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Me costó un poco hacer volver la conversación al tema de Kim. ¿Si Chance no se preocupaba de Kim, creería Fran que Kim estaba viendo a alguien más?

– Él no se preocupaba por ella, de eso estoy segura. ¿Quiere que le diga algo? Yo soy la única que él ama.

Ahora el efecto de la hierba se podía sentir en su forma de hablar. Ella tenía siempre el mismo tono, pero su mente seguía el camino fantástico de las nubes de humo.

– ¿Cree que Kim tenía un amiguito?

– Yo tengo amiguitos. Kim tenía clientes. Todas las otras tienen clientes.

– Quiero decir que si Kim tenía…

– Sí, ya entiendo. Alguien que no fuera cliente y por el que quisiera romper con Chance. ¿Es eso lo que pregunta?

– Más o menos.

– Y entonces él la mató.

– ¿Chance?

– ¿Está loco? Chance no se preocupaba por ella lo bastante como para matarla. ¿Sabe cuánto tardará en sustituirla? Mierda.

– Insinúa que ese amiguito o novio la ha matado.

– Pues claro.

– Porque se encontraba en una encrucijada. Ella deja a Chance y ahí está dispuesta para empezar una vida feliz, ¿y qué es lo que él va a hacer? Tiene su mujer, su trabajo, su familia, su casa en Scarsdale…

– ¿Cómo sabe todo eso?

Ella suspiró.

– Estoy charrando por charrar, muchacho. La hierba me suelta la lengua, pero así es como lo veo. Un tipo casado se enamora de Kim, no es muy difícil enamorarse de una fulana y que ésta se enamore de ti. Así no te fundes el dinero, pero no quieres que nadie cambie tu vida. Ella le dice: Escucha, he roto mis cadenas, es hora de que entierres a tu mujer y de que partamos en una preciosa puesta de sol. Y el atardecer es algo que él ve desde su terraza en el club de golf y quiere que las cosas sigan así. Entonces, al día siguiente, psichss, ella está muerta y él de vuelta en Larchmont.

– Creía que era en Scarsdale.

– Lo mismo da.

– ¿Quién puede ser él, Fran?

– ¿El amiguito? No lo sé. Cualquiera.

– Un cliente.

– Una no se enamora de un cliente.

– ¿Dónde pudieron haberse conocido? ¿Y qué clase de individuo puede ser él?

Ella hizo un esfuerzo para pensar, se encogió de hombros y renunció. La conversación no llegó más lejos. Usé su teléfono, hablé un momento, luego escribí mi nombre y mi número de teléfono en una hoja de una libreta y lo dejé junto al aparato.

– En caso de que piense en algo -dije.

– Le llamaré si se me ocurre algo. ¿Ya se va? ¿No quiere otro refresco?

– No, gracias.

– Está bien.

Ella se acercó a mí apagando un perezoso bostezo con la palma de la mano, luego me miró a través de sus enormes pestañas y me dijo:

– Estoy muy contenta de que haya venido. Cualquier día que necesite compañía, ya sabe, me llama por teléfono. ¿Me lo promete? Podemos charlar tranquilamente.

– De acuerdo.

– Me agradaría muchísimo que lo hiciera -dijo suavemente poniéndose de puntillas para plantarme un beso terrorífico en la mejilla-, me gustaría muchísimo, Matt.

No había llegado abajo cuando rompí en una carcajada escandalosa, pensando en la facilidad, casi automática, con la que Fran había retomado sus maneras de prostituta: su calor, su sinceridad en el adiós… Ella era toda una profesional, qué duda cabe. No me extrañaba que a esos agentes financieros no les importara subir escaleras. No me extrañaba que fueran a ver sus pinitos en escena. Qué demonios, ella era una actriz, y no de las malas precisamente.

Dos manzanas más allá aún podía sentir la huella de su beso en mi mejilla.

DIECISEIS

El apartamento de Donna Campion estaba en la décima planta de un edificio de ladrillos blanco situado en la calle 17. La ventana del salón daba al oeste, y el sol hizo su efímera aparición cuando yo llegué. El cuarto estaba inundado de sol. Había plantas por todos lados, todas ellas de un verde intenso y floreciente. Las había en el suelo, en las repisas de las ventanas, colgando de las paredes, en las estanterías y encima de las mesas del salón. La luz se filtraba a través de esa cortina vegetal dibujando motivos entrelazados en el parquet del suelo.

