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– ¿Usted cree que mienten?

– No, pero no juraría que dicen la verdad. De cualquier forma, pudo haber pagado a un asesino. Ya hemos hablado de eso.

– En efecto.

– Si así lo hizo está limpio. Nosotros no podemos demostrar la falsedad de su coartada. Si ha pagado a un asesino nunca sabremos a quién pagó. A menos que tengamos un golpe de suerte. Eso ocurre a veces. Un tipo dice algo en un bar y alguien que no lo quiere bien lo pasa, y de repente sabes algo que antes no sabía. Pero incluso si eso sucediera, tendremos aún que recorrer mucho camino para sentarlo ante un tribunal, mientras tanto no nos vamos a romper la cabeza indagando.

Lo que me estaba diciendo no me sorprendía, pero sus palabras tenían un efecto calmante. Tomé mi vaso y lo observé.

– En este oficio -me dijo Durkin-, hay que saber seleccionar. Trabajar los casos en donde hay una oportunidad de resolver y dejar otros flotando a merced del viento. ¿Sabe cuál es el índice de criminalidad en esta ciudad?

– Sé que está en aumento.

– Dígamelo a mí. Cada año está más alto. Hay más y más crímenes cada año, salvo que las estadísticas indican que empezamos a tener una baja en ciertos crímenes de menor importancia porque la gente se está cansando de denunciarlos. Como el robo a mi hermana. ¿Te atracan de regreso a casa y lo único que pasa es que se llevan tu dinero? Bueno, mierda. ¿Qué vamos a hacer un asunto federal de ello? Considérate afortunado de que estás con vida. Vete a tu casa y reza una acción de gracias.

– Para Kim Dakkinen…

– Que se vaya a la mierda Kim Dakkinen. Una estúpida putilla que se hace dos mil quinientos kilómetros para venir a vender su culo y le da el dinero a un chulo negro. ¿A quién coño le importa si se hace cortar en pedazos? ¿Por qué no se quedó en su maldita Minnesota?

– Wisconsin.

– Está bien, Wisconsin. La mayoría de ellas vienen de Minnesota.

– Lo sé.

– Antes, teníamos mil muertos por año. Tres por día en los cinco distritos juntos. Eso ya era bastante de por sí.

– No estaba mal.

– Hoy por hoy es el doble -se inclinó hacia delante-. Pero eso no es nada, Matt. La mayoría de los homicidios son historias de marido-mujer, o entre dos amigos que se toman unas copas juntos y uno le mete un tiro al otro y ni siquiera se acuerda al día siguiente. Esos muertos no aumentan jamás. Su número es siempre el mismo. Lo que ha cambiado son los asesinatos donde la víctima y el asesino no se conocían. Es el índice de ese tipo de homicidios el que refleja la peligrosidad de un sitio. Si tomamos tan sólo eso muertos, sin ocuparnos de los otros y los ponemos en un gráfico, la curva sube como una flecha.

– Ayer por la noche, en Queens -dije-, un tipo se armó con un arco y el vecino le mató con una 38.

– Sí, lo he leído. ¿No sé qué de un perro que se confundía de jardín a la hora de hacer sus necesidades?

– Más o menos.

– Eso no entraría en el gráfico; los dos se conocían.

– Es verdad.

– Pero forma parte del mismo fenómeno. La gente no deja de matarse entre si. Ni siquiera se detienen un momento a pensarlo, simplemente se matan. ¿Cuánto tiempo hace que dejó el cuerpo? ¿Un par de años? Permítame que le diga que las cosas están mucho peor.

– Le creo.

– Es verdad. El mundo se ha convertido en una jungla donde todos los animales están armados. ¿Se puede hacer una idea del número de gente que se pasea con un revólver? El honesto ciudadano se compra un arma para protegerse, y he aquí que un hermoso día se suicida o acaba con su mujer o con el vecino de al lado.

– El tipo del arco y las flechas.

– Él o cualquiera otro. ¿Pero quién le va a decir que no tenga un arma de fuego.

Se llevó las manos al estómago, donde su arma reglamentaria estaba alojada debajo del cinturón.

Prosiguió:

– Yo también pensaba así. Pero con el tiempo uno se acostumbra.

– ¿Usted no está armado?

– No.

