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– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que todo el mundo es negro o chicano. Un oriental, ya sabe lo que todos esos nuevos inmigrantes chinos, además de los coreanos. A los coreanos no les podemos reprochar nada, ellos se montan esos estupendos puestos de verduras por toda la ciudad, trabajan las veinticuatro horas del día y mandan a sus hijos a la universidad; pero todo eso forma parte de algo.

– ¿De qué?

– Mierda, sé que esto que voy a decir es vulgar y primitivo, pero qué le vamos a hacer. Antes esto era una ciudad de blancos, y ahora, hay veces que tengo la impresión de que soy el último blanco que queda.

– Hubo un silencio que se alargó más de la cuenta, luego continuó:

– Ahora la gente fuma en el metro, ¿lo ha notado?

– Sí.

– Eso antes no se veía. Una persona podía asesinar a sus padres con un hacha pero nunca osaría encender un cigarrillo en el metro. Ahora tenemos a toda la clase media fumando tranquilamente en los vagones. ¿Sabe cómo empezó todo esto hace unos pocos meses?

– No.

– No se acuerda, hace un año, de un tipo que estaba fumando en el metro, en la línea PATH, y cuando el policía le pidió que lo apagara el tipo sacó una pistola y lo abatió. ¿No lo recuerda?

– Sí, lo recuerdo.

– Eso fue lo que lo empezó. Lo lees y quienquiera que seas, ya seas un policía o un ciudadano de a pie, no te das ninguna prisa para decirle al tío que tienes enfrente que apague el puñetero cigarrillo. De manera que unos pocos lo encienden y nadie les dice nada, y cada día hay más que lo hacen. ¿A quién cojones le importa si fuman o no fuman en el metro cuando es una pérdida de tiempo denunciar un robo? Dejas de preocuparte de un aspecto de la ley y la gente actúa como si ese aspecto no existiera -frunció el ceño-. Pero piense en ese policía de la PATH. ¿Le gustaría morir así? No acabaste de pedir a un tío que apague su cigarrillo y bang estás muerto.

Yo le conté la historia de la madre de Rudenko, muerta por una bomba porque un amigo le había traído un aparato de televisión equivocado. Y de esta manera estuvimos intercambiándonos terribles historias. Me contó la de una asistenta social, llevada hasta los tejados de un sórdido edificio en donde fue violada repetidas veces antes de ser arrojada al vacío. Me vino a la cabeza una historia que leí hace tiempo de un crío de catorce años abatido por otro de la misma edad porque aquel se había reído de él. Durkin me contó varios casos de niños martirizados hasta la muerte y uno de un hombre que había ahogado al bebé de su novia porque estaba harto de tener que pagar a un canguro cada vez que se iban juntos al cine. Yo mencioné la historia de la mujer de Gravesand, muerta por un disparo mientras colgaba un objeto en el hall.

– El alcalde cree haber encontrado la respuesta. La pena capital. Recuperar el gran trono negro.

– ¿Piensa que lo harán?

– Sin duda, el pueblo lo quiere. Hay una buena razón para que funcione y no me lo va a negar. Fríes a uno de esos cabrones y al menos sabes que no lo va a hacer de nuevo. Que coño, yo voto por ello. Desempolvemos la silla, transmitamos las ejecuciones por televisión, hagamos anuncios publicitarios, busquemos unos dólares y contratemos a unos cuantos policías más. ¿Quiere que le diga algo?

– ¿Qué?

– Tenemos la pena capital. No para los criminales, sino para los ciudadanos normales. El hombre de la calle tiene más oportunidades de hacerse matar que las que tiene un asesino de sentarse en la silla. Encontramos la pena capital cinco, seis y hasta siete veces por día.

Su tono había subido y el barman estaba atendiendo a nuestra conversación. Le habíamos despistado de su tarea.

Durkin me dijo:

– La historia de la televisión bomba me gustó. No entiendo cómo se me pudo escapar. Creer haber oído todo y siempre hay algo que se te escapa.

