– No habrá próxima vez.
– ¿Que no? A menos que aparezca en otro hospital o que se muera antes de llegar aquí.
La ropa que me trajeron estaba en un estado lamentable, sucias de rodar por la calle. La camisa y la chaqueta estaban salpicadas de sangre debido a una herida que tenía en la cabeza y que tuvieron que coserme nada más llegar al hospital. Debí hacerme la herida durante mi ataque epiléptico, a no ser que fuera en el transcurso de mis aventuras anteriores. Llevaba encima el dinero suficiente para pagar los gastos de hospitalización. Lo que era un pequeño milagro.
Había llovido durante la mañana y las calles seguían mojadas. Me detuve en la acera y sentí mi confianza evaporarse poco a poco. Al otro lado de la calle había un bar. Tenía dinero para una copa y sabía que me podía hacer sentir mejor.
Sin embargo volví a mi hotel. Me hizo falta armarme de coraje para acercarme a la recepción para coger mi correo y los mensajes, como si hubiera hecho alguna cosa vergonzosa y tuviera que presentar mis excusas al conserje. Lo peor era que no sabía lo que había hecho durante el tiempo en que perdí la memoria.
La expresión del empleado no mostró nada esclarecedor. Quizás me había pasado todo el tiempo en mi habitación bebiendo solo. Quizás no había vuelto a pisar el hotel tras salir el domingo por la noche.
Una vez que subí a mi habitación deseché esta última hipótesis. Evidentemente había vuelto por aquí, ya fuera el lunes o el martes, porque la botella de J.W. Dant estaba vacía, y junto a la cómoda había una botella vacía de Jim Beam. La etiqueta del vendedor me indicó que había sido comprada en la Octava Avenida.
Me dije: Bien, he aquí tu primera prueba. O bebes, o no bebes. Vertí el bourbon en el lavabo y arrojé las botellas a la basura.
El correo no tenía ningún interés. Lo deseché y miré los mensajes. Anita había llamado el lunes por la mañana. Un tal Jim Faber había llamado el martes por la noche y había dejado su número. Y Chance había llamado una vez anoche y otra esta mañana.
Me di una larga ducha caliente, me rasuré cuidadosamente y me puse ropa limpia. Me deshice de la camisa, pantalones y ropa interior que llevaba cuando entré en el hospital y dejé el traje a un lado, esperando que en la tintorería pudieran hacer algo para repararlo. Volví a coger los mensajes y los examiné.
Anita, mi ex mujer. Chance, el chulo que había matado a Kim Dakkinen, y alguien llamado Jim Faber. No conocía a nadie llamado Faber, a menos que fuera algún borracho que se hubiera convertido en compañero durante mis dos días de vagabundeo.
Arranqué la hoja en la que estaba escrito su número de teléfono y me pregunté si valía la pena un viaje hasta el hall o si sería mejor llamar por medio de la operadora del hotel desde mi habitación. Si no hubiera vaciado la botella, en ese momento habría echado un buen trago. Lo que hice fue bajar y llamar a Anita desde el teléfono del hall.
Fue una conversación extraña. Estuvimos muy atentos, como solemos serlo siempre, y luego nos rehuimos el uno al otro como boxeadores profesionales. En el primer asalto me preguntó por qué la llamaba.
– Te estoy devolviendo tu llamada -respondí-. Siento no haberte llamado primero.
– ¿Que tú me devuelves qué?
– Tengo una nota que dice que me llamaste el lunes.
Hubo un silencio, luego ella dijo:
– Matt, hemos hablado el lunes por la noche. Tú ya me has devuelto mi llamada. ¿No te acuerdas?
Sentí un escalofrío como si alguien estuviera rascando una tiza sobre una pizarra.
– Por supuesto que me acuerdo. ¿Pero cómo llegaría de nuevo esta nota a mi casilla? Pensé que me llamaste otra vez.
– Pues no.
– Ya. La nota se me debió de caer y algún imbécil creyó hacerme un favor volviendo a colocarla en mi casilla.
– Sí, eso debió ser lo que pasó.
