– ¿De veras? La única cosa que sabe sobre mí es que sé como mirar un combate de boxeo. Eso no es mucho.
– Pero cuenta. Además sé bastante más que eso. He estado preguntando por ahí. Sé cómo trabaja, mucha gente lo conoce y la gran mayoría hablan bien de usted.
Me quedé en silencio un momento, luego dije:
– El tipo que la ha matado quizás sea un psicópata. Esa fue la impresión que dejó.
– El viernes me enteré que quería dejarme. El sábado le comuniqué que no veía objeciones. El domingo un loco vuela desde Indiana y la corta en pedazos. ¿Le parece una simple coincidencia?
– Hay coincidencias muy a menudo -tercié-, pero no, no me parece que sea una coincidencia -ya no podía seguir más, dije-: No tengo muchos deseos de ocuparme de este caso.
– ¿Por qué no?
Pensé: porque no deseo hacer nada. Quiero sentarme en una esquina oscura y desconectar con el mundo. Me apetece un trago, maldita sea.
– Ese dinero le puede ser útil.
Eso era verdad. No me quedaba mucho de mis últimos honorarios y mi hijo Mickey necesitaba una ortodoncia, y tras eso sería otra cosa.
– Tengo que pensarlo.
De acuerdo.
– Soy incapaz de concentrarme ahora. Necesito tiempo para situarme.
– ¿Cuánto tiempo?
Pensé: meses, pero respondí:
– Un par de horas. Lo llamaré esta noche. ¿Hay algún número a donde pueda llamarlo o llamo a su servicio?
– Diga una hora que le convenga. Me encontrará delante de su hotel.
– No tiene por qué hacer eso.
– Es demasiado fácil decir no por teléfono. Prefiero una respuesta con la persona delante. Y, además, si responde que sí, tendremos que hablar un rato. Sin contar con el hecho de que pedirá un anticipo.
Me encogí de hombros.
– Su hora será la mía.
– ¿A las diez?
– Delante de su hotel.
– De acuerdo. Pero si tuviera que responder ahora sería no.
– Entonces es una suerte que tenga hasta las diez.
Pagó los cafés, yo no discutí.
Volví al hotel y subí a la habitación. Traté de pensar con lucidez, cosa que no pude. No me encontraba a gusto. Iba y venía del sillón a la cama, preguntándome por qué no le había dicho que no de mano. Ahora me encontraba con el problema de encontrar algo en lo que ocupar mi tiempo hasta las diez, para entonces, armarme de coraje y rechazar lo que me proponía.
Sin pensar mucho lo que estaba haciendo me coloqué el sombrero y el abrigo y me fui hasta Armstrong. Atravesé la puerta sin saber lo que iba a pedir. Me acerqué a la barra y Billie comenzó a negar con la cabeza cuando me vio llegar. Dijo:
– Lo siento muchísimo, Matt. No puedo servirte.
Sentí mi rostro teñirse de rojo. Estaba avergonzado y enfadado.
– ¿De qué estás hablando? ¿Crees que estoy borracho?
– No.
– ¿Entonces por qué demonios no me vas a poder servir?
Su mirada evitó la mía.
– Yo no hago el reglamento. No dije que no fueras bienvenido en este establecimiento. Café o Coca-Cola, o cualquier cosa de comer. Después de tanto tiempo eres de la clientela y aquí te tenemos cariño. Pero tengo orden de no servirte alcohol.
– ¿Quién lo dice?
– El jefe. Cuando estuviste aquí la otra noche…
– Oh, Dios mío. Le dije:
– Siento mucho lo de la otra noche, Billie. Déjame decirte la verdad, tuve un par de noches malas. Ni siquiera sé por qué vine aquí.
– No te preocupes.
Mierda. En ese momento hubiera querido encontrarme bajo tierra.
– ¿Estaba muy mal, Billie? ¿Causé algún problema?
– Bueno, hombre. Estabas borracho. Eso pasa, ¿verdad? Hace tiempo, la dueña de la pensión en la que vivía, una irlandesa, me dijo un día tras llegar la noche anterior con una borrachera que no veía: "Pero hijo, eso le puede pasar a un obispo". No Matt, no armaste ningún jaleo.
