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– El viernes por la noche la dejó en el 444 del Central Park West. Quizá ella viva ahí, pero lo más probable es que se dirigiera allí para asistir a una fiesta en honor de un boxeador profesional llamado Kid Bascomb y es probable que alguien de ese edificio haya organizado una fiesta en su honor.

El quería interrumpirme, pero yo proseguí:

– Esa misma noche Chance se enteró de que la señorita Dakkinen quería poner fin a la relación que mantenía con él. El sábado por la tarde él la visitó en su apartamento de la calle 37 Este y le dijo que no tenía objeciones. Él le pidió que abandonara el apartamento antes de fin de mes. El apartamento era suyo, era él quien pagaba la renta y quien la había instalado en él.

– Un momento -dijo Durkin, y oí el ruido de alguien pasando papeles-. El apartamento estaba alquilado a un tal David Goldman. Ese es también el nombre del abonado en el teléfono de la señorita Dakkinen.

– ¿Ha encontrado a David Goldman?

– No todavía.

– Me temo que nunca lo encontrará, a menos que el tal Goldman sea un abogado o un representante del que se sirve como fachada a Chance. En cualquier caso lo que quiero decir es que Chance no tiene la pinta de llamarse David Goldman.

– Usted dijo que era negro.

– Así es.

– Le ha visto alguna vez.

– Así es. Sin embargo no frecuenta ningún sitio en particular, suele parar en los sitios más diversos. No he conseguido saber dónde para. Tengo la impresión de que nadie lo sabe.

– No habrá ningún problema -terció Durkin-. Encontraremos su dirección a través de su número de teléfono, aunque no figure en la guía. Usted no ha dado su número, ¿recuerda?

– Creo que se trata de un servicio de abonados ausentes.

– Bueno, de cualquier forma tendrán un número donde localizarle.

– Quizás.

– No parece muy seguro.

– No es persona que se deje ver fácilmente.

– ¿Cómo se las apañó para encontrarlo? ¿Qué relación tiene con todo este asunto?

Me entraron ganas de colgarle. Le había dado todo lo que tenía y no me apetecía responder a preguntas. Pero yo era mucho más fácil de encontrar que Chance, y si le colgaba a Durkin éste me echaría el guante en un abrir y cerrar de ojos. Respondí:

– Yo le he visto el viernes por la noche. Kim Dakkinen me pidió que intercediera por ella.

– ¿Interceder, de qué forma?

– Diciéndole que ella quería marcharse. Ella tenía miedo de decírselo por sí misma.

– Y usted habló por ella.

– Así es.

– ¿Es usted un proxeneta también, Scudder? ¿Tenía ella la intención de pasar bajo su protección?

Mis uñas se clavaron en el aparato.

– No, Durkin, ése no es mi trabajo. ¿Por qué me hace esa pregunta? ¿Es que acaso su madre quiere cambiar de tío?

El se calló, yo proseguí:

– Kim Dakkinen era una amiga de una amiga. Si quiere referencias mías se puede dirigir a un policía llamado Gusik. ¿Sigue en la comisaría de Midtown North?

– ¿Usted conoce a Gusik?

– Nunca hemos tenido un amor el uno por el otro pero él le podrá decir que soy honrado. Le dije a Chance que ella quería dejarlo y él dijo que no veía ningún inconveniente. El la vio al día siguiente y le contó lo mismo. Ella fue asesinada la noche pasada. ¿Cree usted que ella murió alrededor de las doce?

– Sí, pero es una hora aproximada. La encontramos once horas más tarde. Y debido al estado del cadáver el forense no debió tener muchas ganas de realizar un examen en profundidad.

– ¿Tan terrible es?

– Lo siento por esa pobre limpiadora. Es ecuatoriana, creo que no tiene permiso de residencia, apenas habla inglés y tuvo que ser ella la que se encontró el muerto. ¿Le importaría venir a ver el cadáver? ¿Identificarlo formalmente?

– ¿No puede identificarlo de otro modo?

– Sí. Tenemos sus huellas. Hace años fue arrestada en Long Island acusada de delinquir con intención. Quince días. Es su único arresto.

– Luego trabajó en una casa -dije-, y a continuación, Chance la instaló en el apartamento de la calle 37.

