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Me descargué un poco soltando cinco pavos al portero para conseguir una llave del apartamento de Kim. Me pasé por el representante de una asociación de vecinos. Por cinco dólares me hubiera creído lo que sea. Subí en el ascensor y entré en el apartamento.

La policía ya había pasado por allí. No sabía lo que habían buscado, ni si lo encontraron. El informe que Durkin me enseñó no me había dicho mucho, pero nadie escribe todo lo que atrae su atención.

No sabía en qué habían reparado los agentes de turno. Por la misma razón no sabía si se habían llevado algo pegado a los dedos. Hay policías que no dudan en desvalijar a los muertos, lo cual no quiere decir que sean particularmente deshonestos en otras circunstancias.

Los policías están muy acostumbrados a ver cadáveres, a historias sórdidas, y para poder tratar con ellas tienen que deshumanizar la muerte. Me acuerdo la primera vez que ayudé a trasladar un cadáver de un hotel. El fallecido había muerto vomitando sangre y había permanecido en el sitio en que murió durante varios días hasta que su muerte fue descubierta. Yo había ayudado a un veterano policía a introducir el cuerpo en un saco y cuando bajamos las escaleras mi compañero se aseguró de que el cuerpo golpeara cada escalón. Hubiera tenido más cuidado con un saco de patatas.

Aún recuerdo la forma en que los otros residentes del hotel nos miraban. Y me acuerdo que mi compañero había examinado las pertenencias personales del muerto, contando el poco dinero que tenía y dividiéndolo conmigo.

Yo no quería cogerlo.

– Guárdalo en tu bolsillo, chico -me dijo él-. ¿Sabes qué pasará si no lo haces? Que otro lo cogerá. O irá a parar al Estado. ¿Qué va a hacer el estado de Nueva York con cuarenta dólares? Guárdalo en tu bolsillo, luego cómprate algún jabón perfumado y trata de quitarte de las manos el tufo de este pobre demonio.

Lo guardé en el bolsillo. Más tarde, era yo quien machacaba los cadáveres en sacos por la escalera y quien contaba y divida sus pertenencias.

Algún día, supongo el círculo se hará completo y seré yo quien vaya en el saco.

Me pasé más de una hora mirando armarios y cajones sin saber realmente lo que estaba buscando. No encontré mucho. Si ella tenía un directorio lleno de números de teléfono -el complemento imprescindible de una call-girl- alguien lo debió encontrar antes que yo. No, no tenía razón para pensar que ella tenía uno. Elaine lo tenía, pero Fran y Donna no.

No encontré drogas ni nada que me indicara que Kim las consumía, lo que tampoco probaba nada. Un policía podía apropiarse la droga que encontraba al igual que lo hacía con el dinero. Reparé, sin embargo, en que habían dejado las máscaras africanas. Me observaban con hostilidad desde lo alto de la pared, como si ellas guardaran el hogar de cualquiera que fuera la joven prostituta que Chance fuera a instalar en lugar de Kim.

El póster de Hooper seguía encima del estéreo. ¿Seguiría en el mismo sitio con la próxima inquilina?

Su olor flotaba por todos lados. Impregnaba sus vestidos en los cajones de la cómoda y en el ropero. Su cama no estaba hecha. Levanté el colchón y miré debajo. Sin duda otros ya lo habían revisado. No encontré nada y dejé caer el colchón en su sitio. Entonces un fuerte olor sazonado se levantó de las sábanas llenando mis narices.

En el salón abrí un ropero y encontré su chaqueta de piel entre otras prendas y abrigos. Encima había una estantería repleta de vinos y licores. Una botella de Wild Turkey atrajo mi atención y sentí verdaderamente el sabor de ese bourbon en mi paladar, el calor del líquido bajando hasta el estómago para luego expandirse por el resto del cuerpo. Cerré la puerta del armario, atravesé la habitación y me senté en un sillón. Hacía ya horas que no me apetecía un trago, ni siquiera pensaba en ello, y ahora, delante de mí tenía todo lo que me podía imaginar.

