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Habíamos pasado algunas noches estupendas bebiendo juntos. Quizá podríamos pasar momentos tan agradables sin la bebida. Pero lo más seguro es que fuera como estar sentado en el bar de Armstrong durante cinco horas sin bourbon en el café.

Lo más lejos que llegué fue a buscar su número pero no me atreví a llamarla.

El conferenciante en St. Paul's contó cómo verdaderamente había tocado fondo. Había sido heroinómano durante muchos años. Se había desenganchado y se pasó a la bebida para convertirse en uno de los vagabundos desaliñados de Bowery. Daba la impresión de que había visto el infierno y de que no había olvidado el espectáculo.

En el descanso, Jim me acorraló contra la cafetera. Me preguntó qué tal estaba. Le respondí que no estaba mal. Me preguntó entonces cuánto hace que no bebía.

– Hoy es mi séptimo día.

– Eso es estupendo, Matt. Estupendo.

En el coloquio me dije que quizás me decidiera a hablar cuando fuera mi turno. No sabía si decir que era un alcohólico ya que no estaba seguro de serlo, de todas maneras siempre podía decir que estaba en mi séptimo día o que estaba contento de estar ahí, o cualquier cosa. Sin embargo cuando llegó mi turno dije lo de siempre.

Una vez acabada la reunión, Jim se me acercó cuando estaba recogiendo mi silla de tijera y me dijo:

– ¿Sabes que un pequeño grupo de nosotros solemos parar en el Cob's Corner para tomar un café al salir de aquí. Ya sabes, para cotillear un poco. ¿Por qué no nos acompañas?

– Bueno, me gustaría ir -tercié-. Pero me es imposible esta noche.

– Entonces, ¿en mejor ocasión?

– Por supuesto, Jim.

Podía haber ido. No tenía nada que hacer. Sin embargo me fui a Armstrong y comí una hamburguesa, un pastel de queso y bebí una taza de café. Pude haber tomado lo mismo en Cob's Corner.

En fin, siempre me ha gustado Armstrong los domingos por la noche. No hay mucha clientela; sólo los habituales. Tras haber comido, llevé mi taza a la barra y charlé un rato con un técnico de la CBS que se llamaba Manny y un músico llamado Gordon. Ni siquiera tuve deseos de beber.

Fui a acostarme. Me levanté con un sentimiento de inseguridad que achaqué a un sueño que no pude recordar. Tras ducharme y afeitarme esa extraña sensación seguía ahí. Me vestí, bajé, dejé una bolsa con ropa sucia en la lavandería y un traje y un pantalón en la tintorería. Tomé el desayuno y leí el Daily News. Uno de los columnistas había entrevistado al marido de la joven mujer que había recibido los disparos de fusil en Gravesand. Se acababan de mudar a aquella casa. Era la casa de sus sueños, la oportunidad de vivir finalmente una vida agradable en un barrio agradable. Y ocurrió que esa pareja de delincuentes, tratando de huir, escogieron precisamente esa casa. "Como si la mano de Dios hubiera señalado a Claire Ryzcek", escribió el columnista.

En las noticias breves me enteré de que dos vagabundos de Bowery se habían peleado por una camisa que uno de ellos había encontrado en una estación del metro. Uno de ellos había apuñalado al otro con una navaja de veinte centímetros. La víctima tenía cincuenta años y su asesino treinta y tres. Me preguntaba si el incidente hubiera sido considerado por la prensa si no hubiera tenido lugar bajo tierra. Cuando se matan entre sí en los asilos de Bowery no es motivo de noticia.

Continué pasando las hojas del diario como si esperase encontrar algo en particular. Ese vago sentimiento de malestar seguía sin quitárseme. Tenía la impresión de tener una ligera resaca y tuve que recordarme que no había bebido nada la noche previa. Era mi octavo día.

Fui al banco, deposité parte de los quinientos dólares en mi cuenta y cambié el resto en billetes de diez y de veinte. Entré en la iglesia de St. Paul's para desembarazarme de cincuenta pavos pero había una misa. De manera que me dirigí al YMCA de la calle 63 donde escuché el testimonio más aburrido que había oído hasta la fecha. Me pareció que el conferenciante mencionó cada trago desde la edad de los once hasta ahora. Su voz monótona se convirtió en un suplicio de tres cuartos de hora.

