No creí nada de lo que me contó; o, mejor dicho, creí algunas cosas aisladas, probablemente ciertas, pero que, al formar parte de un coherente conjunto de falsedades, pierden veracidad. A mi regreso a Moscú, la pareja de recién casados ocupaba los asientos delanteros del automóvil, él conducía con la mano izquierda, y la enlazaba a ella por el talle con la derecha; y yo, a veces, me preocupaba, pero la mayor parte del camino lo pasé considerando el fracaso de mi esfuerzo. ¡Cuánto tiempo gastado! Me encontraba como la tarde de niebla en la Puerta de Brandeburgo, ante lo ininteligible y lo inexplicable, y, desde entonces, ni mi cabeza ni mi corazón han avanzado en el conocimiento, como el que llega al límite del Cosmos y siente que, más allá, ni la palabra nada tiene sentido.
Salí de Rusia sin dificultades (es curioso: empezaba a hablarse, en los medios próximos a la KGB, de que el Maestro de las huellas que se pierden en la niebla se hallaba en Rusia. Los dejé entretenidos, angustiados tal vez, en mi búsqueda, en la previsión de mis actos, en la inserción de mi conducta en los esquemas conocidos. ¡Lo que me divirtió verme representado por una curva de frecuencias en un eje de abcisas y ordenadas! La resistencia de los mejores cerebros soviéticos a aceptar la evidencia de lo irracional, coincidía, más o menos, con la de los mejores cerebros de Occidente. Fui fiel a mi remoquete y dejé que mis huellas se perdieran, esta vez en la nieve que caía cuando mi avión despegó). Mi estancia en Occidente fue rápida: recobré las cenizas de Irina y sus objetos, me quedé unos días en París, sólo para recorrer lugares, contemplar árboles, sorber aromas de los que me despedí para siempre. Una noche me tropecé en una tasca con un inglés medio borracho, joven de buen aspecto, que me confesó su propósito de suicidarse aquella misma noche, y me preguntó, tartajeante, si arrojarse al Sena no sería una vulgaridad imperdonable en un «gentleman», porque «tengo que pensar, caballero, en la opinión de los que llevan una corbata como la mía. Aunque no les importe el hecho, en sí, de suicidarse, le conceden la mayor importancia al cómo». Me dijo que se llamaba Shaw, y después me enteré de que su nombre de pila era Michael. En una larga conversación de tasca en tasca, al modo más británico, le convencí de que no es conveniente fiarse de la opinión ajena, incluso cuando andan por medio los colores de una corbata, al decidir si tal cosa o tal otra son o no vulgares, y que las cosas son lo que es el que las hace, vulgares, ordinarias o sublimes. Suicidarse levantando los meñiques no tiene perdón posible, pero el que mete las manos en los bolsillos y se deja caer en el Sena silbando el «Typperary», puede comparecer tranquilo ante el tribunal de corbatas más exigentes.
– ¿De manera que usted no se opone a que me arroje al Sena?
– De ningún modo, caballero. Incluso estoy dispuesto a echarle una mano.
– ¿Teme que al final flaquee?
– En absoluto, Mr. Shaw: tiene usted todo el aire de ser una persona seria y rigurosa consigo misma.
– ¡Ah, señor! -me dijo-. Si hubiera encontrado en el mundo mucha gente como usted, probablemente no habría llegado a esta terrible determinación, o, por lo menos, no hubiera llegado tan pronto, ya que suicidarse es una tentación de familia a la que los Shaw somos inexorablemente fieles.
– Está usted a tiempo de rectificar.
– Ya no, ya no. Sería traicionarme a mí mismo.
– ¿Me acompaña?
Dimos un largo paseo por los muelles. Dos o tres veces, sin que viniera a cuento, se quiso arrojar al agua, pero yo lo impedí con diversos pretextos irrefutables y recurrentes menciones a las corbatas.
Cuando llegamos a un lugar solitario y desierto, le dije:
– Éste es el sitio y el momento. Fíjese en la luna, fíjese en las aguas. ¿No cree que se han juntado oportunamente, ahí abajo o allá arriba? Usted puede elegir entre tirarse al agua o saltar al cielo.
