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Descendí y cerré la puerta. El dejó pasar vehículos, hizo su giro en la Octava Avenida y se dirigió al norte de Manhattan. Pasó un semáforo en rojo cuando giró a la izquierda, pero eso no parecía preocuparle lo más mínimo. No recuerdo la última vez que vi a un policía poner una multa por una infracción en la marcha. Hay días que ves pasar hasta cinco vehículos pisando una luz roja. Incluso los autobuses lo hacen últimamente.

Una vez que Chance se alejó, saqué mi agenda e hice una anotación. En la acera de enfrente, junto a Polly's Cage, un hombre y una mujer discutían.

– ¿Te crees un hombre? -gritaba ella.

El la abofeteó. Ella le injurió y le devolvió la bofetada.

Quizá la golpeara hasta no poder más. Quizá se tratase de un juego que representaba cinco de cada siete noches. Tratas de acabar con la disputa y ambos se vuelven contra ti. Cuando empecé en el cuerpo, mi primer compañero hacía cualquier cosa por evitar entrometerse en una discusión casera. En cierta ocasión tratando de doblegar a un marido borracho que había roto cuatro dientes a su mujer, ésta le saltó por detrás rompiendo una botella en la cabeza de su salvador. El resultado fueron quince puntos de sutura y conmoción cerebral. Cuando me contó esta historia se recorría la cicatriz en el dedo. La cicatriz no se veía ya que estaba cubierta por los cabellos, pero su dedo recordaba perfectamente el lugar.

– Deja que se maten -decía-. Incluso si es ella la que llama a la policía, eso no la va a frenar volverse contra ti. Que se destrocen. Yo paso.

En la acera de enfrente, la mujer dijo algo que no entendí y el hombre lanzó un directo al estómago. Ella articuló lo que pareció un gemido de dolor. Metí mi agenda en el bolso y entré en mi hotel.

Llamé a Kim desde el hall. Su contestador respondió. Comenzaba a dejar un mensaje cuando ella tomó el aparato y me interrumpió.

– Dejo el contestador puesto algunas veces cuando estoy en casa -explicó-, así puedo saber quién es antes de contestar. No he sabido de Chance desde la última vez que hablé con usted.

– Acabo de dejarle hace unos minutos.

– ¿Lo ha visto?

– Hemos dado una vuelta en su coche.

– ¿Y qué piensa?

– Que conduce bien.

– Me refiero a…

– Sé a lo que se refiere. No pareció enfadarse al oír que usted quería dejarlo. Según él usted no tiene ninguna falta de hacerse representar por mí. Todo lo que tiene que hacer es decírselo.

– Sí, desde luego, es normal que diga eso.

– ¿Usted cree que no es verdad?

– Quizá sí.

– Dice que quiere oírselo decir, y creí entender que tenía que aclarar algunos detalles a propósito del apartamento que va a dejar. No sé si tendrá miedo de verse con él a solas.

– Yo tampoco lo sé.

– Puede no abrirle y hablarle a través de la puerta.

– Tiene las llaves.

– ¿No tiene cadena de seguridad?

– Sí.

– ¿Puede utilizarla?

– Sí, claro.

– ¿Quiere que vaya por ahí?

– No, no tiene que hacerlo. Oh, imagino que querrá el resto del dinero, ¿no?

– No hasta que usted no haya hablado con él y todo se haya arreglado. Pero iré si prefiere no estar sola cuando él aparezca.

– ¿Va a pasar esta noche?

– No sé cuándo va a pasar. Quizá lo haga todo a través del teléfono.

– Quizá no venga hasta mañana.

– Si quiere puedo dormir en el sofá.

– ¿Lo cree necesario?

– Lo es si usted lo cree así, Kim. Si no está tranquila…

– ¿Cree que hay algo por lo que tenga que tener miedo?

– No -respondí-. No lo creo. Pero yo no conozco a la persona.

– Tampoco yo.

– Si está nerviosa…

– No, es estúpido. De todas formas es tarde. Estoy viendo una película en la televisión por cable y, cuando haya acabado, me iré a dormir. Creo que es lo mejor que puedo hacer.

– Tiene mi número.

– Sí.

– Llámeme si pasa algo, o simplemente si tiene ganas de llamarme, no lo dude.