Volví al dormitorio. Ella tenía un joyero encima de su mesita de noche y lo examiné. Muchos pendientes; algunos collares, uno de ellos de perlas bastante mal imitadas; unas cuantas pulseras, incluyendo un brazalete de marfil con un remate de oro o marfil dorado; un horrible anillo recuerdo de sus años en un instituto de Wisconsin. El anillo era de oro de catorce quilates según rezaba una inscripción en su interior. Era lo suficientemente pesado como para tener cierto valor.

¿Quién se iba a quedar con todo esto? Habían encontrado dinero en su bolso de mano, cuatrocientos dólares más moneda suelta, según venía en el informe. Era probable que eso lo recibieran sus padres en Wisconsin. ¿Pero tomarían ellos un avión para venir a reclamar sus abrigos y jerseys? ¿Se llevarían la chaqueta de piel, el anillo del instituto y la pulsera de marfil?

Me quedé lo bastante para tomar algunas notas. Luego me las arreglé para salir del apartamento sin volver a abrir la puerta del armario. Bajé en el ascensor hasta el vestíbulo de la entrada, saludé al portero y a una vieja señora que entraba con un perrito de pelo corto atado por una correa que tenía incrustada diamantes de bisutería. El perro me ladró; y me pregunté por primera vez qué habría ocurrido con el gato de Kim. No había visto señales de animal. La litera no estaba en el baño. Alguien se lo debió de haber llevado.

Cogí un taxi en la esquina. Cuando lo estaba pagando delante de mi hotel, me di cuenta de que tenía la llave de Kim en el bolsillo con la calderilla. No me acordé de devolvérsela al portero y éste se olvidó de pedírmela.

Había un recado para mí. Joe Durkin me había llamado y dejado su número de teléfono en la comisaría. Le llamé, pero me dijeron que había salido, que no tardaría mucho en volver. Dejé mi nombre y mi número.

Subí a mi cuarto. Me sentía cansado y sin fuerzas. Me eché en la cama, pero no podía descansar y las ideas se estrellaban en mi cabeza. Bajé otra vez abajo y salí para tomar un sándwich de queso acompañado de patatas fritas y café. Tomé otro café y saqué el poema de Donna Campion de mi bolsillo. Tenía la sensación de que trataba de decirme algo, pero no sabía qué. Lo leí de nuevo. No sabía lo que el poema decía -suponiendo que tuviera un significado expreso-. Sin embargo me daba la impresión de que quería que me fijara en algo, en un elemento en particular. De cualquier forma me era imposible, mi cabeza estaba demasiado cansada para dar con él.

Me fui a St. Paul's. El conferenciante contó una historia horrorosa con tono prosaico y vulgar. Sus padres habían sido víctimas del alcohol. Su padre muerto por una cirrosis aguda, su madre se suicidó estando bebida; dos hermanos y hermana habían muerto alcohólicos, un tercer hermano se encontraba en el hospital con edema cerebral.

– Tras estar sobrio unos meses -dijo-, empecé a enterarme de cómo el alcohol destruía las células en el cerebro y me pregunté hasta qué punto estaría mi cerebro deteriorado. Así que me dirigí a mi consejero y le conté mis preocupaciones. El me dijo: "Es posible que tu cerebro haya sufrido daños. Pero déjame hacerte dos preguntas: ¿Eres capaz de recordar dónde tienen lugar las reuniones de un día para otro? ¿Puedes encontrar el camino para asistir a ellas? Yo le respondí que no me parecía muy difícil y él concluyó: "Entonces, creo que tienes todos los detalles que necesitas".

Me marché al descanso.

Tenía otro mensaje de Durkin en la recepción del hotel. Le llamé inmediatamente, pero de nuevo había salido. Dejé mi nombre y mi número de teléfono y subí a la habitación. Estaba mirando otra vez el poema de Donna cuando el teléfono sonó.

Era Durkin, me dijo:

– Hola, Matt. Tan sólo quería decirle que espero no haberle causado muy mala impresión el otro día.