Cuando terminó, me fui a sentar al parque y me comí un perrito caliente que compré a un vendedor ambulante. Volví a mi hotel a las tres, me eché un poco, salí de nuevo a las cuatro y media. Compré el Post y fui a leerlo al bar de Armstrong. Debí haber visto el amplio titular cuando lo compré, pero no presté atención. Me senté en una mesa, pedí un café, miré la primera página y, ¡bang!

"Call-girl masacrada".

Sabía que lo iba a leer. Pero también sabía que no tenía verdadera necesidad de leerlo. Me quedé un momento sentado con los ojos cerrados y el periódico entre mis manos crispadas, tratando de alterar el curso de la historia con la sola fuerza de mi voluntad. Un color -el azul de sus ojos- irradiaba detrás de mis párpados cerrados. Respiraba con dificultad y, de nuevo, esa sensación al fondo de mi garganta.

Pasé esa maldita página y ahí estaba, en la tercera, en el lugar donde sabía que encontraría la crónica. Ella estaba muerta. El muy hijo de puta la había matado.

SEIS

Kim Dakkinen había muerto en una habitación de la sexta planta del hotel Galaxy, uno de los edificios de reciente construcción de la Sexta Avenida, entre la calle 50 y 60. La habitación estaba registrada a un tal Sr. Charles Owen Jones, de Fort Wayne, Indiana, que había pagado la noche por anticipado tras firmar en el libro de registro a las veintiuna quince del domingo y haber reservado la habitación media hora antes. Tras una primera investigación descubrieron que no existía ningún Sr. Jones en Fort Wayne, y tampoco existía la calle que figuraba en el libro del hotel, de esto se deducía que había dado un nombre falso.

El Sr. Jones no se había servido del teléfono de su habitación y no había añadido ningún gasto a la cuenta. Se había evaporado al cabo de un número de horas indeterminadas sin tomar la molestia de dejar la llave en recepción. De hecho, había colgado el letrerito de No molesten en la puerta de su habitación, y las limpiadoras lo habían respetado escrupulosamente hasta las once del lunes por la mañana; hora en la que la habitación debía ser abandonada. Fue en ese momento cuando una de las mujeres llamó a la habitación para prevenir al Sr. Jones. No habiendo respuesta abrió con su propia llave.

Ella se encontró con lo que el reportero del Post calificó como un "espectáculo de un horror indescriptible". Una mujer desnuda yaciendo sobre la alfombra a los pies de una cama deshecha. La cama y la carpeta estaban impregnadas de su sangre. La mujer había sucumbido a las múltiples heridas, siendo golpeada numerosas veces con una bayoneta o un machete según el examen del forense. El asesino había desfigurado su rostro hasta tal punto que era irreconocible. Un periodista había encontrado una fotografía suya en el "lujoso apartamento" de la señorita Dakkinen, donde se podía ver con qué material había trabajado el asesino. En la fotografía, Kim estaba peinada de otro modo: sus rubios cabellos le caían en cascada sobre los hombros y una sola trenza rodeaba su cabeza como una tiara. Estaba radiante, su mirada era clara y se asemejaba a una Heidi adulta.

El bolso de mano, hallado en el lugar del crimen, había permitido identificarla y el dinero que contenía llevó a los inspectores a descartar el robo como motivo del crimen.

No era broma.

Dejé el diario sobre la mesa. Me di cuenta con gran sorpresa que mis manos temblaban. Temblaba aún más mi interior. Le hice una seña a Evelyn y, cuando ella se acercó le pedí un bourbon doble.

Ella dijo:

– ¿Estás seguro, Matt?

– Claro que lo estoy.

– Bueno…, hace tiempo que no bebes. ¿De verdad quieres volver a empezar.

Pensé: ¿Y a ti que más te da, pequeña? Respiré hondo y respondí:

– Quizá tengas razón.