– De acuerdo.

– Si esto le puede tranquilizar le diré que creo que se gastó un dinero que no tuvo por qué haberse gastado, de todas formas no tiene importancia ya que es dinero que usted lo habría dado.

– Tiene razón.

– En cualquier caso, creo que no tendrá problemas. El no la hará ningún daño.

– Usted tiene razón. Le llamaré mañana y, muchas gracias, Matt.

– Que duerma bien.

Subí a mi habitación y traté de aconsejarme a mí mismo, pero era un paquete de nervios. Renuncié, me vestí y me fui al bar de Armstrong. Hubiera tomado cualquier cosa para comer pero la cocina estaba cerrada. Trina me dijo que podía conseguirme un pedazo de tarta si quería. No me apetecía un pedazo de tarta.

Lo que quería eran quince centilitros de bourbon seco y otros quince en mi café y no pude pensar en ninguna maldita razón para no tomarlos, me iban a emborrachar. Aquello había sido el resultado de veinticuatro horas de bebida ininterrumpida y había aprendido la lección. No podía beber de aquella manera nunca más, no sin peligro, y tampoco era mi intención. Pero había una sustancial diferencia entre un vasito antes de dormir y ponerse hasta el culo, ¿o no?

Te dicen que no bebas en noventa días. Se supone que debes asistir a noventa reuniones en ese plazo y alejarte del primer trago todos los días y, después de los noventa, entonces ya puedes decidir lo próximo que quieres hacer.

Tuve mi último trago el domingo por la noche. Había asistido a cuatro reuniones desde entonces y si me iba a la cama sin beber haría cinco.

¿Y qué?

Tomé una taza de café, y en el camino de vuelta a mi hotel me detuve en el restaurante griego y compré un bocadillo de queso y un paquete de leche. Comí el bocadillo y bebí parte de la leche en mi habitación.

Apagué la luz en la cama. Bien ya eran cinco días. ¿Y qué?

CINCO

Leí el diario mientras tomaba el desayuno. El agente de Corona seguía en estado grave, pero los médicos esperaban que saliera con vida. Decían que sufriría algunas parálisis que podrían convertirse en permanentes pero aún era pronto para pronunciarse.

En la Gran Central Station, alguien había asaltado a una vagabunda que guardaba todas sus pertenencias en tres sacos, de los cuales le habían robado dos de ellos. En Brooklyn, en el barrio de Gravesand, un padre y un hijo que tenían varios arrestos por estar implicados en temas pornográficos y por lo que el periodista calificaba como vínculos con el crimen organizado, habían huido en un coche que abandonaron posteriormente para refugiarse en la primera casa que encontraron. Sus perseguidores abrieron fuego sobre ellos con sus pistolas y fusiles. El padre había sido herido, el hijo muerto de un disparo, y la joven esposa y madre, que recientemente se había mudado a la casa, se encontraba colgando un objeto en el hall cuando las balas de los fusiles atravesaron la puerta llevándose la mitad de la cabeza.

Seis de cada siete días de la semana hay reuniones matinales en el YMCA de la calle 63. Aquel día el conferenciante dijo:

– Os voy a contar cómo di a parar aquí. Una mañana me desperté y me dije: "Dios, hoy es un hermoso día y nunca me he sentido mejor en mi vida. Mi salud es envidiable, mi matrimonio funciona estupendamente, mi carrera es brillante y no tengo queja de mi estado espiritual. Creo que es hora de unirme a los Alcohólicos Anónimos".

La sala rompió en risas. Cuando terminó, no fueron alrededor de la mesa. Uno levantaba la mano y el conferenciante le daba la palabra. Un hombre joven declaró tímidamente que acababa de llegar a los noventas días. Fue muy aplaudido. Pensé en levantar la mano e imaginar qué podría decir. Lo único que me vino a la mente fue la joven mujer de Gravesand y también la madre de Lou Rudenko, asesinada por un televisor sanguinario. ¿Pero que tenían que ver esas muertes conmigo? Seguía tratando de pensar en algo cuando la reunión llegó a su final y todos nos levantamos para recitar el Padre Nuestro. Era mejor así. De todas maneras no hubiera sido capaz de decidirme a levantar mi mano.