Durante el testimonio no me podía aguantar en el sitio. No dejaba de hacer viajes a la cafetera. Estaba convencido de que mis idas y venidas no eran bien recibidas, pero me sentía terriblemente atraído por la cafetera.
Mi mente se perdía constantemente. El conferenciante era un bombero de Brooklyn y contó una historia muy interesante pero no pude concentrarme en ella. Contó como todo el mundo en su departamento de bomberos habían sido bebedores empedernidos y que los que no bebían eran traspasados a otros departamentos.
– El capitán era un alcohólico y quería verse rodeado de alcohólicos -explicó-. Solía decir: "Denme hombres borrachos suficientes y apagaré cualquier incendio en no importa dónde". Y tenía razón. Estábamos dispuestos a todo, ir a cualquier sitio, correr los más insensatos peligros. Porque estábamos tan borrachos que no nos dábamos cuenta.
No entendía nada: había controlado mi consumo de alcohol y todo iba perfectamente. Excepto cuando no fue tan perfectamente.
En el descanso dejé caer un pavo en el platillo y volví a rellenar la taza. Esta vez conseguí comer una galleta. Estaba de nuevo en mi sitio cuando empezó el coloquio.
Perdía constantemente el hilo de la cuestión, pero no parecía tener importancia. Escuché lo mejor que pude y aguanté todo lo que pude. A las diez menos cuarto me levanté y me escurrí por la puerta discretamente. Tenía la sensación que todo el mundo me miraba y deseaba decirle que no iba a beber más, que tenía que ver a una persona, que tenía una cita de negocios.
Me di cuenta más tarde de que me hubiera podido quedar hasta el final. St. Paul's, no estaba ni a cinco minutos de mi hotel. Chance podía haber esperado.
Quizás buscaba un pretexto para irme antes de que fuera mi turno de hablar.
Llegué al hall a las diez en punto. Vi llegar el vehículo de Chance, salí a la calle y la crucé. Abrí la puerta, subí y la cerré. El me miró.
– ¿El puesto sigue vacante?
Asintió con la cabeza.
– Si lo quiere…
– Lo quiero.
Asintió de nuevo, arrancó y nos pusimos en marcha.
ONCE
La carretera de circunvalación de Central Park tiene aproximadamente nueve kilómetros de largo. Estábamos en nuestra cuarta vuelta en el sentido de las agujas del reloj. Chance hablaba casi todo el tiempo. Yo había sacado mi agenda y, de cuando en cuando, anotaba alguna cosa.
Primero me habló de Kim. Sus padres eran unos inmigrantes finlandeses que se habían instalado en una granja al oeste de Wisconsin. La ciudad más cercana se llamaba Eau Claire. Kim había sido bautizada Kirac y pasó buena parte de su niñez ordeñando vacas y cultivando el huerto. Cuanto tenía nueve años su hermano mayor comenzó a abusar de ella; iba todas las noches a su habitación y la obligaba a tener relaciones sexuales con él.
– Salvo que una vez, me contó la misma historia, y era su tío materno, y otra vez era su padre, de manera que quizá sea una historia fruto de su imaginación. O bien, ocurriera en verdad, pero ella la transformó para escapar de la realidad.
Durante su penúltimo año de bachillerato tuvo una aventura con un agente inmobiliario. Él le dijo que iba a abandonar a su mujer para marcharse con ella. Ella hizo las maletas y se fueron a Chicago, en donde se quedaron tres días en un hotel. Tomaban las comidas en la habitación. El segundo día el agente inmobiliario se emborrachó de los pies a la cabeza, y no dejó de decirle que él estaba arruinando la vida de ella. Al tercer día ya estaba repuesto pero la mañana siguiente, cuando ella despertó, él se había esfumado. Había dejado una nota en donde explicaba que volvía con su mujer que la habitación estaba pagada por cuatro días más y que nunca olvidaría a la pequeña Kim. Junto con la nota le había dejado seiscientos dólares en un sobre del hotel.
