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Ella se rio ante la sugerencia. Tras la cena, él la llevó a casa sin pretender nada más. El no pareció darse cuenta de que ella le estaba invitando a algo más. Durante toda la semana no pudo quitarse de la cabeza la proposición de Chance. Todo le desagradaba en la vida que llevaba. Había dejado de mantener contactos con su amante y, a veces, tenía la impresión de que estaba con él para poder mantener su apartamento. Su trabajo le había dejado de interesar y no la llevaba a ninguna parte. El dinero que ganaba no era el suficiente para poder vivir.

– De repente -dijo-, sentí una irresistible necesidad de escribir un libro sobre la prostitución. Maupassant se había dirigido a un depósito de cadáveres para procurarse la carne humana que comía con el fin de describir su sabor. ¿Por qué no pasarme por una call-girl durante un mes para escribir el mejor libro nunca escrito del tema?

Una vez que ella aceptó su prostitución Chance se ocupó de todo. La sacó del apartamento de la calle 90 Oeste y la instaló donde estaba ahora. La sacaba, la arreglaba, la llevaba a la cama. En la cama, le explicaba lo que había que hacer. Ella lo encontraba todo muy excitante. Otros hombres con los que había tenido relaciones anteriormente siempre se habían mostrado reticentes, como si esperaran que tú adivinaras sus deseos más íntimos. Incluso los clientes lo pasan mal a la hora de decirte lo que quieren.

Durante los primeros meses ella seguía pensando que estaba buscando información para escribir un libro. Cuando el cliente se iba ella tomaba notas, escribiendo sus impresiones. Llevaba un diario. Se distanciaba de lo que estaba haciendo y de lo que era. Se servía de su objetividad de periodista, como Donna se servía de la poesía o Fran de la marihuana.

Cuando se dio cuenta de que la prostitución era un fin en si mismo, tuvo una crisis de conciencia. Nunca había pensado en el suicidio pero durante semana no estuvo muy lejos de consumarlo. Luego las cosas se arreglaron. El hecho de que se prostituyese no significaba que era una prostituta. Era una actividad que había escogido temporalmente. El libro al principio fue una excusa para conocer esta vida, quizá algún día tuviese verdaderas ganas de escribirlo. Sin embargo ese tema no tenía la más mínima importancia. La vida de cada día la reconfortaba. No era tan recomendable cuando se veía a si misma viviendo de esa manera para siempre. Pero eso no pasaría. Cuando se sintiera preparada, se saldría de esa vida tan fácilmente como había entrado.

– Es así que me planteo todo este asunto, Matt. No soy una fulana. La prostitución es para mí algo temporal. Hay formas mucho peores de pasar dos años de tu vida.

– Lo sé.

– Tengo todo el tiempo del mundo, todas las comodidades. Leo bastante, voy al cine, visito los museos y a Chance le gusta llevarme a los conciertos. ¿Conoce la historia de los dos ciegos y el elefante? Uno de ellos le agarró por el rabo y piensa que es una serpiente, el otro le palpa un costado y piensa que es una pared.

– ¿Y bien?

– Creo que Chance es el elefante, y que sus chicas somos los ciegos. Cada una de nosotras vemos una persona diferente.

– Y todas ustedes tienen esculturas africanas en sus apartamentos.

La suya era una estatua de unos ochenta centímetros de altura -un hombrecillo sosteniendo un manojo de palos en una mano-. Su rostro y sus manos estaban hechos de perlas rojas y azules, mientras que el resto de su rostro estaba recubierto por pequeñas conchas de mar.

– Mi Dios del Hogar -terció-. Es una figura ancestral de los bamunes del Camerún. Esas son conchas de porcelana. Las sociedades primitivas en todo el mundo siempre han utilizado las conchas de este molusco como moneda de cambio. Viene a ser el franco suizo de las sociedades tribuales. ¿Ha reparado en la forma?

Me acerqué para observarlas más de cerca.

– Se parecen a los órganos genitales femeninos. Es por eso que los hombres las utilizan para comprar y vender. ¿Quiere que le traiga más canapés?

