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– ¿Y?

– Y una vez que me encontraba aquí; creo recordar que estaba jugando al billar, el teléfono sonó, lo que me sobresaltó. Era alguien que quería que me subscribiera al New York Times. Luego, dos días más tarde, recibí otra llamada de alguien que se había equivocado. Entonces me di cuenta de que las únicas llamadas que iba a recibir iban a ser números equivocados y gente vendiendo cualquier cosa. Cogí un destornillador y abrí todos los aparatos. Hay un pequeño martillo que golpea la campana cuando la corriente pasa por la bobina, de manera que simplemente quité todos los martillos de las extensiones. Marcas el número desde otro teléfono y crees que suena porque no sabes que no hay martillo, pero en la casa no se oye nada.

– Astuto.

– Tampoco hay timbre en la puerta. Hay un botón para llamar junto a la puerta, pero no tiene uso puesto que no está conectado a ningún sitio. Esa puerta nunca ha sido abierta desde que me mudé aquí. Desde fuera no se ve nada a través de las ventanas, y hay alarmas antirrobo por todos lados. No hay muchos asaltos en Greenpoint, este barrio polaco es muy tranquilo, pero el viejo Dr. Levandowski ama su seguridad y su intimidad.

– Sí, eso es lo que parece.

– Yo no estoy muy a menudo, Matthew. Cuando el portón del garaje se cierra tras de mí me aparto del mundo. Nada me puede tocar aquí. Nada.

– Me sorprende que me haya traído aquí.

– A mí también.

Dejamos el dinero para el final. Me preguntó cuánto quería y le respondí que dos mil quinientos dólares.

Me preguntó que cubría el precio.

– No lo sé -dije-. No cobro por horas y no llevo una cuenta de los gastos. Si me doy cuenta que estoy poniendo mucho dinero, o que el asunto se alarga más de la cuenta, entonces le pediría más. Pero no le pasaré factura o le mandaré a juicio si no paga.

– Lo hace todo muy informalmente.

– Así es.

– Me gusta. Dinero en mano y no recibos. No me importa pagar un cierto precio. Mis mujeres me traen mucho dinero, pero también hay una gran parte que se pierde: alquileres, gastos de explotación, primas. Cuando tienes una fulana instalada en un edificio tienes que pagar a la mitad de éste. No puedes simplemente dar veinte dólares al portero en Navidades, como lo hacen los otros inquilinos. Es más bien del orden de veinte al mes y cien en Navidades, y lo mismo con todos los empleados. Y eso suma.

– Supongo que sí.

– Pero aún queda bastante. Y no lo gasto en Coca-Colas o en el juego. ¿Cuánto ha dicho? ¿Dos mil quinientos? He pagado más del doble por la máscara Dogo que usted tuvo entre sus manos. Pagué seis mil doscientos dólares, más una comisión del diez por ciento que hubo que pagar a los organizadores de la exposición. ¿Eso hace cuánto? Seis mil ochocientos veinte. Y todavía hay que añadir los impuestos.

Me callé, él añadió:

– Mierda, no sé qué quiero probar. Que soy un negro rico, sin duda. Dispénseme un momento.

Volvió con un fajo de billetes de cien. Contó veinticinco billetes usados en circulación. Me pregunté cuánto dinero tendría en efectivo en la casa, cuánto solía llevar consigo. Hace años conocí un usurero que tenía por regla no salir nunca de casa sin tener al menos diez mil dólares en el bolsillo. No hacía de ello un secreto y todos los que conocían estaban al corriente del paquete que cargaba.

Si bien, nunca nadie trató de quitárselo.

Me llevó a casa. Tomamos un camino de vuelta diferente: el puente de Pulaski, Queens y luego a través del túnel de Manhattan. Ninguno de los dos hablamos mucho y en algún momento del camino me caí dormido porque tuvo que ponerme una mano en el hombro para despertarme.

Pestañeé, me enderecé en el asiento. Estábamos aparcados delante de mi hotel.

– Servicio de reparto a domicilio -dijo.

Me bajé y me quedé en la acera. El dejó pasar dos taxis para realizar su giro. Miré el Cadillac alejarse hasta que se perdió de vista.

