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– No recuerdo haber visto ninguna toalla usada -respondió. Uno no repara en ese tipo de cosas cuando se encuentra con un espectáculo semejante.

– De cualquier manera debería figurar en el inventario -pasó rápidamente las hojas del informe-. Usted debe saber que se toman fotografías de todo lo visible y todo objeto susceptible de constituir una prueba se clasifica y se guarda en bolsas. A continuación es enviado al depósito, y cuando hay que preparar el caso nadie adivina donde puede estar -cerró el informe un momento, se inclinó hacia mí-. Le voy a contar algo. Hace dos o tres semanas recibí una llamada telefónica de mi hermana. Ella y su marido viven en Brooklyn. En el barrio de Midwood. ¿Lo conoce?

– Hace unos años lo conocía muy bien.

– Ya. Probablemente era mucho más agradable cuando usted lo conocía. Pero no está mal, si miramos que la ciudad entera es una cloaca. Pues bien, ella me llamó porque cuando volvían a su casa se encontraron con que había sido desvalijada. Alguien forzó la puerta y se marchó con una televisión portátil, una máquina de escribir y algunas joyas. Ella quería enterarse de como tenía que hacer la denuncia, a quién llamar y que trámites seguir. Lo primero que le pregunté es si tenía algún tipo de seguro. Me respondió que no, no pensaba que valiera la pena. Entonces le dije que lo olvidara, que no lo denunciara, que iba a perder el tiempo.

– Ella me preguntó que cómo iba a coger al delincuente sino hacía la denuncia. Yo le expliqué que la policía ya no le quedaba tiempo para investigar los asaltos. Uno cubre informes y los pasa a un archivo, pero no te pones a mirar por todos lados a ver quién lo hizo. Apresar a un delincuente in situ es una cosa, pero abrir una investigación, eso es un tema muy complicado y nadie tiene tiempo para ello. Ella me dijo que lo entendía, pero qué pasaba si los objetos robados eran recuperados, si ella nunca había formulado la denuncia, ¿cómo le iban a devolver sus pertenencias? Entonces le tuve que explicar hasta qué punto está podrido el sistema. Tenemos almacenes de depósitos repletos de objetos robados que hemos recuperado poco a poco, y tenemos ficheros repletos de denuncias cubiertas, conteniendo listas de objetos robados, pero somos incapaces de devolver esas porquerías a sus legítimos propietarios. Continué así durante una hora. No quiero aburrirle con los detalles, pero después de todo, tengo la impresión de que ella no me creyó, porque uno no quiere creer que todo funciona tan mal.

Abrió el informe, sacó un folio y lo ojeó frunciendo el ceño. Leyó en voz alta:

– Una toalla de baño blanca. Una toalla de mano blanca. Dos guantes de baño blancos. Aquí no dice si estaban sucios o limpios.

Sacó seguidamente un paquete de fotografías y las examinó rápidamente. Yo miraba por encima de su hombro las fotos de la habitación donde Kim Dakkinen había muerto. Kim no estaba en todas las fotos. El fotógrafo fue cuidadoso de no omitir detalle del escenario del crimen. Había fotografiado prácticamente cada centímetro de la habitación del hotel.

– Una fotografía del cuarto de baño mostraba un juego de toallas sin usar.

– No hay toallas sucias -dijo.

– Él se las llevó consigo.

– ¿Qué?

– Él tuvo que haberse limpiado, aunque hubiera cubierto sus ropas sangrientas con un abrigo. Y en la foto no se ven bastantes toallas. Debería haber al menos dos juegos. Una habitación doble en un hotel de lujo, no tienen normalmente una sola toalla de baño y una sola toalla de mano.

– ¿Por qué se las habría de llevar?

– Quizá para envolver el machete.

– En principio tuvo que tener alguna bolsa o maleta par introducirlo en el hotel. ¿Por qué no sacarlo de la misma forma?

Convine en que pudo haberlo hecho así.

– ¿Y por qué envolverlo en toallas sucias? Suponga que usted se ducha y se seca y quiere envolver el machete antes de ponerlo en la maleta. Tiene toallas limpias ahí. ¿No lo envolvería en una limpia antes que en una mojada para guardarlo en su maleta?

