Bülov. No había más novedades que unas cuantas cartas y algunos paquetes de libros. Mi plan consistía en esperar hasta las once de la noche, más o menos la hora en que, al despedirnos, unos días antes, le había robado el ser. Y como tenía sueño, me senté en un sillón y me abandoné a mí mismo. Mi cabeza continuaba en tumulto, pero una profunda necesidad de paz, quizá la misma fatiga, me subía por las piernas y me iba adormeciendo, aunque cuidando de no dormir demasiado. Me despertó el teléfono alrededor de las diez: acudí y no era nadie. ¿Lo había soñado, había sonado en mi sueño mi propio despertador? Tenía tiempo holgado para preparar las cosas. Bajé al sótano, me vestí las ropas de Maxwell, y metí en las suyas aquello que quedaba del cuerpo de Von Bülov, y como aún no eran las once, quedamos un momento frente a frente, él con las ropas holgadas, yo con las ropas escasas, dos monigotes. Durante la operación, pensé que me hallaba ante el deber de dar a Von Bülov una explicación de lo que había sucedido, porque, en cualquier momento, pero seguramente pronto, se iba a encontrar en su memoria con unos acontecimientos que recordaría al detalle, pero que difícilmente podría encajar en su experiencia: como si en la mente de alguien metieran artificialmente unos capítulos espeluznantes de novela. A las once en punto le di la mano, su traje se fue llenando mientras el mío se acomodaba, se le reanimó el rostro, y apareció en él aquella sonrisa simpática de que yo me había servido durante muchas horas.
– ¿Insiste usted en que no le lleve al aeropuerto? -me preguntó.
– Está muy densa la niebla, profesor. Podría correr peligro.
– Quizás en otro lugar, pero no aquí. Conozco muy bien las carreteras.
– Entonces…
Cogí el maletín, le seguí hasta el automóvil. Cuando ya habíamos entrado, cuando los faros del «Volkswagen» encendían la niebla oscura, le pregunté:
– ¿Y en los robots no ha pensado nunca, profesor? En los robots como materia estratégica.
Sin mirarme me respondió:
– No se me ocurre cómo.
– Instrumentos de los Servicios de Información. Me consta que, en los Estados Unidos, se hacen experimentos, aunque ignoro los resultados.
Al profesor Von Bülov no le cabía en la cabeza que aquella clase de artefactos sirviera más que para operaciones mecánicas subordinadas, salvo lo que a los novelistas se les ocurriera inventar acerca de ellos, ya fueran prodigios, ya aventuras. Y, sobre el tema, charlamos e incluso discutimos durante el trayecto. En un momento, ya no recuerdo cual, me dijo:
– ¿Sabe que el tema ese de los robots no me es del todo ajeno? Pero de una manera curiosa: tengo la impresión de haber soñado con ellos hace algún tiempo.
«No fue sueño, profesor», le decía en la carta que le escribí aquella misma noche, en la cafetería del aeropuerto, aprovechando la circunstancia de que la niebla había espesado tanto que la salida del avión nocturno para Berlín se había retrasado. Y le explicaba largamente lo sucedido, empezando por el robo de su figura y de su personalidad; le relataba el uso que había hecho de ellos, y todo lo acontecido hasta mi regreso. «No he cometido ningún acto del que pueda usted avergonzarse, pero considero necesario que tenga en sus manos una información que le permita entender unos recuerdos perturbadores por inidentificables, cuya evidencia podría conducirle al temor de vivir una doble vida, pero también conviene que sepa a qué atenerse cuando sus amigos del Servicio de Información, Garnier, "Long John" y Preston, se refieran a ciertos acontecimientos pasados, aunque no sea más que al strip-tease de una muñeca que provoqué, pero del que usted resulta inductor involuntario. Podrá usted, con el testimonio de esta carta, confirmarles en la idea de que yo, ese que estaba dentro de la apariencia de usted, soy el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla. También podrá informarles del destino de Eva Gradner, o, al menos, de que pasó la barrera de la Puerta de Brandeburgo y de que al otro lado del muro tiene que estar, aunque yo ignore aún su suerte. Respecto a la penosa historia de la agente Tchernova, dejo a su discreción el relatarla o el olvidarla.» Le rogaba, finalmente, que no perdiera el tiempo buscando una explicación convincente a lo sucedido. «Ni yo mismo puedo hacerlo. ¿Cómo va a conseguirlo usted? Aténgase a los hechos y cuéntele a sus nietos el cuento, encajado entre el de Pulgarcito y el de las Botas de Siete Leguas, para que lo crean mejor. Usted, y yo, y todos los demás a quienes he revelado mi identidad, nos encontramos ante una realidad inaceptable. ¿No será lo discreto encogerse de hombros y decir "sí", como tan razonablemente hizo en su día Eva Gradner? A veces, un mero mecanismo puede mostrarnos las soluciones que nuestro corazón no acierta: ¡ojalá no sean muchas esas veces! No lo rechace, profesor, se lo ruego.» Y ya había firmado, cuando, en una posdata, me referí a una señorita que atendía a los viajeros en cierto hotel anticuado para gente distinguida, una señorita a quien la guerra había arrojado de una casa noble de la Prusia Orientaclass="underline" «Su timidez, querido profesor, la hace infeliz. ¿Por qué no se atreve en el próximo viaje?» Dejé la carta en el buzón. El avión no saldría antes de una hora, al menos, en el caso de mejora de la visibilidad. Dormité en un sillón de la sala de espera, y, cuando me espabilaron los altavoces, no me preocupé de averiguar la hora: me limité a subir al avión y a seguir dormitando. Una vez más, y sin saber por cuánto tiempo, había regresado a la persona de Max Maxwell, se me habían cerrado las puertas abiertas por Von Bülov, se me abrían otra vez las de Maxwell. Al llegar a Berlín, telefoneé a Mathilde. Cogió ella el teléfono. Le respondí: «Richard.»