– ¿Otra vez? ¿Te encuentras bien? ¡Ven a mi casa!
Se le notaba, en la voz, el salto del sueño a la sorpresa. Le expliqué que estaba en el aeropuerto, que tardaría en llegar tanto tiempo, y que, al menos de momento, no parecía haber peligro. Me recomendó cautela, y me envió el anticipo de un beso. Cuando llegué, cuando me abrió la puerta, se había recuperado de los estragos de la noche, y aunque sólo llevaba la bata, aparecía rozagante y alegre, sin demasiado rimel, sin demasiado colorete. Advirtió en seguida mi palidez, mi fatiga, y me empujó hacia un baño caliente mientras me preparaba el desayuno. Todo transcurrió con normalidad. Cuando ya me había acostado, me dijo:
– Después me contarás lo que ha pasado y cómo te van las cosas. Ahora, duerme. -Como una madre cuyo hijo regresa de inciertas andaduras. Cerró las maderas, apagó la luz, me pasó la mano por la frente y me dejó encerrado. No sé qué hizo mientras yo dormía. Al despertarme, hallé preparada una bandeja con viandas y una nota: «No pretendo retenerte, pero será prudente que no salgas. Yo llegaré a medianoche. Me gustaría encontrarte en mi casa.» No pensaba escapar, pero necesitaba informarme de algunas cosas. Después de comer, me afeité y le dejé unas letras asegurándole que volvería. Caminé por la niebla de Berlín, sin miedo a que las narices de Eva, o de sus cien agentes infalibles, sorbieran el olor de mi rastro. Tomé el Metro; después, un taxi. Hallé en su casa a Siegmund Vogel, que solía estar bien enterado de lo que acontecía al otro lado del muro. Como no quería perder el tiempo, le hablé sin rodeos:
– Me gustaría que me contaras algo de lo que le sucedió a una tal Eva Gradner, americana, que entró ayer en el Este.
Se hizo el ignorante.
– ¿Una americana? ¡Pasan tantas cada día! Los americanos experimentan una especial curiosidad hacia Berlín Oriental.
– Ésta es algo más que una agente, aunque sea además una agente.
– Eso es hablarme enrevesado, ¿no?
– Puedo añadirte que, al entrar, preguntó por Wieck.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque se lo aconsejé yo mismo.
Vogel extendió la mano por encima del tapete de la mesa, donde había un cenicero y un búcaro con flores de papel.
– Cien marcos.
– ¿Los vale la noticia?
– Yo creo que vale mil.
No sé por qué (el por qué de estas cosas nunca se sabe), ciertas palabras oídas y ciertos hechos pasados, palabras y hechos pertenecientes a tiempos y personas distintas, se me organizaron de súbito en una sola secuencia.
– ¿Vas a decirme que el coronel Wieck ha muerto? ¿Vas a decirme que apareció estrangulado en la habitación de un hotel del camino, o en cualquier lugar semejante donde se esconda una aventura? ¿Es eso lo que vale mil marcos?
Retiró la mano.
– Vete al infierno.
– Te ofrezco el modo de que ganes con otro lo que acabas de perder conmigo. Diles a los de allá, tú sabes bien a quién, que si no le echan el guante cuanto antes a esa Eva Gradner, que anda en un cochecillo rojo con matrícula francesa, el Servicio de Información se quedará sin jefes.
Regresé a casa de Mathilde. Ella no había llegado. Me senté en el sofá y tardé diez o doce pitillos en pergeñar una historia que satisficiese su corazón melodramático. Me ayudó a componerla la cajita de música: tocaba un minué, le seguía la polka, y, con esto y un vals de campanitas, se acababa el repertorio. Escogí unos cuantos detalles verosímiles de lo que había sucedido, y con alguno de los inverosímiles, pero adaptados a las entendederas de Mathilde y a su apetencia de emociones fuertes, el cuento quedó satisfactorio. En lo que conté, ni Eva ni Irina aparecían como robots. Se había sentado a mi lado, permaneció acurrucada mientras duró el relato, si bien de vez en cuando alzaba la cabeza y me interrumpía preguntando: «Pero, ¿es posible?», o algo así. Al terminar, no dijo nada durante un minuto largo. Después, me preguntó si Irina era la mujer de quien había estado enamorado.
