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En una calle sombría y silenciosa, repleta de casas de dos portales, Chance se detuvo cuando llegamos delante de un edificio de ladrillo de dos plantas con el portón del garaje emplazado en medio de la fachada. Lo abrió por medio de un control remoto, luego, una vez que entramos, lo cerró. Yo le seguí por una escalera que conducía a una espaciosa habitación con un techo muy elevado.

– Me pregunto si sabrá dónde estamos.

– Quizá en Greespoint -respondí.

– Bravo. Parece conocer bastante bien Brooklyn.

– No esta parte de acá. El mercado de carne me dio una pista, leí un cartel anunciando Kielbasa.

– Ya veo. ¿Sabe de quién es esta casa? ¿Oyó alguna vez hablar del doctor Casimir Levandowski?

– No.

– No me sorprende. Es un abuelete ya retirado y reducido a una silla de ruedas. Es un tipo excéntrico, muy reservado. Esta casa fue en su día una estación de bomberos.

– Sí, ya me imaginé algo parecido.

– Hace unos años un par de arquitectos la compraron y la remodelaron. Sólo salvaron la pared exterior. Debían tener bastantes dólares porque no repararon en gastos. Mire el suelo, mire las molduras de las ventanas.

El señalaba los detalles a la vez que yo los alababa. Prosiguió diciendo:

– Pasó un tiempo y se cansaron del lugar, o el uno del otro, no lo sé. Fue entonces cuando vendieron la casa al doctor Levandowski.

– ¿Y él vive aquí?

– Él no existe. Los vecinos nunca ven al viejo matasanos. Tan sólo ven a su fiel criado negro que entra y sale con el auto. Es mi casa, Matthew. ¿Le puedo servir de guía?

Era una mansión extraordinaria. Había un gimnasio en la segunda planta perfectamente equipado con máquinas de pesas, sauna y un jacuzzi. Su habitación estaba en la misma planta, y la cama cubierta con una colcha de pieles, estaba situada debajo de una claraboya. Una biblioteca en el primer piso ocupaba toda una pared y al lado había una mesa de billar. Se veían máscaras africanas por todas partes y alguna escultura aquí y allá. Chance me señalaba alguna pieza indicándome el nombre de la tribu donde provenían. Yo le mencioné las máscaras que había visto en el apartamento de Kim.

– Máscaras de la sociedad Poro -dijo-. De la tribu de los Dan. Tengo un par de máscaras en todos los apartamentos de mis chicas. No son los objetos más preciosos, por supuesto, pero tampoco son ninguna basura. Yo no poseo ninguna basura.

El descolgó de la pared una máscara bastante rudimentaria y me la tendió para mi examen. La abertura de los ojos no era rectangular y todos los rasgos eran muy geométricos; el conjunto, en su aspecto primitivo, daba impresión de fuerza.

– Ésta es una máscara Dogan -dijo-. Cójala con las manos. Los ojos no bastan para apreciar la escultura. Las manos tienen que tomar parte. Venga cójala.

La cogí. Pesaba algo más de lo que había pensado. La madera en la que estaba esculpida debía ser muy densa.

Chance tomó el teléfono que había en una mesita y marcó un número.

– ¿Sí, querida? ¿Algún mensaje? -Escucho un momento y luego colgó-. Paz y tranquilidad. ¿Le puedo ofrecer una taza de café?

– Si no es una molestia.

Me aseguró que no. Mientras el café se hacía me dijo que los artesanos africanos no consideraban sus obras como piezas de arte.

– Todo lo que hacen tienen una función específica -explicó-. Proteger la casa, espantar los espíritus o ser utilizado en un rito específico de la tribu. Si la máscara ha perdido su poder la arrojan y esculpen una nueva. La vieja es ya basura, la queman o la desarman porque no sirve más.

Se echó a reír.