– No, gracias.

– ¿Y otra Coca?

– No, está bien.

– De acuerdo. Si desea algo más no tiene más que pedírmelo.

DIECINUEVE

Justo en el mismo momento en que salía del edificio de Mary Lou, un taxi se detuvo delante para dejar a un cliente. Subí y le di la dirección de mi hotel.

El limpiaparabrisas no funcionaba en el lado del conductor. Este era blanco, pero la fotografía de la licencia del salpicadero era la de un negro. Un cartel anunciaba: Prohibido fumar, conductor alérgico. El interior del taxi apestaba a marihuana.

– No veo una mierda -dijo el conductor.

Yo me eché para atrás y disfruté de la conducción.

Telefoneé a Chance desde el vestíbulo, luego subí a mi habitación. Quince minutos después recibí su llamada.

– Pecaca -me dijo-. Me gusta esa palabra. ¿Fue a muchas casas hoy?

– Unas pocas.

– ¿Y?

– Ella tenía un amiguito. Le hacía regalos que ella no dudaba en mostrar.

– ¿A quién? ¿A mis chicas?

– No, es por eso que estoy convencido de que ella quería guardar el secreto. Fue una vecina quien me habló de los regalos.

– ¿La vecina que tenía el mínimo?

– Exacto.

– Pecaca. Verdaderamente funciona. Empezó con un gato extraviado y acabó encontrando una pista. ¿Cuáles eran esos regalos?

– Una chaqueta de pieles y unas joyas.

– ¿Pieles? ¿Está hablando de la chaqueta de conejo?

– Ella dijo que era visón.

– Conejo. Fui yo quien le compró esa chaqueta, la llevé de compras y pagué al contado. Creo que se la regalé este último invierno. La vecina dijo que era visón ¿no?, una mierda visón. Me gustaría venderle unos cuantos abrigos de visón como ese. Incluso le haría un precio especial.

– Kim dijo que era visón.

– ¿Eso fue lo que le dijo a la vecina?

– Me lo dijo a mí.

Cerré los ojos y me la imaginé sentada en la mesa junto a mí, en el bar de Armstrong. Proseguí:

– Ella dijo que vino a la ciudad con una cazadora vaquera, que ahora llevaba un abrigo de visón y que no dudaría en cambiarlo por la cazadora vaquera si eso pudiera ayudarla a recuperar los años.

Su risa recorrió la línea…

– Conejo -aseguró-. Esa chaqueta costó un poco más que la cazadora que llevaba cuando se bajó del autobús. Pero no fue tanto como supone. Y no fue un amiguito quien le hizo ese regalo, porque yo se lo compré.

– Entonces…

– A menos que yo sea el amiguito del que hablaba.

– Es posible.

– Habló también de joyas. Ella sólo tenía cosas de bisutería. ¿Vio su joyero? No había nada de valor.

– Lo sé.

– Perlas falsas, un anillo de colegio. Lo único bonito que tenía era algo que yo le había comprado. Quizá lo haya visto, se trata de un brazalete.

– De marfil, ¿verdad?

– Marfil de colmillo de elefante. Marfil viejo y la montura es de oro. La cerradura también es de oro. No tiene mucho metal, pero por eso el oro no deja de ser oro.

– ¿Usted se lo compró?

– Lo conseguí por cien dólares. A usted no se lo venderían por menos de trescientos en una tienda, si es que quisiese uno de la misma calidad.

– ¿Era robado?

– Digamos que no me dieron recibo de venta. El tipo que me lo vendió nunca dijo que era robado. Todo lo que dijo fue que quería cien dólares por él. Debería habérmelo llevado el mismo día que me llevé la foto. Compre el brazalete porque me gustaba y se lo di porque yo no me quería comprometer llevándolo y porque luciría mejor en su muñeca. Como así fue. ¿Sigue pensando que tenía un amiguito?

– Creo que sí.

– No parece tan seguro. Quizá sea que está cansado.