Tras la reunión caminé un rato por Central Park. El sol lucía al fin y era el primer día bueno de toda la semana. Di un largo paseo y observé a los niños, deportistas, ciclistas, patinadores y traté de reconciliar toda esta sana energía con el rostro lúgubre de la ciudad que se reflejaba cada mañana en la lectura de la prensa.
Dos mundos que se montaban uno encima del otro. Algunos de esos ciclistas serían desprovistos de sus vehículos. Algunos de esos niños joviales cometerían algún atraco, jugarían con revólveres y otros serían víctimas de atracos, disparos y navajazos, y alguien se rompería la cabeza tratando de darle un sentido a todo esto.
Cuando salía del parque, fui acosado por un vagabundo con una chaqueta de béisbol que padecía leucoma y que me pidió una contribución de diez centavos para comprar una botella de vino. A pocos metros, a la izquierda, dos colegas suyos compartían una botella de Nigth Train y observaban nuestra transacción con interés. Iba a mandarle al carajo, luego me sorprendí de mi mismo regalándole un pavo. Quizás tratara de no hacerle perder la imagen delante de sus amigos. Se puso a darme las gracias con más efusión de lo que yo podía soportar, y entonces debió de ver algo en mi rostro que lo detuvo. Retrocedió. Yo crucé la calle y tomé el camino de mi hotel.
No tenía ninguna carta, solamente un aviso de Kim diciéndome que la llamara. El conserje se supone que debe anotar la hora de la llamada en la nota, pero este sitio no es el Waldor. Le pregunté si recordaba la hora. Me respondió que no.
Cuando la llamé exclamó:
– Esperaba que me llamara con impaciencia. ¿Por qué no se pasa a recoger el dinero que le debo?
– ¿Sabe algo de Chance?
– Vino a verme, hace poco más de una hora. Todo fue a las mil maravillas. ¿Puede venir hasta aquí?
Le dije que me diera una hora. Subí, me duché, me afeité, me vestí, entonces decidí que no me gustaba lo que llevaba puesto y me cambié. Me estaba anudando la corbata cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo: me estaba arreglando para una cita.
No pude hacer otra cosa que reírme.
Tomé el sombrero, el abrigo y salí. Kim vivía en Murray Hill, en la calle 37, entre la Tercera Avenida y Lexington. Caminé hasta llegar a la Quinta, subí a un autobús, hice el resto del camino a pie. Su edificio databa de antes de la guerra, trece pisos, fachada de ladrillo y, en el hall de entrada había palmeras en tiestos. Le hice saber mi nombre al portero. Llamó al departamento de ella por el teléfono interior para asegurarse de que iba a ser bien recibido antes de indicarme la puerta del ascensor. Había un comportamiento de neutralidad deliberada, y parecía que trataba de retener una sonrisa socarrona. Esto me llevó a pensar que él conocía la profesión de Kim y que me tomaba por un cliente.
Me bajé en la undécima planta. La puerta de Kim se abrió antes de que yo llegara. Kim se detuvo un momento bajo el franco de la puerta y viendo sus trenzas rubias, sus ojos azules, sus pómulos prominentes me imaginé por un instante el mascarón de una nave vikinga.
– Oh, Matt -dijo tendiéndome los brazos. Ella era casi de mi misma talla y, cuando me atrajo contra su cuerpo sentí sus senos y sus muslos firmes y reconocí el olor sazonado de su perfume-. Matt -prosiguió, arrastrándome hacia adentro y cerrando la puerta-. Estoy tan infinitamente dichosa de que Elaine me haya sugerido que me pusiera en contacto con usted. ¿Sabe lo que es? Es mi héroe.
– Lo único que hice fue hablar con ese hombre.
– Yo no sé lo que habrá hecho pero ha funcionado. Eso es lo único que me importa. Siéntese, relájese un momento. ¿Puedo traerle algo de beber?
– No, gracias.
– ¿Café?
– Bueno…, si no es molestia.
– Acomódese, es un momento. Es café soluble, espero que no le importe. Soy demasiado perezosa para hacer café de verdad.