– Seguro -afirmé-. Anita, estaba un poco bebido la otra noche cuando te llamé y no me acuerdo muy bien de lo que hablamos. ¿Te importaría recordarme la conversación de la otra noche, por si acaso hubiera algo que olvidara?
Habíamos hablado de la ortodoncia de Mickey. Yo le había aconsejado que pidiera la opinión de otro especialista. Le aseguré que esa parte la recordaba. ¿Había algo más? Yo había mencionado que esperaba mandar dinero pronto, una suma más importante que lo que había mandado últimamente, y que entonces no habría ningún problema para pagar el aparato dental del pequeño Mickey. También le aseguré que recordaba esa parte. Ella dijo que eso fue todo lo que hablamos y que por supuesto yo había charlado con los chicos. Sí, cómo no, recordaba la charla con ellos. ¿Eso era todo? Bueno, entonces mi memoria no era tan mala.
Cuando colgué estaba temblando como una hoja. Me quedé un momento sin hacer nada, tratando de recordar la conversación. No tenía solución. No recordaba absolutamente nada entre el momento en que mis dedos se cerraron sobre aquel tercer vaso, el domingo por la noche, y aquél en que me volvió la consciencia en el hospital. Todo se había esfumado, así de fácil.
Partí la nota en dos, luego en cuatro, y puse los pedazos en mi bolsillo. Miré el otro mensaje. El número que Chance me había dejado era el de su servicio. Yo prefería llamar a la comisaría de Midtown North. Durkin no se encontraba en ese momento, pero me dieron su número particular.
El me respondió con voz un tanto groggy:
– … Ponerse en contacto, ¿cómo?
– Por teléfono. Me dejó un número de teléfono, el de su servicio. Lo cual quiere decir que se encuentra en la ciudad, y usted quiere atraparlo…
– Nosotros no queremos atraparlo.
Durante un angustioso momento pensé que debí de haber hablado con Durkin durante mi período de amnesia. Sin embargo, él siguió hablando y me di cuenta de que eso no había sucedido.
– Lo tuvimos un buen rato en la comisaría -explicó-. Teníamos una orden de arresto pero él vino por si mismo. Tiene un abogado muy astuto, aunque él no lo hace nada mal.
– ¿Lo ha dejado ir?
– No teníamos ningún motivo para retenerlo. El tenía una coartada que cubría ampliamente la hora que fijó el médico. La coartada parece firme y no tenemos nada que la pueda echar abajo. El empleado que recibió a Charles Jones en el Galaxy es incapaz de describirle. Ni siquiera está seguro de que fuera un blanco o un negro. Tiene la impresión de que era un blanco. ¿Cómo presentaría un caso semejante a un jurado?
– Él pudo perfectamente haber alquilado la habitación por medio de alguien. Los grandes hoteles no suelen controlar a la gente que entra y sale.
– Tiene razón. Pudo haber alquilado la habitación por medio de alguien. También pudo haberla matado por medio de alguien.
– ¿Presume que eso fue lo que hizo?
– No me pagan para hacer presunciones. Sé que no tenemos la más mínima prueba contra ese hijo de puta.
Pensé un momento.
– ¿Para qué querrá hablar conmigo?
– ¿Cómo quiere que lo sepa?
– ¿Sabe acaso que fui yo quien le facilitó las cosas a usted?
– No lo oyó de mí.
– ¿Entonces qué quiere de mí?
– ¿Por qué no se lo pregunta usted mismo?
Hacía calor en la cabina. Abrí un poco la puerta para que circulara un poco el aire.
– Quizá sea eso lo que haga.
– Por supuesto. Pero… ¿Scudder? No acepte un encuentro en una calle oscura ¿vale? Porque si él lo pretende, le interesa tener su espalda protegida.
– Desde luego.
– Y si le atraviesa, no olvide dejar un mensaje antes de morir. Es lo que se suele hacer en las películas.
– Lo haré lo mejor que pueda.
– Algo sutil -terció-, pero tampoco muy sutil, ¿entiende? Lo bastante sencillo para que yo lo pueda entender.
Dejé caer diez centavos y llamé al servicio de Chance. La mujer de voz ronca de fumadora, respondió:
– Ocho-cero-nueve-dos. ¿Puedo servirle en algo?