– Una auténtica odisea neoyorkina. ¿Tiene algo más Sr. Scudder? ¿Y cómo lo puedo localizar si alguna vez lo necesito?

No tenía nada más. Le hice saber mis señas. Nos despedimos con las frases de costumbre y colgué. El teléfono sonó inmediatamente. Debía cuarenta y cinco centavos por haberme sobrepasado de los tres minutos a los que me daba derecho la moneda de diez centavos. Volví a la barra y despedacé otro pavo, puse el dinero en la ranura y pedí otra copa al barman. Un Early Times seco con un vaso de agua.

Este me pareció mejor que el primero. Tras vaciarlo sentía que algo se desataba dentro de mí.

En las reuniones te dicen que es la primera copa la que te emborracha. Bebes una y se desencadena un proceso irresistible y sin verlo tomas otra copa, y otra, y otra y terminas merluza. Bueno, quizá no fuera un alcohólico puesto que no era eso lo que me estaba pasando. Había tomado dos copas y me sentía mucho mejor de lo que me sentía antes de tomarlas y, verdaderamente no me apetecía seguir bebiendo.

Me voy a dar una oportunidad, pensé. Me quedaré ahí durante un rato más y pensaré lo de un tercer trago.

No, no me apetecía. Estaba a gusto tal como estaba.

Dejé un pavo en la barra, cogí el resto del cambio y me encaminé a casa. Pasé delante de Armstrong y no me apeteció entrar a beber porque no tenía ganas de ello.

La primera edición del News ya debía de haber salido. ¿Me encontraba con ganas de ir hasta la esquina a comprarla?

No. A la mierda con ella.

Me detuve en recepción. Ningún mensaje. Jacob estaba de servicio, tarareando una melodía, cubriendo las cuadrículas de un crucigrama.

Dije: Jacob, quiero darte las gracias por el favor que me has hecho anoche con lo de aquella llamada.

– Hombre, bueno…

– Fue estupendo. Verdaderamente me ha sorprendido.

Subía arriba y me preparé para ir a la cama. Estaba cansado y me sentía sin aliento. Por un momento, antes de dormir, experimenté de nuevo ese malestar de haber perdido algo. ¿Pero qué pude haber perdido?

Pensé: siete días. Has estado sobrio siete días, casi ocho, y los has perdido. Se han esfumado.

OCHO

A la mañana siguiente compré el News. Una nueva atrocidad había desplazado a Kim Dakkinen de la primera página. En Washington Heights un joven cirujano, residente en el hospital de Columbia Presbyterian, había sido asesinado por un disparo en un intento de robo en Riverside Drive. El no había opuesto ninguna resistencia a su agresor, que le había matado sin razón aparente. La viuda de la víctima esperaba un niño a principios de febrero.

La muerte de la call-girl se hallaba en una de las páginas interiores. El artículo no aportaba nada que no me hubiera dicho Durkin la noche anterior.

Caminé durante un buen rato. Al mediodía me dejé caer por la reunión del YMCA, pero no me podía concentrar y me marché durante el testimonio. Comí un bocadillo de carne ahumada y bebí una cerveza. Bebí otra cerveza a la hora de cenar. A las ocho y media caminé hasta St. Paul's, di una vuelta a la manzana y volví a mi hotel sin entrar en la reunión. Me apetecía echar un trago, pero ya había tomado dos cervezas y había decidido que dos vasos al día sería mi cupo. Mientras no me excediera no tendría problemas. Daba igual si los tomaba por la mañana temprano o antes de acostarme, en mi habitación, o en el bar, solo o en compañía.

El día siguiente, miércoles, me levanté y fui a desayunar, ya tarde, al bar de Armstrong. Caminé hasta la biblioteca municipal donde pasé un par de horas, luego me fui a sentar a Bryant Park hasta que los traficantes me sacaron de quicio. Estos se han adueñado de los jardines públicos y se figuran que sólo los clientes potenciales eran los únicos que tenían interés en disfrutar de ellos, lo que hacía que uno no pudiese leer el periódico sin recibir constantemente ofertas de hachís, ácidos, cocaína y Dios sabe qué.