– Luego llegaron los europeos y descubrieron el arte africano. Algunos pintores franceses se inspiraron en estas máscaras. Ahora se ha llegado a la situación en donde, en África, los artesanos se pasan el día haciendo máscaras para exportarlas a Europa y a América. Ellos reproducen las viejas formas porque son las que los clientes quieren, pero es gracioso, las obras no valen nada. No están habitadas. No son verdaderas, Usted la mira, la toma en sus manos, luego toma una auténtica y notará enseguida la diferencia -si es que verdaderamente ama el objeto-. Tiene gracia ¿verdad?

– Interesante.

– Si tuviera algunas de esas basuras por aquí, se la enseñaría, pero no la tengo. Compré algunas al principio. Uno debe cometer equivocaciones para llegar a lo auténtico. Pero me libré de ello, lo quemé en esa chimenea de ahí -sonrió-. La primera pieza que compré aún la conservo. Está colgada en el dormitorio. Una máscara Dan, Sociedad Poro. No sabía un carajo de arte africano pero la vi en una tienda de antigüedades y me atrajo su integridad artística -se detuvo, negó con la cabeza-. ¡Qué digo! Lo que pasó fue que miré a la pieza de madera negra lisa y creí ver un espejo. Yo me vi, vi a mi padre, vi el pasado. ¿Sabe lo que quiero decir?

– No estoy seguro.

– Demonios, quizá yo tampoco lo esté. ¿Sabe lo que pensaría uno de esos artesanos de esto? Pensaría: "Mierda. ¿Qué coño quiere este negro con todas esas viejas máscaras? ¿Por qué coño las cuelga de la pared?". El café está listo. Quiere el suyo solo, ¿verdad?

Prosiguió diciendo:

– ¿Cómo se las apaña un detective para detectar? ¿Por qué empieza usted?

– Moviéndome por ahí hablando con la gente. A menos que Kim haya sido muerta por azar, por un loco. Hay muchas cosas que desconoce de su vida.

– Sin duda.

– Iré a ver a la gente a ver que me pueden decir. Quizá todo encaje y nos lleve a algún sitio, quizá no.

– Mis niñas saben que le pueden hablar con total confianza.

– Eso me ayudará.

– Ellas no tiene que saber necesariamente algo, pero si lo saben…

– Algunas veces la gente sabe cosas sin saber que las saben.

– Y algunas veces las dicen sin saber que las han dicho.

– También es verdad.

Se levantó, puso las manos en las caderas.

– Es curioso. Yo no tenía la intención de traerlo aquí. No pensé que usted necesitara saber nada acerca de esta casa. Y lo he traído sin que usted me lo pidiera.

– Es una casa estupenda.

– Gracias.

– ¿Era Kim de mi misma opinión?

– Ella nunca la ha visto. Ninguna de mis chicas la ha visto. Hay una vieja señora alemana que viene por aquí una vez a la semana para limpiar. Consigue que todo esté reluciente. Ella es la única mujer que ha estado dentro de esta casa. Desde que es mía, se entiende, y los arquitectos que vivían aquí no tenían mucho que ver con mujeres. Aquí está lo que queda del café.

Su café era delicioso. Y yo había bebido bastante, pero era demasiado bueno para rechazarlo. Cuando un poco antes le había mencionado esto, me respondió que era una mezcla de colombiano y jamaicano. Me había ofrecido una libra de ello, pero le comenté que no me serviría de mucho en la habitación de un hotel.

Bebí mi café mientras que él volvía a llamar a su servicio. Cuando colgó el aparato le dije:

– ¿Le importaría darme el número de aquí? ¿O es algún secreto que quiere guardar?

El soltó una carcajada.

– No estoy mucho tiempo aquí. Le será más sencillo si llama a mi servicio.

– De acuerdo.

– Y el número de aquí no le serviría de mucho. Ni siquiera yo lo sé. Tengo que mirar a una vieja letra para estar seguro de no equivocarme. Además si lo marca, no pasa nada.

– ¿Y eso?

– Porque los timbres no suenan. Los teléfonos son para hacer llamadas al exterior. Cuando me establecí en este lugar, me aboné a mi servicio y coloqué extensiones por todos sitios, de manera que nunca estuviera muy lejos de un aparato, pero jamás di el número a nadie, ni siquiera a mi servicio. A nadie.