– Yo cría que tenían muchas plantaciones de café.
– Quizá sea una tapadera. ¿Dónde estaba? Ah, sí, un mes más tarde, el padre aparece muerto en la capital de Colombia que no sé cómo se llama. Se hace pasar por otro persona y huye rápidamente, pero finalmente, dan con él en Colombia, tras haber matado a sus hijas y a su mujer. Comprende lo que quiero decir, los colombianos no razonan como nosotros: les jodes y no se contentan con matarte. No, ellos acribillan a toda tu familia. Les da igual que edad puedan tener los críos. Tienes un perro, un gato, un pez tropical, da igual, los puedes dar por muertos.
– Increíble.
– La mafia siempre ha guardado mucho respeto hacia las familias. Incluso llegan a hacer citas para consumar las ejecuciones y así evitar que la familia no esté presente. Ahora tenemos una nueva especie de criminales que acaban con toda la familia, bonito, ¿verdad?
– Ya lo creo.
Posó sus manos en la mesa para levantarse, se incorporó con cierta dificultad y anunció:
– Esta vez es mi turno. No necesito que un chulo me pague mis copas.
De vuelta a la mesa me dijo:
– Porque él es su cliente, ¿verdad? ¿Chance? -no respondía. Continuó-. Bueno, mierda, usted ha estado con él anoche. Él lo quería ver y, ahora, usted tiene un cliente y no me quiere decir su nombre. Dos más dos hacen cuatro, ¿no es así?
– Yo no puede decir cómo tiene que hacer sus cálculos.
– Supongamos que yo tengo razón y que él es su cliente. Nada más que para que podamos discutir, Así no traiciona a nadie.
– De acuerdo.
Se inclinó hacia delante.
– El la mató -dijo-. Entonces, ¿qué motivo puede tener para contratarle a usted?
– Puede que él no la matara.
– Por supuesto que sí -con un gesto de mano desechó cualquier posibilidad de inocencia de Chance-. Ella le declara que lo quiere dejar, él dice que bien, y al día siguiente, ella aparece muerta. Vamos, Matt, ¿lo encuentra convincente?
– Volvamos a su pregunta. ¿Por qué iba a contratar mis servicios?
– Quizá para alejar sospechas.
– ¿Cómo?
– Quizá piense que nosotros vamos a pensar que es inocente al contratarle a usted.
– Pero eso no es en absoluto lo que usted piensa.
– No.
– ¿De veras cree que es así como piensa?
– ¿Cómo voy a saber lo que un jodido chulo adicto a la coca piensa?
– ¿Cree que es adicto a la coca?
– De alguna manera tiene que gastar el dinero. Y no es en cuotas de clubes de country ni en el cepillo de los bailes de caridad. Ahora soy yo el que va a preguntar.
– Pregunte.
– ¿Cree que existe la posibilidad de que él no la haya matado?
– Sí, creo que la hay.
– ¿Por qué?
– Tiene que haber un motivo para que me contratara. Y no es para que la policía le deje en paz porque hasta ahora la policía no le ha inquietado lo más mínimo y usted mismo ha dicho que no tiene intención de ello.
– Eso no lo tiene que saber necesariamente.
Yo no se lo discutí.
– Pongámonos en otro ángulo -sugerí-. Supongamos que nunca lo hubiera llamado.
– ¿Cuándo?
– La primera vez. Entonces no se habría enterado de que había roto con el proxeneta.
– Siempre nos podíamos haber enterado por alguna otra fuente.
– ¿Qué fuente? Kim estaba muerta y Chance no se iba a prestar a ello. Y estoy seguro de que no hay nadie más que estuviera al corriente -aparte de Elaine, pero no quería meterla en esto-. No creo que se llegara a enterar por nadie más. En cualquier caso, no sería una información que encontrará en un bar.
– ¿Y entonces?
– ¿Entonces, cómo se hubiera explicado ese asesinato?
– Sé lo que trata de decir.
– ¿Qué explicación hubiera sacado?
– La misma que teníamos antes de que nos llamara. La obra de un sádico, de un trastornado. Sabe que ahora no le podemos llamar así. Ahora se les llama P.S.P.
– ¿Qué es un P.S.P.?