Me senté en un sillón de mimbre y tomé un sorbo de café solo. Donna estaba tumbada en un banco de madera de metro y medio de largo. Ella me había explicado que era un viejo banco de iglesia de roble inglés, de la época jacobita o posiblemente isabelina. Estaba oscurecido por el paso de los años y admirablemente pulido por tres o cuatro siglos de beatos traseros. Un vicario en un rural pueblo de Devon decidió un día redecorar la iglesia, y es así como Donna lo consiguió en una subasta en la sala de exposiciones de la Universidad de Place.

Su rostro hacía juego con el banco, una cara larga, esbelta, con una frente despejada y una barbilla puntiaguda. Su piel era muy pálida, como si el único sol que tomara fuera aquél que se filtraba a través de las plantas. Vestía una blusa blanca con cuello alto, una falda de pliegues franela gris encima de unos leotardos negros y zapatillas de piel con las punteras levantadas.

La nariz estrecha y larga, la boca pequeña con labios finos. El pelo oscuro y largo estaba peinado hacia atrás dejando al descubierto toda la frente, mientras que por atrás la caían sobre los hombros. Ojeras, manchas de nicotina entre el índice y el corazón de la mano derecha. Nada de esmalte en las uñas, nada de joyas, nada de maquillaje aparente. No era hermosa, sin duda, pero tenía algo de medieval que la acercaba a bella.

No se parecía en nada a ninguna de las prostitutas con las que me había encontrado. Tampoco se parecía a una poetisa, o al menos a la idea que yo tenía de una poetisa.

Me dijo:

– Chance me pidió que le ayudara en la medida que me fuera posible. Parece que usted está tratando de descubrir quién mató a la Reina de la Vaquería.

– ¿La Reina de la Vaquería?

– Ella era una reina de la belleza, y luego me enteré que era originaria de Wisconsin, y pensé en toda esa inocencia robusta alimentada con leche. Ella era una especie de lechera regia -esbozó una pequeña sonrisa-. Estoy dejando hablar a mi imaginación, yo no la conocía realmente.

– ¿Conoció a su novio?

– No sabía que tuviera uno.

Tampoco sabía que Kim planeara dejar a Chance, y esta información le interesó mucho.

– Me pregunto -dijo- si ella era inmigrante o emigrante.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Ella iba de o a? Depende de cómo se mire. La primera vez que yo vine de Nueva York vine a, había dejado mi familia y la ciudad en que crecí, pero eso era secundario. Más tarde, cuando dejé a mi marido, huía de algo. La acción de partir era más importante que el destino.

– ¿Se casó usted?

– Estuve casada durante tres años. Bueno, juntos durante tres años. Un año de amancebamiento y dos años de casada.

– ¿Cuánto tiempo hace de eso?

– Unos cuatro años -calculó mentalmente-. Van a hacer cinco esta primavera. Aunque oficialmente sigo casada. Nunca me preocupé en pedir el divorcio. ¿Cree usted que debo?

– No lo sé.

– Quizás sí. Aunque sólo sea para poner las cosas en su sitio.

– ¿Cuánto tiempo lleva con Chance?

– Unos tres años, ¿por qué?

– Usted no es el tipo.

– ¿Es que hay un tipo? Sé que no me parezco a Kim. No soy una reina, ni tampoco una vaquera -dijo riendo-. Cuando dejé a mi marido me fui a vivir a la parte baja del este. ¿Conoce la calle Norfolk? ¿Entre Stanton y Rivington?

– No muy bien.

– Yo lo he conocido muy bien. Vivía ahí y realizaba trabajos pequeños en el barrio. Trabajé en una lavandería, fui camarera, dependienta. Cuando no era yo la que dejaba mi trabajo, era el trabajo el que me dejaba a mí y nunca tenía dinero. Comencé a odiar el sitio en el que vivía y la vida que llevaba. Estuve a punto de llamar a mi marido y pedirle que me dejara volver. Llegó a ser una obsesión. Hubo un día en que incluso llegué a marcar su número pero comunicaba.