– Oh, eso es estupendo. Puesto que yo tengo verdadera necesidad de un favor. También tengo necesidad de un amigo.
– ¿Cuál es el problema?
Encendió otro cigarrillo para darse a si misma el tiempo de pensar, luego bajó la mirada y contempló sus manos al mismo tiempo que depositaba el encendedor encima del paquete de tabaco. Sus uñas cuidadas, largas sin excesos, esmaltadas con el color marrón rojizo de un viejo Oporto. Llevaba un anillo de oro con una piedra de color verde tallada en forma de rectángulo en el dedo anular de su mano izquierda. Me dijo:
– Sabe cuál es mi trabajo. El mismo que el de Elaine.
– Ya había llegado a esa conclusión.
– Soy una fulana.
Asentí con la cabeza.
Ella se enderezó en su silla, echó los hombros para atrás, se ajustó la chaqueta de piel, se desabotonó el broche del cuello. Sentí una ligera brisa de perfume. Ya había olido ese perfume, pero no pude recordar en que ocasión fue. Levanté la taza y la vacié.
– Quiero acabar.
– ¿Con la prostitución?
Ella asintió con un signo de la cabeza.
– Llevo cuatro años viviendo de ello. Llegué hace cuatro años en julio. Agosto, septiembre, octubre, noviembre. Eso hace cuatro años y cuatro meses. Tengo veintitrés años. Aún soy joven, ¿no le parece?
– Desde luego.
– No me siento joven -terció y se ajustó la chaqueta, subió la cremallera. Algunos destellos se desprendieron de su anillo-. Cuando me bajé del autobús, hace cuatro años, tenía una maleta en una mano y una cazadora vaquera en el brazo. Ahora tengo esto. Es visón de cría.
– Ha mejorado mucho.
– No dudaría en cambiarlo por aquella vieja cazadora. Si pudiera recuperar estos cuatro años. Pero no, no es verdad. Porque si los recuperara volvería a hacer lo mismo, ¿no cree? Oh, si recupero mis diecinueve y sé lo que estoy haciendo ahora, pero de la única manera que lo podría saber es empezando a prostituirme a los quince, con lo que para ahora ya estaría más bien muerta. Hablo por hablar. Lo siento.
– No tiene por qué.
– Quiero acabar con esta vida.
– ¿Y hacer qué? ¿Volver a Minnesota?
– Wisconsin. No, no volvería. Allí no hay nada para mí. Que quiera dejarlo no significa que tenga que volver.
– Por supuesto.
– Puedo complicarme mucho la vida de esa forma. Reduzco todo a dos posibilidades: si A no me va bien siempre me queda B. Pero eso es falso. Falta el resto del alfabeto.
No lo haría mal enseñando filosofía.
– ¿Y yo, Kim? ¿Dónde entro yo en todo esto?
– Oh, es verdad.
Esperé su contestación.
– Tengo un chulo.
– Y quiere dejarle.
– No le he dicho nada. Creo que ya se lo imagina, pero no le he dicho nada y él no me ha dicho nada y…
Durante un breve instante, toda la parte superior de su cuerpo se estremeció y pequeñas gotas de sudor brillaron sobre sus labios.
– Tiene miedo de él.
– ¿Cómo lo ha adivinado?
– ¿La ha amenazado?
– No verdaderamente.
– ¿Qué quiere decir?
– El nunca me ha amenazado, pero me siento amenazada.
– ¿Hay más chicas que hayan intentado largarse?
– No sé mucho sobre sus otras chicas. Es muy diferente de los otros chulos. Por lo menos de los que yo conozco.
Todos son diferentes. No hay más que preguntárselo a sus niñas.
– ¿En qué? -pregunté.
– Es más refinado, más reservado.
Seguro.
– ¿Cómo se llama?
– Chance.
– Nombre o apellido.
– Todo el mundo lo llama así. No sé si es su nombre o su apellido. Quizás ni lo uno ni lo otro, quizás sea un apodo. En este mundo la gente se cambia el nombre según la ocasión.
– ¿Es Kim su verdadero nombre?
Asintió:
– Sí. Sí, pero usaba otro cuando hacía la calle. Tenía otro chulo antes de Chance. Su nombre era Duffy. Se hacía llamar Duffy Green y Eugen Duffy, y a veces tenía otro nombre que ahora no recuerdo -sonrió tratando de recordarlo-. Estaba muy verde cuando llegué a sus manos. No es que él se hubiera hecho cargo de mí nada más salir a la calle pero para el caso…
– Era negro.