Ella se quedó hasta el final de la semana. Conoció Chicago y durmió con varios hombres. Dos de ellos le habían dado dinero sin que ella lo pidiera. Ella tuvo la intención de pedírselo a los otros, pero finalmente no tuvo el coraje. Pensó en volver a la granja. Sin embargo en la última noche, conoció a un hombre que se hospedaba en el mismo hotel, un delegado nigeriano que asistía a una especie de conferencia comercial.
– Eso acabó con ella -me dijo Chance-. Dormir con un negro significaba que nunca más podría volver a su granja. Lo primero que hizo a la mañana siguiente fue coger un autobús para Nueva York.
Ella se había equivocado toda la vida hasta que él la apartó de Duffy y le puso en un apartamento para ella sola. Tenía todo lo que le hacía falta para ser una call-girclass="underline" encanto, belleza. Además no tenía ningún problema en ejercer su trabajo.
El tenía a seis mujeres trabajando para él. Ahora, con Kim muerta, le quedaban cinco. Habló sobre ellas a grandes rasgos para pasar más adelante a detallar cada caso, dándome los nombres, direcciones e informaciones precisas.
Yo tomaba bastantes notas ahora. Cuando llegamos al final de nuestra cuarta vuelta al parque giró a la derecha y salió a la calle 72, condujo un par de manzanas y aparcó en la acera.
– Será un momento -dijo.
Yo me quedé donde estaba mientras él llamaba desde una cabina telefónica en la esquina. Había dejado el motor al ralentí. Yo miré las notas tratando de sacar una idea directriz clara de esos hilos de información que me había facilitado.
Chance retomó su lugar al volante, miró por el retrovisor y efectuó su giro habitual.
– He llamado a mi servicio para saber si tenía algún mensaje.
– Debería tener un teléfono en el coche.
– Demasiado complicado.
Nos dirigimos al sur de Manhattan y nos detuvimos junto a una boca de incendio enfrente de un edificio de ladrillos blancos en la calle 17, entre la Segunda y la Tercera Avenida.
– Es la hora de la colecta -dijo.
Otra vez más dejó el motor al ralentí, pero en esta ocasión transcurrieron quince minutos antes de que reapareciera, pasando delante del portero con un discreto trote para colarse ágilmente detrás del volante.
– Ahí es donde vive Donna -dijo-. ¿Le he hablado de Donna?
– La poetisa.
– Ella está muy contenta. Dos de sus poemas han sido aceptados por una revista de San Francisco. Recibirá seis ejemplares gratis del número en que aparezcan sus poemas. Eso es lo único que recibirá, ejemplares de la revista.
El disco cambió a rojo delante de nosotros. Chance aminoró la marcha, miró a derecha y a izquierda y se saltó tranquilamente el semáforo diciendo:
– Una o dos veces sus poemas han aparecido en revistas que le han pagado. En cierta ocasión la suma ascendió a veinticinco dólares. Es lo máximo que ha recibido hasta ahora.
– Parece difícil ganarse la vida de esa manera.
– Un poeta no puede ganar dinero. Las fulanas son perezosas, pero ésta no es perezosa cuando se trata de sus poemas. Ella pude aguantar sentada hasta seis y ocho horas buscando las palabras precisas, y siempre tiene una docena de poemas en el correo. Se los devuelven de un sitio y ella los vuelve a enviar a otro diferente. Se gasta más en sellos que lo que le pagan por sus poemas.
Se calló un instante. Sonrió suavemente cuando dijo:
– ¿Sabe cuánto dinero me acaba de dar? Ochocientos dólares, y eso solamente en los dos últimos días. Por supuesto hay días en los que el teléfono se vuelve mudo.
– Pero el promedio sigue siendo bastante alto.
– Es mejor que la poesía -me miró-. ¿Le apetece dar una vuelta?
– ¿No es eso lo que hemos estado haciendo?
– Hemos estado haciendo círculos -terció-. Ahora voy a llevarle a otro mundo.
Bajamos por la Segunda Avenida y atravesamos la parte baja este de la ciudad para acabar cogiendo el puente de Williamsburg y salir a Brooklyn. Tras el puente giramos tantas veces que perdí el sentido de la orientación y las señales indicadoras de los nombres de las calles no me decían nada. De todas formas observando los barrios pasar de judío a italiano o a polaco tenía una ligera idea de donde nos hallábamos.