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– Lo sé.

– Pero poco a poco, acabé por descubrir cuál era su verdadero trabajo. Ella nunca me lo mencionó. Creo que ella, al rechazar hablarme de su trabajo, me llevó a adivinar cuál era éste… Y luego estaba ese negro que la visitaba frecuentemente. No sé por qué, pero deduje que era su chulo.

– ¿Tenía ella algún novio, Sra. Simkins?

– ¿A parte de ese negro? -lo pensó un momento. Momento que escogió una pequeña flecha negra para atravesar la moqueta, botar en el sofá, saltar a tierra y desaparecer-. ¿Lo ve? No tiene aspecto de pantera. No sé de que tiene aspecto, pero desde luego no de una pantera. Me preguntaba si tenía algún novio.

– Eso es.

– No lo sé en verdad. Ella debía tener algún plan secreto en su vida, fue algo que mencionó de pasada la última vez que hablamos. Me dijo que se iba a ir, que su vida iba a cambiar para mejor. En ese momento pensé que tenía demasiados pájaros en la cabeza.

– ¿Por qué?

– Porque pensé que se refería a que ella y su chulo iban a escaparse juntos para consumar una aventura romántica, para ello no precisó mucho ya que nunca me dijo que tuviera un chulo o que ella fuera una prostituta. Parece ser que los chulos dicen a una de sus mujeres que las otras son insignificantes y que, una vez que reúnan el suficiente dinero se escaparán juntos y comprarán un rancho de ovejas en Australia.

Pensé en Fran Schecter en Morton Street, la cual estaba convencida de que Chance y ella se habían conocido en una vida anterior y tenía en común un número infinito de vidas paralelas por delante.

– Ella tenía la intención de dejar a su chulo -dije.

– ¿Por otro hombre?

– Eso es lo que estoy intentando averiguar.

La Sra. Simkins nunca había visto a Kim con nadie en particular, nunca había prestado mucha atención a los hombres que venían a visitar a Kim. De todas formas, me explicó, que aquellos visitantes no eran muy numerosos durante la noche que era la hora en la que ella se encontraba en casa.

– Yo creía que ella se había comprado la chaqueta de piel -dijo-. Estaba muy orgullosa de ella, como si alguien se la hubiera regalado, pero pensaba que no quería hacer ver que se la había comprado ella misma. Entonces, sí creía que tuviera un novio. Ella la lucía como presumiendo de ella, como si un hombre se la hubiera comprado, pero nunca me lo dijo explícitamente.

– Porque la existencia de un hombre y su relación con él era un secreto.

– Sí. Ella estaba orgullosa de la chaqueta, orgullosa de las joyas. ¿Usted dijo que tenía la intención de dejar a su chulo? ¿Ha sido él quién la ha matado?

– No lo sé.

– Trato de no pensar en su muerte, en la forma en que lo hicieron. ¿Ha leído el libro titulado Watership Down? -no lo había leído-. Trata de una colonia de conejos, de conejos semidomésticos. La reserva de comida es abundante ya que los humanos les facilitan todo lo que les hace falta. Es una especie de paraíso de los conejos, salvo que los hombres encargados de proveer la comida aprovechan para tender trampas y pegarse una buena cena de vez en cuando. Los conejos que sobreviven nunca hablan de las trampas, nunca mencionan a sus compañeros desaparecidos. Tienen una especie de acuerdo tácito ya que actúan como si las trampas no existieran y sus compañeros muertos no hubieran jamás existido -hasta ahí, mientras hablaba, había estado mirando a un lado. Su mirada se clavó en la mía cuando prosiguió-: Sabe, creo que los neoyorkinos somos como esos conejos. Vivimos aquí porque nos beneficiamos de lo que la ciudad nos ofrece: cultura, trabajo… lo que sea. Y bajamos la vista cuando la ciudad asesina a uno de nuestros vecinos o a un amigo. Oh, por supuesto, lo leemos en los periódicos, hablamos de ellos durante uno o dos días, pero luego nos damos prisa por olvidarlo. Porque de otro modo estaríamos obligados a encontrar una solución, solución que no existe. Lo único que podemos hacer es mudarnos y somos demasiado perezosos para ello. Somos como esos conejos, ¿no cree usted?