Le dije que era perfecto. Me senté en el sofá y esperé a que lo preparara. La habitación era muy acogedora, poco amueblada pero con muy buen gusto. El estéreo emitía discretamente una música de jazz para piano solo. Un gato negro me observó un momento desde una esquina, luego desapareció de la vista.
Encima de la mesa había algunas revistas: People, TV Guide, Cosmopolitan, Natural History. Sobre el estéreo, colgado de la pared, se veía un póster enmarcado: una exposición de Hooper organizada hace dos años en el museo Whitney. Dos máscaras africanas decoraban la pared. Un tapiz escandinavo, en donde el motivo abstracto se perdía en un remolino de verde y azul, cubría la parte central del piso de madera de roble.
Cuando trajo el café, elogié el encanto del salón. Ella contestó diciendo que desearía quedarse con el piso.
– Pero por una parte -prosiguió-, es mejor así. ¿Sabe a lo que me refiero? A que si sigo viviendo aquí habría cierta gente que seguiría viniendo. ¿Entiende? Hombres.
– Sí, entiendo.
– Además está el hecho de que nada me pertenece. Lo único que es de mi propiedad en esta habitación es el póster. Fui a la exposición y quise llevarme un recuerdo conmigo. El estilo con el que ese hombre pinta la soledad. La gente junta sin estar junta, cada uno mirando en otra dirección. Me ha afectado, de verdad.
– ¿Dónde va a vivir?
– En algún sitio bonito -respondió con seguridad.
Se acomodó en el sofá a mi lado, una de sus largas piernas doblada sobre sus nalgas al mismo tiempo que posaba la taza en equilibrio sobre la rodilla de la otra pierna. Llevaba los mismos vaqueros borgoña que llevaba el otro día en el bar de Armstrong junto con el jersey amarillo. No parecía llevar nada debajo del jersey. Había arrojado las zapatillas antes de sentarse. Las uñas de los pies eran del mismo marrón rojizo que las de las manos.
Observé el azul de sus ojos y el verde de su anillo y luego mi mirada fue atraída por el tapiz. Parecía que alguien había cogido cada uno de los dos colores y los había mezclado con una batidora.
Sopló en el café, bebió un sorbo, se inclinó hacia adelante y depositó la taza sobre la mesa. Sus cigarrillos estaban encima de ella y encendió uno. Dijo:
– No sé lo que le habría dicho a Chance pero realmente lo ha impresionado.
– No veo por qué.
– Me llamó esta mañana y dijo que pasaría por aquí, y cuando llegó aquí yo tenía la puerta trancada y con la cadena de seguridad puesta. De alguna manera sabía que no tenía nada que temer. Sabe, ese tipo de presentimiento que tenemos a veces sin razón.
En efecto, lo sabía. El Estrangulador de Boston no se vio nunca obligado a derribar una puerta. Todas sus víctimas se prestaban a dejarle pasar.
Ella hizo una boquilla con los labios y sopló una columna de humo.
– Él ha sido muy amable. Me ha dicho que nunca se había dado cuenta de que no era feliz y que no tenía intención de retenerme contra mi voluntad. Pareció herido de que yo pudiera pensar semejante cosa de él. ¿Quiere que le diga algo? Casi me hizo sentirme culpable. Y me hizo sentir que estaba cometiendo un grave error, que estaba echando algo que más tarde iba a lamentar. Me dijo: "Tú sabes que nunca vuelvo a coger a la misma dos veces", y yo pensé que estaba loca haciendo lo que hacía. ¿Ve lo que quiero decir?
– Sí, creo que sí.
– Verdaderamente es el rey de la charlatanería. Casi llega a convencerme de que renunciaba a un empleo magnífico, a las pagas extras, a la jubilación. ¡No hace falta exagerar!
– ¿Cuándo tiene que dejar el apartamento?
– Antes de que acabe el mes. Lo más probable es que me vaya primero. Hacer las maletas no es ningún problema. Ninguno de los muebles es mío. Sólo la ropa y los discos y el póster de Hooper pero, ¿quiere saber algo? Creo que se puede quedar donde está. No tengo necesidad de recuerdos.