– Eso creía. Ahora no lo sé.
– ¿Por qué has venido?
– Porque, en Berlín, tú eres mi refugio.
– ¿Todavía tienes miedo?
– Ya no.
– ¿Qué vas a hacer?
– De momento, ir a París. Después, debo pasar al Este, como sea. Lo que más adelante suceda no es previsible. Quizá me maten.
– Antes de pasar al Este, ¿volverás por aquí?
– Te dije que éste es mi refugio, pero no sé qué sucederá entonces, ni cómo vendré.
Me cogió una mano.
– Me gusta oírte hablar así. No eres como antes, aunque seas el mismo. Y, ahora, escúchame: no te vayas aún. Quédate conmigo, al menos hasta mañana. Te ayudará, créeme. Yo entiendo mucho de hombres.
Era cierto, sí. Mathilde entendía de hombres. Al día siguiente, regresé a París aliviado. Mathilde me acompañó al aeropuerto, y parecía una señorita de provincias algo influida ya por la capital.
2
Tardé en recobrar mi coche en un París lluvioso y frío, donde hasta la luz del crepúsculo parecía morir para dar vida a las farolas. Convenientemente vestido, un poco señorito, volví a Orly, donde, después de tomar algunas precauciones, me acerqué a reclamar la maleta. Estaba de suerte, porque me la dieron sin dificultad: bien es cierto que no rezumaba sangre ni despedía olor sospechoso. ¡No hay como estos muertos asépticos, sin rigor mortis, a los que no hay que trocear para enviar por vía aérea! La llevé a mi casa, no quise verla otra vez: quedó cerrada, en un rincón, y me valí de las malas artes de Maxwell para entrar en el piso de Irina. Encajé las maderas un poco a tientas, antes de encender la luz. No había estado nadie, al menos así lo parecía, pero las velas de los iconos se habían apagado, no consumido. ¿Por qué las encendí, qué frustrada oración de Irina encomendé a sus llamas? Después, busqué sus papeles: cartas, esbozos de poemas, poemas concluidos, y un cuaderno con notas autobiográficas. Cogí también del estante aquellos de sus libros que me parecieron más frecuentados, lo metí todo en una maleta, agregué la ropa interior que hallé en una cómoda, no sus trajes ni abrigos, pero sí una boina y un sombrerito muy gracioso, colorado: conscientemente, preparaba mis fetiches. Y cuando me disponía a abrir la puerta, decidí de repente quedarme: lo decidí, como todo lo importante de las últimas horas, obediente a un impulso repentino, o, más bien, aunque sin querer reconocerlo, al temor de quedarme solo en mi casa con lo que llamaba definitivamente el cadáver. Caro data vermis. ¿De qué especie aún no creada serían los capaces de comerse alambres? Dejé la maleta en el suelo, entré en el dormitorio: buscaba aquella luz dorada venida del salón, que mágicamente ensanchaba aquel lugar recoleto, lo ensanchaba a la medida de los recuerdos de una mujer que amaba con alegría, en silencio, pudorosa: ¡Qué ancha había sido aquella noche, qué profunda! Habíamos llenado solos el espacio inmenso de París, que ahora yo iba recobrando, ruido a ruido: el niño que llora próximo, la mujer que asesinan en el límite incierto, y una desolación incalculable que excede la noche misma, que alcanza casi a los cielos. Me tendí en la cama, me dejé envolver por la luz, mi imaginación se disparó y fue matando cuanto quedaba vivo; supongo que, en algún momento, me dormí: quizá nunca antes tan dulcemente, jamás después. Me desperté temprano: corría el riesgo de que a Madame la concièrge se le ocurriese visitar los pisos abandonados, pero no me pareció probable. Las velas de los iconos seguían luciendo, aunque moribundas ya. Me di una ducha, no pude afeitarme. Una vez vestido, agregué a las cosas de Irina sus iconos, y salí. Madame la concièrge faenaba en el portal. Me preguntó, malencarada, quién era y de dónde venía. La miré con los ojos malvados de Maxwell, con su gesto implacable: hasta arrinconarla de pavor.