Le dejé mi número y le dije que me llamara si se le ocurría algo. Me prometió que lo haría. Cogí el ascensor y bajé al vestíbulo. Cuando llegué allí no salí de la cabina y subí de nuevo a la duodécima planta. Había encontrado el mínimo, pero eso no me impedía seguir siendo un pesado y llamar a unas cuantas puertas más.

Eso fue por tanto lo que hice. Hablé con media docena de personas y no aprendí nada nuevo, salvo que Kim y ellos había evitado discretamente cualquier contacto. Había incluso un sujeto resuelto a ignorar que una vecina suya había sido asesinada. Los otros lo sabían pero sus conocimientos no iban mucho más allá.

Cuando ya no quedaban más puertas a las que llamar me di cuenta de que estaba irresistiblemente atraído por la de Kim. De hecho me encontré aproximándome a ella llave en mano. ¿Por qué? ¿A causa de la botella de Wild Turkey que había en el ropero de la salita? Volví a poner la llave en el bolsillo y me marché.

El libro de las reuniones me hizo caminar un par de manzanas más arriba del portal de Kim. La sala estaba repleta y la reunión se hallaba en su ecuador cuando yo entré. La conferenciante me pareció Jan en un primer vistazo, pero cuando la examiné más a fondo vi que no tenía ningún parecido. Me serví una taza de café y me senté al fondo.

La sala estaba llena de gente y el humo espesaba el aire. El coloquio parecía orientarse totalmente a un aspecto espiritual del programa. No sabía muy bien en qué consistía ese aspecto y nada de lo que oí me lo aclaró.

Sin embargo hubo un tipo que dijo algo que me gustó. Un tipo grande con voz grave. Dijo:

– Yo vine aquí para salvar mi culo y ahora me entero de que está ligado a mi alma.

Si el sábado era un buen día para llamar a las puertas, también lo era para hacer visitas a las prostitutas. El cliente del sábado por la tarde es una especie inexistente, pero siempre hay la excepción.

Tras comer, tomé el metro en dirección al norte de Manhattan. No había muchos pasajeros en mi vagón y, enfrente de mí, un muchacho negro con una cazadora verde oliva y botas de militar fumaba un cigarrillo. Recordé la conversación con Durkin y estuve a punto de decirle al muchacho que apagara el cigarrillo.

Por Dios, Matt, ocúpate de tus asuntos. Déjalo en paz.

Me bajé en la calle 63 y caminé una manzana hacia el norte y dos hacia el este. Ruby Lee y Mary Lou Bercker vivían casi enfrente la una de la otra. Entre primero en el edificio de Ruby porque era el que más cerca me quedaba. El portero me anunció por el interfono y compartí el ascensor con un repartidor de una floristería. Sus brazos estaban repletos de flores que cubrían la cabina con su aroma.

Ruby me abrió la puerta, me dirigió una fría sonrisa de bienvenida y me invitó a pasar. El apartamento estaba decorado con gusto pero sin abusos. El mobiliario era neutro, pero había otros elementos que daban una nota orientaclass="underline" una alfombra china, un grupo de estampas japonesas con marcos de ébano barnizado, un biombo de bambú. Eso no era suficiente para convertir el apartamento en exótico si no fuera por la presencia de Ruby.

Ruby era alta, no tanto como Kim; su cuerpo era esbelto y ágil. Sus atributos estaban envueltos por un traje negro donde una falda abierta descubría un buen pedazo de pierna al caminar. Me hizo sentarme en un sillón y me ofreció tomar algo. Me sorprendí al oírme pedir una taza de café. Ella sonrió y volvió con dos tazas, una para ella y otra para mí. Era té Lipton, lo noté. Dios no sabe ya que puede esperar de mí.

Su padre era mitad francés y mitad senegalés, su madre china. Ella había nacido en Hong Kong, vivió durante un tiempo en Macao, luego pasó a América tras pasar una temporada en París y Londres. No me dijo su edad y yo tampoco se la pregunté, hubiera sido incapaz de calcularla. Ella podía tener perfectamente veinte o cuarenta y cinco años, o cualquier cifra entre esas dos.