Bebí unos sorbos de café -era suave para mi gusto-. El disco terminó y a continuación le siguió una composición para piano, batería y bajo. Kim me siguió hablando de la impresión que le había producido a Chance.
– Él me preguntó cómo me las había apañado para dar con usted. Mi respuesta fue vaga. Dije que a través de la amiga de una amiga. Me dijo que no tenía por qué haber contratado sus servicios, que lo único que tenía que haber hecho era hablar con él.
– Lo cual quizá era verdad.
– Quizá, pero no lo creo. Creo que si hubiera comenzado a hablar, suponiendo que tuviera el suficiente coraje para hacerlo, me habría respondido y, al final de la conversación, habría poco a poco cambiado de tema y la historia habría sido descartada. La habríamos dejado de lado, ya que, sin decírmelo abiertamente se las habría arreglado para darme la impresión de que de ninguna manera le podía abandonar, que no me lo permitiría. Sin duda me habría dicho: "Escúchame, zorra, o estás en tu sitio o te quedas sin tu bonita cara". Bueno no diría eso, pero sí lo daría a entender.
– ¿Creyó entender eso hoy? -pregunté.
– No, en absoluto -su mano agarró mi brazo-. Oh, antes de que se me olvide…
Mi brazo soportaba buena parte de su peso cuando se levantó. En unos pocos pasos atravesó la habitación y se puso a rebuscar en su bolso de mano. En un instante ya estaba de vuelta, se sentó de nuevo en el sofá y me tendió cinco billetes de cien dólares. Sin duda eran los mismos que yo había rechazado tres días antes.
– Creo que se merece una gratificación.
– Usted me ha pagado suficientemente.
– Pero ha hecho un trabajo magnífico.
Ella pasó un brazo por detrás del sofá y se inclinó hacia mí. Miré sus trenzas rubias que caían sobre sus hombros y pensé en una mujer que conocía y que tenía una buhardilla en Tribeca. Era escultora y una de sus obras representaba la cabeza de una medusa, con serpientes en vez de cabellos. Kim tenía la misma frente ancha, las mismas mejillas prominentes que la escultura de Jan Kane.
La expresión, sin embargo, no era la misma. La medusa de Jan tenía un aire muy decaído. El rostro de Kim era más difícil de descifrar.
– ¿Son lentes de contacto?
– ¿Qué? Ah, ¿mis ojos? Es el color natural. Un poco extraño, ¿verdad?
– Inhabitual.
Ahora podía descifrar su rostro.
– Hermosos ojos -susurré.
Su boca grande esbozó el comienzo de una sonrisa. Hice un movimiento hacia ella, y al mismo tiempo, ella vino a mis brazos. Era fresca y ardiente. Besé su boca, su cuello, sus párpados cerrados.
Su habitación era amplia e inundada de luz. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra. La vasta cama no estaba hecha y el minino negro dormía sobre una poltrona recubierta de zaraza. Kim cerró las cortinas, me lanzó una mirada tímida y comenzó a desvestirse.
Nuestro capítulo fue un tanto extraño. Su cuerpo era estupendo, de los que hacen soñar, y ella se entregaba por entero. Me sorprendía por la intensidad de mi propio deseo que era casi enteramente físico. Mi mente quedaba curiosamente aparte de su cuerpo y del mío. Era como si nos estuviera observando desde lejos.
La conclusión aportó descanso y liberación, pero nada más. Me retiré y tuve la impresión de encontrarme en medio de un inmenso desierto de arena y de maleza seca. Hubo un momento de tristeza infinita. Sentí el dolor palpitar al fondo de mi garganta y las lágrimas subieron a mis ojos.
Luego ese abatimiento pasó. No sé lo que lo trajo ni lo que se lo llevó.
Ella me dijo sonriendo.
– Bien -dijo sobre sí misma para darme la cara y posó una mano sobre mi brazo-. Ha sido muy bonito, Matt.
Me vestí, rechacé otra taza de café. En la puerta, me agarró de la mano, me dio de nuevo las gracias y prometió darme la dirección y el número de teléfono de su nuevo nido. Yo le dije que no dudara en llamarme sea cual fuese la razón. No nos besamos.
