Выбрать главу

Fueron los ojos de Maxwell los que leyeron el Diario de Irina (le llamo así aunque no fuera propiamente un Diario, sino una serie bastante larga de notas fechadas: las unas, apuntes para poemas generalmente no escritos; las otras, reflexiones más o menos íntimas; por último, bastantes notas biográficas, o comentarios, o acontecimientos personales). Si el conjunto no permitía reconstruir una biografía, sí, al menos, una personalidad interior, y por lo que allí leí, me fue posible, aunque póstumamente, encajar en una historia coherente lo que más trabajo me había costado aceptar de Irina, sus experiencias místicas. A la vista de aquellas notas, resultaban, no ya inevitables, sino casi fatales; y, sin ellas, su figura hubiera quedado como esos retratos que el artista deja, por la prisa o por la muerte, inconclusos. El leit-motiv del pensamiento de Irina, la nota clave de su sentimiento, fuera la experiencia de la nada, ya como anhelo, ya como temor, que llegaba como un susto, y en la que, según sus descripciones, se hundía contra su voluntad y con un miedo próximo al espanto: durante el trance, se sentía como desintegrada, como disuelta, hasta tal punto, que, más tarde, le costaba trabajo rehacerse. «Estoy recomponiéndome como una muñeca rota, y, a veces, tengo miedo de que me falten pedazos.» Y, en otra página, escribe: «Cuando regreso a la conciencia de mí misma, me contemplo como escupida por un volcán, me veo caer desparramada por un desierto de lava, en el que dolorosamente mis fragmentos se buscan para reconocerse.» Esta imagen de la rotura y de la recomposición se reiteraba, complementaria de otra que le permitía decir: «La nada me absorbe y traga, como el desaguadero del lavabo la espuma del jabón que flota en el agua sucia.» Y una tercera: «En algún lugar incierto, en algo como un escollo o un bajío, afilado como la proa de un barco, choco y me escindo, y me arrastran al hondo las olas de la nada.» Algunas de estas imágenes aparecen también en sus poemas, pero con menos frecuencia, y siempre subrayadas por una ironía, o, al menos, por algo que intenta serlo. A partir de la fecha aproximada del arrebato en Nôtre Dame la mención de la nada y sus imágenes habituales desaparecen, y son sustituidas por la obsesión de alguien a quien necesita perseguir, no sabe aún si fuera o dentro de sí, que en los poemas queda sin nombre, pero que, en las notas del Diario, está claro que era yo; es el proceso casi cómico, por melodramático, que contrapuntea al otro: no por capricho ni como resultado irracional de una tendencia inesperada: la primera vez que oye hablar del Maestro de las huellas que se pierden en la niebla, lo relaciona inmediatamente con ella misma, comprende que es lo que tiene que perseguir; pero, inconsecuentemente, quizás en virtud de un proceso poético no racional, lo identifica con el vacío de la Nada que se opone a la plenitud del Todo: y eso viene en los versos. Lo odia sin saber por qué y, en el odio, halla la paz y (no dejó de chocarme) la inspiración. (Cómo eran bellos los poemas de Irina, y yo los había leído con gusto antes de conocerla, está claro que de una metafísica disparatada puede salir una lírica excelente.) Averiguar, casi ver y palpar, y no digamos oír, aquellas relaciones entre pensamiento y poesía, entre la experiencia y la palabra, me iba completando la imagen de Irina, me permitía verla, como algunos misterios, por dentro y por fuera a un tiempo. La última nota del Diario decía: «¿Por qué me equivoqué, Señor, si en sus brazos hallé lo que buscaba? Ni aquel vacío, ni esta plenitud, sino algo más simple y más humano, eso que consiste en sentirse uno con otro más allá de la unión de los cuerpos, y, por supuesto, de lo que llaman el contacto de las almas. No sé dónde ni sé qué, ni creo que nadie lo sepa ni pueda decirlo. Sin embargo, jamás fui más yo misma que esta noche, jamás me sentí más hondamente reconciliada. Pero Tú, el Incomprensible por esencia, me arrastraste otra vez y me hiciste sentirme más feliz todavía, una felicidad tan intensa que no me cabe en el cuerpo. Tú lo sabes, que me arrebata y que no dura más que el instante del arrebato. Prefiero la otra, que me cabe entre los brazos y la puedo retener. Ahora, ¿quién sabe lo que sucederá?» Y, unas líneas más abajo: «¡Qué lejos va quedando el bueno, el pobre, el adorable Yuri! Es ya como una sombra en el horizonte, apenas un recuerdo.»