Las ideas me bullían en mi cabeza como nadadores exhaustos. Estaba muy fatigado para pensar. Me fui a la cama.

DOCE

– Yo no la conocía muy bien. Hacía un año que me la encontré en una peluquería y nos fuimos a tomar un café juntas. No tuve que esforzarme mucho para darme cuenta de que no se trataba de la chica de Avon. Nos intercambiamos los números de teléfono y nos llamábamos de vez en cuando, pero jamás fuimos muy íntimas. Luego, hace un par de semanas se llamó diciéndome que me quería ver. Me sorprendió porque habíamos perdido el contacto desde hacía bastantes meses.

Nos encontrábamos en el apartamento de Elaine Mardell en la calle 51, entre la Primera y la Segunda Avenida. Una alfombra blanca cubría el suelo y algunos óleos abstractos colgaban de las paredes. El estéreo emanaba un fondo sonoro inofensivo. Yo bebía café, Elaine un refresco sin azúcar.

– ¿Qué quería?

– Ella me dijo que quería dejar a su chulo. Quería abrirse sin causarse problemas. Y ahí es donde tú intervienes.

Yo asentí diciendo:

– Sí, pero, ¿por qué se dirigió a ti?

– No lo sé. Tengo el presentimiento de que no tenía muchas amigas. No era el tipo de asunto que pudiera tratar con alguna de las chicas de Chance, y probablemente, tampoco con alguien totalmente ajeno al mundo de la prostitución. Ella era joven, sabes, sobre todo si la comparas conmigo. Quizá me considerara como una vieja sabia.

– Eso es lo que eres.

– ¿Verdad? ¿Qué edad tendría? ¿Veinticinco?

– Ella decía que veintitrés. Creo que en los papeles veinticuatro.

– Jesús, si era una niña.

– Lo sé.

– ¿Más café, Matt?

– No, gracias.

– ¿Sabes por qué creo que me escogió a mí para tener esa pequeña conversación? Porque yo no tengo chulo.

Ella se acomodó en su sillón, cruzó y descruzó las piernas. Me acuerdo de otros momentos en este apartamento, uno sentado en el sillón el otro en el sofá, con el mismo tipo de música discreta que redondeaba los ángulos de la habitación:

Dije:

– Tú nunca has tenido chulo, ¿verdad?

– No.

– Y por lo general, ¿las otras chicas?

– Todas las que conocía ella tenían uno. Es casi indispensable cuando se hace la calle. Alguien tiene que defender los derechos de tu territorio y pagar la fianza cuando te arrestan. Cuando se trabaja como yo en un apartamento como este es diferente. Pero incluso así la mayoría de las fulanas que conozco tienen un amiguito.

– ¿Un amiguito es lo mismo que un chulo?

– No, en absoluto. Un amiguito no tiene un rebaño de chicas. Es tan solo un amigo. No le das el dinero, sin embargo le compras muchas cosas porque te apetece, le ayudas económicamente cuando tiene apuros, o cuando hay un negocio en el que quiere tomar parte lo más rápidamente posible, pero eso no es darle el dinero.

– Una especie de chulo monógamo.

– Sí, algo así, pera cada niña te jura que su amiguito no es como los otros, que su relación con él es diferente, lo que nunca cambia es quien gana el dinero y quien se lo gasta.

– ¿Tú tampoco has tenido un amiguito?

– Jamás. Una vez una mujer me leyó la mano y se quedó impresionada. Me dijo: "Querida tienes una doble línea de la inteligencia. Tu cabeza controla tu corazón" -se acercó a mí para enseñarme su mano-. Es esta línea de aquí, ¿la ves?

– Sí, no está mal.

– Es demasiado recta.

Ella volvió en busca del refresco y se sentó en el sofá junto a mí. Prosiguió:

– Cuando me enteré de lo que le pasó a Kim lo primero que hice fue llamarte, pero no estabas.

– No me pasaron ningún mensaje.

– No dejé mensaje. Colgué y llame a una agencia de viajes que conozco y, dos horas después, me encontraba en un avión rumbo a Barbados.

– ¿Tenías miedo de figurar en una lista negra?