En el ascensor, me acordé de algo que había dicho: "creo que se merece una gratificación". Bueno en cierta manera es una forma de llamar a eso como cualquier otra.
Hice el camino de regreso a mi hotel a pie. Me detuve varias veces, una de ellas fue a tomar un café y un sándwich, otra en una iglesia donde tuve la intención de dejar cincuenta dólares en el cepillo hasta que me di cuenta que no podía. Kim me había pagado en billetes de cien y no tenía suficiente suelto.
No sé por qué ni como cogí esa costumbre de dar limosnas. Esa es una de las cosas que comencé a hacer tras haber abandonado a Anita y a los críos y pasar a Manhattan. Ignoro lo que las iglesias hacen con ese dinero, pero estoy seguro de que ellas no tienen más necesidad que yo. Desde hace tiempo trato de romper con esa costumbre, pero cada vez que toco dinero me entra una sensación de nerviosismo que no puedo calmar hasta que no meto un diez por ciento de la suma en el cepillo de cualquier iglesia. Debe ser una especie de superstición, por eso pienso que una vez que ha empezado debo continuar con ello o sino algo terrible se me echará encima.
Dios sabe que es absurdo. Que haga donativos a la iglesia no va a evitar que ocurran catástrofes.
Este particular donativo tendrá que esperar. De todas maneras me senté durante varios minutos disfrutando de la paz que me proporcionaba la iglesia desierta. Dejé mi espíritu vagar un momento. Al poco un anciano se sentó al otro lado del pasillo. Cerró los ojos y pareció abandonarse en una profunda meditación.
Me preguntaba si estaba rezando. Me preguntaba qué sensación producía el rezar y qué podría aportar a la gente. Cuando me encuentro en una iglesia -no importa cuál- me entran ganas de rezar, pero no sé cómo.
Esa noche asistí a la reunión de St. Paul's, pero fui incapaz de concentrarme en lo que estaban diciendo. Pensaba en otras cosas. Durante el coloquio, el muchacho de la reunión del mediodía anunció que había llegado a los noventa días, y una vez más recibió una ovación por parte de todo el mundo. El conferenciante le dijo:
– ¿Sabes lo que viene detrás de los noventa días? Tus siguientes noventa días.
Cuando llegó mi turno dije:
– Me llamo Matt. Paso.
Me acosté temprano. No tardé mucho en dormirme, pero las pesadillas me despertaron varias veces. Mi pensamiento consciente se escapaba cada vez que trataba de recuperarlo.
Por fin me levanté, salí a desayunar, compré el diario y subí a mi habitación a leerlo. El domingo al mediodía había una reunión no muy lejos de mi hotel. Nunca había asistido pero figuraba en la lista de reuniones. Cuando me decidí a ir ya debía estar acabando. Me quedé en mi habitación leyendo el diario.
Beber hacía que el tiempo pasara volando. Solía sentarme en la barra de Armstrong durante horas, bebiendo café con bourbon, bebiendo despacio, sorbo a sorbo, mientras las horas pasaban. Tratas de hacer lo mismo sin alcohol y no funciona. Es imposible.
Sobre las tres pensé en Kim. Fui hasta el teléfono para llamarla pero me detuve. Nos acostamos juntos porque ese era el regalo que sabía hacer y que yo no sabía rechazar, pero eso no nos hacía amantes. No nos comprometía en nada, y fuera lo que fuera lo que tuvimos entre manos se había acabado.
Recordé sus cabellos y la Medusa de Jan Kane, lo que hizo que me entraran deseos de llamar a Jan. ¿Pero qué conversación podríamos tener?
Podría decirle que iba por el séptimo día y medio sin alcohol. No tenía ningún contacto con ella desde que comenzó a asistir a las reuniones por sí misma. Le había aconsejado evitar a la gente, los lugares y todo lo que estuviera asociado a la bebida, y yo entraba en esa categoría. ¿Y qué? Eso no significaba que ella no quisiera verme. Y por la misma razón tampoco significaba que yo quisiera verla.