– Es verdad.

– Hay ocho millones de historias en la ciudad -me dijo-. ¿Se acuerda de aquel programa? Estuvo en la televisión hace unos cuantos años.

– Me acuerdo.

– Decían esa frase al final de cada emisión. Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda. Esta es una de ellas.

– Me acuerdo.

– Ocho millones de historias. ¿Sabe lo que hay en esta ciudad, en esta pestilente cloaca que es esta ciudad? ¿Sabe lo que hay? Hay ocho millones de maneras de morir.

Tuve que sacarlo del bar. El frescor del aire natural le quitó las ganas de hablar. Rodeamos un par de manzanas y dimos con la calle de la comisaría. Su coche era un Mercury bastante achacoso ya. Estaba un poco abollado. En la matrícula había un prefijo que indicaba que era un vehículo con fines policiales y que no debía de ser multado. Algunos malhechores bien informados debían igualmente saber que era un coche de la policía.

Le pregunté si se sentía lo suficientemente bien para poder conducir. Mi pregunta no le agradó mucho. Me dijo:

– ¿Quién se cree que es? ¿Un policía? -luego, dándose cuenta de lo absurdo de semejante reflexión rompió a reír. Se apoyó en la puerta abierta y siguió riéndose, balanceando la puerta y repitiendo-: ¿Se cree un policía? ¿Se cree un policía?

Luego su humor se transformó tan rápido como un cambio de plano en una película. En un segundo estaba serio y aparentemente sobrio, los ojos medio cerrados, el mentón salido como un buldog.

– Escuche -dijo con voz grave y firme- Deje ese aire de superioridad, ¿me entiende?

No entendí de qué me hablaba.

– No tiene por qué darme lecciones, cabrón. Usted no vale más que yo, hijo de puta.

Arrancó y se alejó. Mientras pude verlo me pareció que conducía correctamente. De todas formas, esperaba que no viviera muy lejos.

QUINCE

Volví derecho a mi hotel. Las tiendas de licores estaban cerradas pero los bares aún seguían abiertos. Pasé delante de ellos sin tener tentaciones. Resistí a las invitaciones de las prostitutas callejeras de la 57. Saludé a Jacob, me aseguré de que no había mensajes en mi casilla y subí a mi habitación.

No tiene que darme lecciones, cabrón. Usted no vale más que yo. El estaba borracho cuando soltó aquello, por lo tanto aquella agresividad defensiva se le podía disculpar. Sus palabras no querían decir nada. Las hubiera dicho a su mejor amigo o a la noche misma.

De todas formas no me las podía quitar de la cabeza. Me acosté pero no podía dormir, me levanté, encendí la luz y me senté al borde de la cama con mi agenda. Miré a algunas notas que había hecho, luego escribí una o dos cosas que había retenido de nuestra conversación en el bar de la Décima Avenida. Anoté también algunas notas mentales, jugando con las ideas como un gatito juega con un ovillo. Cerré la agenda cuando me di cuenta de que comenzaba a dar vueltas para no llegar a nada. Cogí un libro de bolsillo que había comprado anteriormente, pero no pude concentrarme en el texto. Leía una y otra vez el mismo párrafo sin enterarme.

Por primera vez, desde hacía muchas, horas me apetecía un trago. Estaba incómodo, nervioso y no quería salir. Había una tienda abierta con un frigorífico lleno de cerveza, ¿y cuándo la cerveza me había hecho perder la memoria?

Me quedé donde estaba.

Chance no me había preguntado por qué motivo había aceptado trabajar para él. Durkin había aceptado el dinero como razón válida. Elaine podía creerse que lo hacía porque ese era mi trabajo, al igual que el de ella era prostituirse y el de Dios perdonar a los pecadores. Y era verdad, en efecto tenía necesidad de dinero y si se puede decir que tengo un trabajo el mío es el de investigar. En cualquier caso durante un tiempo.