– ¿Y no le preocupa?

Volví a la barra para buscar otros dos vasos, Durkin vació el suyo de un viaje, luego suspiró. Parecía una llanta deshinchándose. Encendió un cigarrillo, aspiró profundamente, echó el humo como si tuviese prisas para librarse de él y exclamó:

– Maldita ciudad.

Me dijo que no había nada que hacer, que no había arreglo. Echo la culpa al sistema judiciaclass="underline" policías, tribunales y prisiones, explicando que nada funcionaba y que cada día iba a peor. No puedes arrestar a un tipo, luego encima no lo puedes acusar y para colmo, no puedes meter a ese cabrón en chirona.

– Las cárceles están abarrotadas -dijo-, por eso los jueces no dictan condenas largas y los prisioneros no las cumplen hasta el final. Y luego los tribunales están sobrecargados y los jueces son lo suficientemente astutos para salvaguardar los derechos de los acusados de tal forma que haría falta una fotografía del tipo cometiendo el delito para conseguir una condena; y entonces lo más probable es que haya una anulación por haber violado sus derechos al hacer esa foto sin autorización previa. Y mientras tanto no hay policías. La policía tiene diez mil hombres menos que hace diez años. ¡Diez mil policías menos en la calle!

– Lo sé.

– Dos veces más de criminales y un tercio menos de policías y uno se pregunta por qué no es seguro caminar por la calle. ¿Y, sabe por qué? Porque la ciudad entera está podrida. No hay dinero para policías, no hay dinero para hacer circular el metro, no hay dinero para nada. El país entero está perdiendo dinero y ese dinero va a parar a Arabia Saudí. Todos esos cabrones están cambiando los camellos por Cadillacs mientras que este país se revuelve en la mierda -se levantó-. Ahora me toca a mí ir a la barra.

– No, no. Yo iré. Esto va incluido en mis dietas.

– Es verdad, usted tiene un cliente.

Se sentó. Cuando volví con la siguiente ronda, me preguntó:

– ¿Qué es eso que bebe?

– Limonada con jengibre.

– Sí, eso me parecía. Por qué no se toma una copa, una buena copa.

– Estoy intentando frenar un poco mi consumo.

– ¿Ah, sí? -sus ojos grises se fijaron en mi cuando comprendió el significado de mi respuesta. Levantó su vaso, bebió la mitad del mismo y lo posó en la mesa de madera con un ruido estrepitoso -. Ha tenido una muy buena idea -Yo creí que hablaba del refresco pero para entonces su antena ya trabajaba en otra frecuencia-. Hizo bien dejando el cuerpo, abandonando. ¿Sabe lo que voy a hacer? Voy a seguir seis años más.

– Para entonces tendrá sus veinte.

– Tendré mis veinte años de servicio y tendré derecho a recibir mi jubilación y de largarme a donde quiera. Dejar este trabajo y este vertedero de ciudad. Florida, Texas, Nuevo México, algún sitio caliente y limpio. Olvidémonos de Florida, he oído cosas de Florida, todos esos malditos cubanos, la tasa de criminalidad es similar a la de aquí. Esos locos colombianos. ¿Ha oído hablar de los colombianos?

Pensé en Royal Waldron y dije:

– Conozco a un sujeto que afirma que son buena gente, mientras no trates de aprovecharte de ellos, claro.

– Tiene toda la razón del mundo. ¿Leyó lo de las dos niñas en Long Island? Debió haber ocurrido hace seis u ocho meses. Eran hermanas, una de doce y la otra de catorce. Las encontraron en la parte de atrás de una gasolinera fuera de servicio, con las manos atadas por detrás de la espalda y en las cabezas dos disparos de bala de pequeño calibre, un 22 creo. ¿Pero a quién le importa? -vació su vaso-. Aparentemente ningún motivo. No habían sido violadas, nada. Fue una ejecución, ¿pero quién ejecuta a un par de crías?

– Luego todo se aclaró, porque una semana después alguien entra en casa donde vivían las niñas y abate a la madre de un disparo. La encontramos en la cocina con la cena aún haciéndose en el horno. Lo ve, era una familia de colombianos, y el padre andaba liado en tráfico de cocaína, que es la principal industria de ese país, además del contrabando de esmeraldas.