– Tiene usted razón.

– Es perder el tiempo, Scudder -dijo, golpeando el borde de la mesa con la fotografía-. Pero fue un despiste no notar la falta de toallas.

Recorrimos el informe juntos. La parte médica contenía pocas sorpresas. La muerte se debió a causa de las hemorragias masivas causadas por las múltiples heridas.

Leí las declaraciones de los testigos y pasé los demás formularios y papeleos que venían a engrosar el archivo de víctimas de homicidio. Tenía problemas para concentrarme. Empezaba a tener dolor de cabeza y mi cerebro se vaciaba por momentos. Al cabo de un momento, Durkin me dejó continuar a mí solo. El encendió otro cigarrillo y volvió a su trabajo de tecleo.

Finalmente, no pudiendo seguir más, cerré el informe y se lo entregué. Él lo devolvió al archivador, haciendo una parada a la vuelta en la cafetera.

– Los dos tienen leche y azúcar -terció, colocando mi taza a mi lado-. No sé si es así como le gusta.

– Así me vale.

– Ahora sabe tanto como nosotros.

– Le expresé mi gratitud.

El me dijo:

– Mire, usted nos ha ahorrado mucho tiempo con el soplo de lo de ese chulo. Le debemos una. Si usted se puede ganar unos pavos, ¿por qué no?

– ¿A dónde quiere ir a parar?

– Nosotros vamos a seguir con nuestra investigación. Intentar atar cabos, seguir pistas, hasta que podamos hacer un informe presentable al juez del distrito.

– Suena como una cinta grabada.

– ¿De veras?

– ¿Y entonces, Joe?

– Oh, Dios mío -exclamó-, este café está asqueroso.

– No está mal.

– Siempre creí que eran las tazas. Pero un día me traje mi propia taza. Bebía en porcelana en vez de en plástico. No era porcelana fina, no, era una taza normal, como la de los restaurantes, ¿sabe?

– Ya, ya.

– Pues bien, el café seguía sabiendo mal, y al segundo día de haberme traído mi taza estaba escribiendo un informe sobre el arresto de un miserable y sin darme cuenta la puñetera taza se cayó de la mesa y se rompió. ¿Tiene alguna prisa?

– No.

– Entonces vayamos abajo. Hay un bar en la esquina.

CATORCE

Doblamos la esquina y caminamos manzana y media hacia el sur por la Décima Avenida hasta llegar a una taberna digna de ser mencionada al final de un testimonio. No sabía el nombre y no estaba seguro de que tuviera uno. Debería llamarse "Ultima parada antes del lavado de estómago". Dos viejos con trajes costosos estaban sentados en la barra bebiendo en silencio. Un latino de unos cuarenta años bebía un vaso de vino en otro extremo de la barra mientras leía la prensa. El barman, un tipo descarnado que vestía una camiseta y unos vaqueros, miraba un pequeño televisor en blanco y negro. El volumen estaba puesto al mínimo.

Durkin y yo nos instalamos en una mesa y me tocó a mí ser el que fuera a la barra a pedir las consumiciones: un vodka doble para él y a mí un refresco de jengibre. Llevé los vasos a la mesa, su mirada se fijó en mi refresco sin hacer comentario alguno.

Realmente el color se asemejaba al de un vaso de güisqui con soda.

Bebió un poco de su vodka y dijo:

– Ahhh, sabe, esto sienta estupendamente. Estupendamente.

Yo me callé.

– ¿Qué me estaba preguntando? ¿A dónde quiero ir a parar? Creo que usted mismo puede responder a esa pregunta.

– Probablemente.

– Le dije a mi propia hermana que se comprara una nueva televisión y una máquina de escribir y que colocara algunos cerrojos en la puerta. Que no se preocupara llamando a la policía. ¿A dónde vamos a parar con Dakkinen? No vamos a ningún sitio.

– Es lo que me imaginaba.

– Sabemos quién la ha matado.

– ¿Chance?

El asintió. Yo seguí diciendo.

– Su coartada parece buena.

– Desde luego que es buena, no hay por dónde cogerlo, ¿y qué? Pudo haberlo preparado. La gente con la que estaba no dudarían en mentir con tal de ayudarle.