– ¿Cree que, si doy el salto, llegaré hasta la luna? Y, en caso de que la alcance, ¿está seguro de que me romperé la crisma?
– No lo sé, Mr. Shaw. Yo no soy inglés, pero a un inglés siempre hay que ofrecerle la solución práctica de las situaciones al mismo tiempo que la poética. Considere que el río Sena goza de un prestigio realmente internacional y lírico, y que, si se arroja a él, llegará verdaderamente a la luna, sobre todo si se da prisa, porque se aproxima una nube.
– Muchas gracias, señor. Hace bastante tiempo que no lo paso tan agradablemente, hasta tal punto que si no fuera por esa lealtad a mí mismo que me ha recordado, esperaría algún tiempo para suicidarme, en el caso de que usted me permitiera emborracharse conmigo dos o tres noches.
– No deseo interferir en sus decisiones radicales, Mr. Shaw, pero mañana mismo tengo que salir de viaje.
– I'm sorry! ¿Le importa darme la mano?
– Con mucho gusto, señor. Que lo pase usted bien.
Después sucedió lo de siempre. Cambié de ropas, me apoderé de sus documentos, y como obedeciendo a una orden presentida, arrojé al río las piltrafas informes a que se había reducido Mr. Shaw.
Escogí este lugar de Mallorca en que ahora estoy, como retiro. A Mr. Shaw le gustaba nadar, y lo hago todos los días un buen rato, aunque el tiempo no sea bueno. También doy algún paseo y contemplo la puesta de sol hacia la parte de Palma: no sé por qué, me hace recordar la selva de mi niñez. La mayor parte del tiempo, hasta ahora, lo dediqué a escribir estos papeles. Mi apariencia es tranquila, e incluso simpática: la gente de aquí me estima y permite que viva a mi aire. Sin embargo, desde que marché de Rusia, desde que recobré a Irina y admití que no puedo desprenderme de su recuerdo, me oprime con insistencia la vieja idea de que también soy un robot, no sé cuál de ellos, no sé por quién inventado, ni para qué. Mis facultades, carentes de explicación cuando se es hombre, no dejan de ser imaginables en un mecanismo inconcebible aún, pero posible. Me cuesta trabajo, incluso me entristece, pero tengo que aceptar que el que me hizo me lanzó al mundo como experiencia, como burla o como juego. ¿Qué más da? No se le ocurrió pensar que me apeteciera ser feliz, como un hombre cualquiera. Me dio, en cambio, esta conciencia incansable en sus juicios, día y noche, que me coge, me envuelve, me analiza y me pregunta: «¿Quién eres?» Si Irina me acompañase y le dijese: «¿Quién soy?», ella me respondería: «¡Qué pregunta tan boba! Pues, tú, ¿quién vas a ser?» Aquí no tengo a nadie que, como Irina, me diga «tú», de modo que estoy a punto de dejar de ser yo. Mientras escribo, encima de mi mesa está con su brillo mate el puñalito. Es casi un acto ritual el que, al dejar de escribir, lo coja con la mano derecha, juegue a arrojarlo al aire, y, en un momento dado, me encuentre decidido a clavármelo y a salir de la duda. Sé que lo haré una tarde. Pero, ¿y después?
A la vista de mi terraza, muy cerca, rompe la mar en unas rocas cuya cima más alta no he visto nunca barrida por las aguas, aunque sí por el viento, o levemente tocada por la brisa. Suelo sentarme allí para contemplar el horizonte, donde hay grises de plata y púrpuras intensos. Lo que pienso es que, ese día, en esa cima de la roca, derramaré las cenizas de Irina y me trasmudaré en vilano, porque nada hay más sutil en que pueda cambiarme. Lo haré un atardecer, cuando el aire se mueva. Si escojo bien el instante, quizá nos lleve el viento al infinito.
Salamanca, veintinueve de diciembre, 1983