– Entonces…
– Escucha -dijo, inclinándose hacia delante-, te voy a repetir lo que me dijo el jefe. Dijo: "si ese tipo quiere beber hasta morir no puedo detenerlo, y si quiere entrar aquí será bien recibido, pero no seré yo quien le venda alcohol".
– Entiendo.
– Si fuera por mí…
– De todas formas no vine a tomar una copa, sino a por un café.
– En ese caso…
– En ese caso a la mierda el café -dije-. En ese caso me apetece un trago y no creo que sea difícil encontrar a alguien que me lo sirva.
– No te lo tomes así.
– No me digas cómo me lo tengo que tomar. Déjame en paz, coño.
Había algo gratificante en esa muestra de cólera. Salí a grandes pasos y me quedé un momento parado en la acera, preguntándome a dónde iría a tomar una copa.
Oí que alguien me llamaba por mi nombre. Me volví. Un tipo vestido de militar me sonreía amablemente. No lo reconocía en un primer momento. Me dijo que estaba contento de verme y me preguntó que tal estaba. En ese momento caí. Respondí:
– Hola Jim. No me va del todo mal.
– ¿Vas a la reunión? Te acompaño.
– Oh -balbuceé-. Lo siento pero no creo que pueda ir esta noche. Tengo una cita.
No dijo nada pero sonrió. Yo sentí un chasquido; le pregunté si su apellido era Faber.
– Así es.
– ¿Me llamaste al hotel?
– Sólo quería saludarte. Nada importante.
– El nombre no me dijo nada, de otro modo te habría devuelto la llamada.
– Por supuesto. ¿Estás seguro de que no quieres ir a la reunión?
– De veras que me gustaría ir, pero…
Esperó.
– He tenido bastantes problemas estos últimos días, Jim.
– Eso no es extraño, sabes.
Ni siquiera podía mirarle. Le dije:
– He empezado a beber. Estuve, no sé, siete u ocho días. Luego empecé de nuevo. Todo iba bien, ya sabes, controlando, pero una noche tuve problemas.
– Tus problemas comenzaron cuando tomaste aquel primer trago.
– Quizá, no lo sé.
– Por eso te llamé -dijo con voz reposada-. Pensé que igual necesitabas ayuda.
– ¿Cómo lo sabías?
– Bueno, no estabas muy fresco el lunes por noche en la reunión.
– ¿Estuve en la reunión?
– ¿No te acuerdas? Tenía el presentimiento de que pasabas por un lapsus.
– ¡Oh, Dios mío!
– ¿Qué ocurre?
– ¿Fui allí borracho? ¿Entré borracho en la reunión de la A.A.?
El rió.
– Según lo dices parece un pecado mortal. ¿Acaso piensas que eres el primero?
Me entraron ganas de morirme.
– Pero eso es terrible -dije.
– ¿Qué es terrible?
– Nunca podré volver. Nunca seré capaz de volver a entrar por esa puerta.
– Sientes vergüenza de ti mismo, ¿verdad?
– Claro que sí.
El asintió:
– Yo también sentía vergüenza de mis períodos de amnesia. No quería que me hablaran de ello y siempre tenía miedo de lo que pudiera hacer. Si te puede ayudar te diré que no hiciste nada terrible. No montaste ningún escándalo. No cortaste la palabra de los otros. Vertiste una taza de café, eso fue todo.
– ¡Oh, Dios mío!
– Pero no la vertiste sobre nadie. Estabas ebrio, simplemente. Si lo quieres saber no tenía un aire festivo. De hecho tenías un aspecto bastante miserable.
Encontré el coraje para decirle:
– Acabé en el hospital.
– ¿Y ya has salido?
– Firmé mi salida esta tarde. Sufrí un ataque, por eso me llevaron allí.
– Lo entiendo.
Caminamos un momento en silencio, luego le dije:
– No creo que me pueda quedar toda la reunión. Tengo que ver a una persona a las diez.
– Te dará tiempo de quedarte casi hasta el final.
– Sí, supongo que sí.
Me pareció que todo el mundo me miraba. Algunos me saludaron y yo veía ironía en sus saludos. Otros no me decían nada y yo pensé que me estaban evitando porque mi borrachera les había ofendido. Estaba tan molesto que hubiera deseado convertirme en el hombre invisible.