– ¿Duffy? Desde luego. Al igual que Chance. Duffy me hizo pisar la acera. Lexington Avenue, y cuando allí hacía demasiado calor, cruzábamos el río y nos íbamos a Long Island City.
Cerró los ojos por un momento. Cuando los abrió de nuevo dijo:
– Me ha venido a la mente un recuerdo de lo que era hacer la calle. Por aquel tiempo me llamaba Bambi. En Long Island City lo hacíamos en los autos de los clientes. Venían de todo Long Island. En Lexington Avenue había un hotel del que nos podíamos servir. Apenas me creo que pudiera hacer aquello, que pudiera vivir de aquella manera, que pudiera ser tan inmadura. Yo no era inocente. Sabía lo que iba a hacer en Nueva York cuando vine, pero no por ello dejaba de ser inmadura.
– ¿Cuánto tiempo ha estado haciendo la calle?
– Cinco o seis meses, creo. No era muy experta. Tenía el cuerpo y los conocimientos, comprende, sabía llevarme, sin embargo no tenía el sentimiento de la calle. Además un par de veces tuve crisis nerviosas y no podía hacer nada. Duffy me pasó un remedio pero lo único que hizo fue que me pusiera enferma.
– ¿Un remedio?
– Ya sabe, drogas.
– Ya.
– Luego me puso en una casa en donde estaba mejor, pero a él no le gustaba por qué tenía menos control sobre mí. Era un gran edificio cerca de Columbus Circle, adonde iba a trabajar como si fuera a una oficina. Estuve en esa casa, no sé, quizás otros seis meses. Luego me fui con Chance.
– ¿A qué se debió el cambio?
– Un día estaba con Duffy en un bar. No era un burdel, sino un club de jazz. Chance entró y se sentó en nuestra mesa. Nos juntamos los tres un rato y nos pusimos a hablar, luego me dejaron sola y siguieron con la charla por su lado, a continuación Duffy volvió solo y me dijo que tenía que irme con Chance. Yo creí que quería que me lo hiciera con él, sabe, como si se tratase de un cliente, y me molestó porque supuestamente esa era mi tarde libre para estar juntos y no tenía por qué estar trabajando. Entonces no tomé a Chance por un chulo. Luego me explicó que de entonces en adelante sería de Chance. Me sentí como un coche recién vendido.
– ¿Fue eso lo que hizo? ¿Duffy la vendió a Chance?
– No sé lo que hizo. Pero me pasé a Chance y todo fue bien. Era mejor que con Duffy. Me sacó de aquella casa, me colocó como call-girl, de eso han pasado, oh…, han pasado tres años.
– Y ahora usted quiere descolgarse.
– ¿Puedo hacerlo?
– No lo sé. Quizás lo puede hacer sola. ¿Usted no le ha dicho absolutamente nada, ni una palabra? ¿Ni siquiera se lo ha insinuado?
– Tengo miedo.
– ¿De qué?
– De que me mate o me desfigure, o cualquier cosa parecida. O de que me persuada y me haga cambiar de parecer.
Se inclinó hacia delante y colocó sus uñas rojizas sobre mi muñeca. Era un gesto estudiado, pero sin ningún efecto. Respiré su perfume y sentí su impacto sexual. No me excitó, pero sin desearla, tuve conciencia de su poder de atracción. Continuó diciendo:
– ¿Puede ayudarme Matt?
No pude evitar reírme y respondí:
– Sí. Creo que sí.
– Gano dinero, pero no lo guardo. Además, no gano mucho más de lo que ganaba trabajando en la calle. Sin embargo tengo un poco.
– ¡Oh!
– Mil dólares.
No dije nada. Ella abrió su bolso, sacó un sobre blanco que abrió y del que extrajo unos billetes. Con un discreto movimiento los dejó sobre la mesa, entre nosotros.
– ¿Podría hablarle por mí?
Tomé los billetes y los sostuve en la mano. Me proponían hacer de intermediario entre una puta y un chulo negro. No era un papel muy tentador.
Hubiera deseado devolverle el dinero; apenas hacía nueve o diez días que había salido del hospital Roosvet y les debía dinero. A primeros de mes tenía que pagar el alquiler y hacía mucho tiempo que no enviaba nada a Anita y a los muchachos. Tenía dinero en mi cartera y también en el banco, pero no eran gran cosa, y el dinero de Kim Dakkinen era tan bueno como cualquier otro, era fácil de ganar, y la manera en que ella lo había conseguido no me concernía lo más mínimo.