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TRECE

Cuando salí de casa de Elaine, el cielo se estaba oscureciendo y la hora punta hacía la circulación difícil. De nuevo estaba lloviendo, una llovizna titubeante que hacía gatear a los conductores. Miré a ese mar de coches y me pregunté si el abogado de Elaine no estaría en uno de ellos. Pensando en él, traté de imaginarme cómo reaccionaría al descubrir que el número de teléfono que ella le dio era falso.

Si quería, podía encontrarla. Sabía su nombre. La compañía telefónica no le daría un número que no figurase en la guía, pero tenía los contactos suficientes para encontrar a alguien que lo pudiera obtener. En caso de que eso fallase, la podría localizar sin grandes problemas a través de su hotel. Ahí le podían facilitar el nombre de su agencia de viajes y seguramente acabaría por dar con su dirección. Por supuesto, yo había sido policía y pensaba automáticamente semejante tipo de cosas, pero me parece que cualquiera podía llegar a sacar semejantes conclusiones, no creo que fuera excesivamente complicado.

Quizá su amor propio fuera herido cuando se enteró de que el número era falso. Quizá saber que ella no lo quería ver le quitara a él las ganas de verla. ¿Pero no sería la idea de que ella se había confundido lo primero que vendría a su mente? Entonces se dirigiría a información y presumiría que el número que no figuraba en la lista no difería en más de dos cifras. ¿Entonces por qué no proseguir?

Quizá para empezar él nunca la llamó y no se enteró de que el número no era falso. Quizá había arrojado el número en los servicios del avión que le llevaba de regreso con su mujer e hijos.

Quizá tuviera un sentimiento de culpa de vez en cuando, pensando en la restauradora de cuadros que esperaba, sentada junto al teléfono, su llamada. Quizá acabaría por rechazar su gesto irreflexivo. No tenía, después de todo, necesidad de arrojar el número.

El podía tener una cita con ella de cuando en cuando. No había motivo alguno para hablar con ella de su mujer y sus hijos. Qué demonios, sin duda ella estaría agradecida de que alguien la sacara de sus pinceles y su trementina.

En el camino de mi hotel me detuve en un snack y tomé un caldo, un sándwich y un café. El Post traía una curiosa historia: Dos vecinos de Queens habían estado discutiendo durante meses a causa de un perro que ladraba durante la ausencia de su dueño. La noche previa a la tragedia, el dueño estaba paseando el perro cuando justo en un árbol delante de la casa del vecino el perro se detuvo a levantar la pata. Casualmente el vecino lo vio y armándose de un arco y una flecha atravesó al animal desde una ventana del primer piso. El dueño del perro corrió a su domicilio volvió con una Walther P-38, recuerdo de la Primera Guerra Mundial. También el vecino salió a la calle con su arco y sus flechas, y el dueño del perro le dejó seco de un disparo. El vecino tenía ochenta y un años, el dueño del perro sesenta y dos, y ambos habitaban en casas contiguas desde hacía más de veinte años. La edad del perro no estaba precisada pero el periódico traía una fotografía del can tirando del collar que sostenía un uniformado agente de la policía.

La comisaría de Midtown North no estaba muy lejos de mi hotel. La lluvia seguía cayendo sin demasiada convicción cuando cerca de las nueve llegué ahí. Me detuve delante de la mesa de un joven policía que me indicó la escalera con un gesto de mano. Subí un piso y me encontré con la habitación de inspección de guardia. Cuatro policías de paisano estaban sentados delante de sendos escritorios, y otros dos más miraban la televisión al fondo de la sala. Tres jóvenes negros esposados se fijaron en mí cuando entré, luego perdieron el interés al ver que yo no era su abogado.

Me acerqué a la mesa más próxima. Un policía un poco calvo levantó la vista del informe que pasaba a máquina. Le dije que tenía una cita con el inspector Durkin.

Un policía sentado en otra mesa giró la cabeza hacia mí.