– Una Persona Sicológicamente Perturbada. Fue una idea de un gilipollas del Departamento Central que no tenía nada mejor en que pensar. En la ciudad hay más chiflados que manos para agarrarlos, pero nuestra prioridad es llamarles por un nombre adecuado. No queremos dañar sus sentimientos. No, me figuré que había sido un sádico, una nueva versión de Jack el Destripador. El tipo llama a una fulana, la invita a venir a su hotel y la corta en pedacitos.
– ¿Y si fuera un sádico?
– Ya sabe lo que pasa. Esperas tener suerte y encontrar una prueba física de la presencia del asesino en el lugar del crimen.
En este caso las huellas dactilares no sirvieron de nada; una habitación de un hotel significa demasiadas personas en el mismo sitio y no sabes por dónde empezar. A menos de que encuentres una hermosa huella sellada con sangre, y esa sería forzosamente la del asesino. Pero no tuvimos esa suerte.
– Y aunque la hubieran tenido.
– Aunque la hubiéramos tenido, una sola huella no nos hubiera servido de mucho. A menos de que tuviéramos un sospechoso. Los de Washington no son capaces de pronunciarse con una sola huella. Siempre dicen que no tardaran mucho pero…
– Llevan años diciendo lo mismo.
– Nunca llega a suceder. O eso será para dentro de seis años, y para entonces, yo ya estaré en Arizona. Si no tenemos pruebas que nos lleven a algún sitio sólo nos queda esperar a que lo haga de nuevo. Una o dos muertes más con la misma firma y el asesino acaba haciendo alguna tontería y cuando por fin le echas el guante nos basta con comparar sus huellas con las otras de Galaxy y ya podemos dar el carpetazo -vació las últimas gotas de vodka-. Luego se defiende como homicidio involuntario, sale a los tres años y lo hace de nuevo. Prefiero cambiar de tema, coño, no quiero empezar con la misma historia.
Pagué la siguiente ronda. Los escrúpulos que tuvo, rechazando que sus vodkas fueran pagados con el dinero de un chulo, parecían haberse disuelto en el mismo alcohol que los había hecho nacer. Estaba claro que estaba bebido, pero hacía falta saber dónde mirar para darse cuenta. Había brillo en sus ojos que se reflejaba en todo su comportamiento. Estaba interpretando su papel en una típica conversación entre borrachos, donde una pareja de alcohólicos se pasan la palabra respetuosamente hablándose a si mismos a gritos.
No me hubiera dado cuenta de esas cosas si le hubiera acompañado en el vodka. Sin embargo estaba sobrio, y mientras el alcohol remontaba en su cuerpo, la grieta entre nosotros se iba haciendo mayor.
Me esforcé en mantener la conversación en el tema de Kim Dakkinen, pero él se iba constantemente. El quería hablar de todo lo que no funcionaba en Nueva York.
– Sabe por qué nada funciona -dijo, inclinándose hacia mí, bajando el tono de la voz como si fuéramos los únicos dos clientes que quedábamos en el bar, nada más que nosotros dos y el barman-. Pues bien, se lo voy a decir. Son esos jodidos negros.
No hice comentario alguno.
– Y los mestizos. Los negros y los chicanos.
Yo dije algo de policías negros y portorriqueños. A él no le gusto mi observación.
– No me diga eso. Hay un tipo con el que suelo patrullar a menudo. Larry Haynes, se llama, a lo mejor le conoce -no lo conocía-. Es un tío genial. Yo le confiaría mi vida. ¡Qué coño, eso ya me ha pasado! Es negro como el carbón y jamás he encontrado mejor persona en el departamento. Pero eso no tiene nada que ver con lo que estoy hablando -se limpió la boca con el reverso de la mano-. ¿Alguna vez ha subido en el metro?
– Siempre que me hace falta.
– Mierda, nadie se sube por gusto. La ciudad vive en una telaraña podrida, el material se estropea continuamente, los vagones están recubiertos de pintadas y apestan a pis, los policías ahí destinados son totalmente incapaces de evitar los crímenes que se cometen. ¿Pero de qué estoy hablando? Mierda, si yo tomo el metro y miro alrededor de mí, ¿sabe cómo me siento? Me siento en un país extranjero.