El Diario terminaba con estas palabras, desligadas de todo lo anterior, sin fecha, escritas rápidamente: «¿Por qué presiento que algún día vendrás en busca de mí y que hallarás este largo testimonio? Aquí, pues, te lo dejo, con mi amor»…………………………………………………………………………………………

Como unos días antes unos hombres posibles, tenía ahora alineadas encima de una mesa posibles urnas para guardar las cenizas: una, bellísima, de plata y toscas esmeraldas, trabajo de los indios colombianos, y otra, con el azul real, los lirios de oro, y ornato de madreselvas, de los artesanos sajones. La plata andaluza quedaba en tercer lugar, y venían después unas cuantas maravillas italianas, marroquíes, escandinavas y persas. Mi colección no iba más lejos, pero sumaban diecinueve, y si rechacé por fin la colombiana fue por su excesivo lujo, que Irina hubiera lo mismo repudiado, pero la de Sajonia, menos rica, tan fina y aristocrática, contenía figuras y colores con el valor de los símbolos. Allí apreté aquellos restos metálicos mezclados a briznas microscópicas de plásticos extraños cuyas fórmulas permanecen ignotas, y qué sé yo qué otros restos de materiales preciosos, cuyo secreto combinatorio seguramente ha olvidado alguien que vive a la espalda del Cáucaso. Cerré la caja y la sellé. Escogí otra mayor, de maderas ricas, y metí en ella, con la urna, las sedas íntimas de Irina, sus libros y sus papeles. También la cerré. Y entonces, sólo entonces, preparé mi marcha de París. Presentí, al abandonar mi piso, que no volvería a él. Si abandonaba ciertos recuerdos sentimentales, se reducían a las horas de la presencia de Irina. Lo demás era olvido.

4

Llegué a la Catedral Rusa con un paquete grande, y, en principio, no supe a quién buscar ni adónde dirigirme: me sentí desorientado entre los oros del inconostasio, las estrellas y soles de la bóveda y el olor meloso de las velas encendidas: también, que me envolvía un espacio en el que me consideraba inexperto, y por el que, sólo visto y asumido, podría transitar tranquilamente. Me arrinconé y dejé que la mirada se empapase de alturas, se demorase en cúpulas, regresara a sí misma ebria de formas y colores: era un lugar para la esperanza sin espera, un ámbito de ésos en que uno se entrega al tiempo y, con el tiempo, fluye; pero eso mismo me había sucedido alguna vez en otras catedrales, más pétreas y más oscuras, sin llegar a aquella emoción. Un sacerdote barbudo se me acercó (quizá desconfiadamente, al ver el bulto) y me preguntó si buscaba a alguien. Le respondí que trataba de solucionar una cuestión de confianza mediante una conversación con alguien de jerarquía y responsabilidad. Me dijo que lo siguiera. En el lugar adonde me llevó, había otro pope, también intonso, pero más refinado: alto y pálido, la barba y los cabellos blancos, con esa distinción que imprime la ascesis, tan parecida a la que da la aristocracia: llevaba dos medallones en el pecho, y un anillo. Me preguntó qué quería. Yo le pedí permiso para abrir mi paquete. Me lo dio, y dejé a su vista los objetos de Irina.