– ¿Usted es Scudder? Yo soy Durkin.

El ceño de su mano era excesivamente firme, casi una prueba de masculinidad. Me señaló una silla, se sentó, apagó su cigarrillo en un cenicero rebosante de colillas, encendió otro, se acomodó en un sillón y me miró. Sus ojos eran de un gris pálido que no deja traspasar nada.

Dijo:

– ¿Sigue lloviendo?

– A ratos.

– Qué mierda de tiempo. ¿Quiere un poco de café?

– No gracias.

– ¿En qué puedo servirle?

Le dije que me gustaría ver todo lo que me pudiera enseñar del caso de Kim Dakkinen.

– ¿Por qué?

– Le he prometido a alguien que indagaría en el asunto.

– ¿Le ha prometido a alguien que indagaría en el asunto? ¿Quiere decir que tiene un cliente?

– Sí, lo puede llamar así.

– ¿Quién?

– No puedo decírselo.

Un músculo se tensó en su mejilla. Durkin tenía unos treinta y cinco años y algunos kilos de más, los suficientes para hacerle parecer mayor. Todavía tenía todos los cabellos de un castaño casi negro.

– No puede guardarse eso -me dijo-. Usted no tiene licencia y, aunque la tuviera, la información no sería secreto profesional.

– No sabía que estábamos en una sala de audiencia.

– No lo estamos. Pero usted vino a pedirme un favor.

Yo me encogí de hombros.

– No puedo decirle el nombre de mi cliente. Es alguien que tiene un especial interés en que el asesino sea detenido, eso es todo.

– Y él cree que eso sucederá más rápidamente si alquila sus servicios.

– Evidentemente.

– ¿Usted también piensa lo mismo?

– Yo lo único que pienso es que tengo que ganarme la vida.

– No es el único.

Respondí lo que correspondía. Yo no era un competidor. Era simplemente un tipo que enredaba un poco para ganarse unos dólares. El suspiró, golpeó la mesa con la mano, se incorporó y atravesó la habitación hasta llegar a un archivador. Era un hombre rechoncho con las piernas arqueadas, mangas recogidas, cuello desabotonado y un andar oscilante de marinero. Volvió con su archivo, se sentó, lo abrió y extrajo una fotografía que arrojó sobre la mesa.

– Tenga -dijo-. Disfrútelo.

Era una foto en blanco y negro, 13 x 18 de Kim, pero si no lo hubiera sabido no hubiera podido nunca reconocerla. Miré la fotografía, tuve que sobreponerme a un sentimiento de vómito y me obligué a mirarla de nuevo.

– Verdaderamente ha hecho un buen trabajo.

– El la golpeó con lo que, según el forense, parecía ser un machete o algo parecido. ¿Le hubiera gustado ser quien contó los golpes? No entiendo cómo se puede llegar a hacer semejante trabajo. Le aseguro que el trabajo del médico es aún peor que el mío.

– ¡Toda esa sangre!

– No se queje, lo está viendo en blanco y negro. Imagíneselo en color.

– Que horror.

– Le seccionó las arterias. Cuando eso sucedió la sangre emanó a borbotones cubriendo toda la habitación.

– Incluso él se debió cubrir de sangre.

– Algo inevitable.

– ¿Entonces, cómo salió sin que nadie se enterara?

– Aquella noche hacía mucho frío. El debía tener un abrigo que se puso para esconder lo que llevaba puesto -arrojó su cigarrillo-. O quizá no llevaba ninguna ropa cuando la descuartizó. Ella misma estaba desnuda, no creo que él deseara tener mucha ropa en ese momento. De manera que lo único que tuvo que hacer a continuación fue darse una ducha. Había un magnifico cuarto de baño y tenía todo el tiempo del mundo así que, ¿por qué no usarlo?

– ¿Estaban las toallas usadas?

Me miró. Sus ojos grises seguían impenetrables, pero me pareció a través de su gesto que me tomaba un poco más en consideración.