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– No lo sabe bien.

– Ha visitado demasiadas casas. ¿Qué más hacía este amiguito aparte de hacerle regalos?

– Cuidar de ella.

– Bueno, mierda, si eso es lo que yo hacía; ¿Qué hacía yo más que cuidar de ella?

Me eché sobre la cama y me dormí vestido. Había llamado a demasiadas puertas y hablado con demasiada gente. Debiera haber ido a ver a Sunny Hendryx. La había llamado para anunciarle que iba a pasar por su nido, pero en vez de eso eché una cabezadita. Soñé con sangre y con una mujer gritando. Desperté bañado en sudor y con un sabor metálico en el fondo de mi garganta.

Me duché y me cambié de ropa. Miré el número de Sunny en mi agenda. La llamé desde el vestíbulo. No hubo respuesta.

Yo me sentí aliviado. Miré el reloj y tomé el camino de St. Paul's.

El conferenciante era un tipo con voz tranquila, cabellos castaños y rostro de niño. En un principio pensé que se trataba de un clérigo.

Resultó ser un asesino. Era homosexual y una noche, durante un período de pérdida de memoria, había agarrado un cuchillo y apuñalado a su amante treinta o cuarenta veces. Explicó con claridad que recordaba muy vagamente el incidente, ya que la conciencia le iba y venía durante el incidente. Se encontró de repente con el cuchillo entre las manos y dándose cuenta de su acto se perdió en la oscuridad. Había pasado siete años en la prisión de Attica y desde que salió no haba probado gota de alcohol, y ya hacía tres años de eso.

Yo lo escuché y no sabía muy bien que pensar. No sabía si alegrarme o lamentar que siguiera con vida y fuera de la prisión.

En el descanso, me puse a hablar con Jim. No sabía si hablaba como reacción contra aquel testimonio, o porque tenía aún muy presente la muerte de Kim. Lo cierto fue que comencé a hablar de la violencia, de los crímenes, de los muertos.

– Me siento muy afectado -dije-. Abro el periódico y me encuentro con crímenes y más crímenes, y cada día me afectan más y más.

– ¿Sabes lo que es el placer ordinario? "Doctor me duele cuando hago esto". "Bueno, pues no lo haga".

– ¿Y?

– Pues no tienes por qué abrir el periódico -lo miré como si se estuviera mofando de mí-. Esas noticias tampoco me agradan. Al igual que las noticias acerca de la situación del mundo. Y aunque no las lea siempre me acabo enterando por aquí o por allá, pero no hay una ley que me diga que tengo que leer esas porquerías.

– Simplemente las ignoras.

– ¿Y por qué no?

– Es la política del avestruz, ¿no? ¿Lo que no miro, me puede dañar?

– Quizá, pero yo lo veo de otro modo. Supongo que no tengo que volverme loco a causa de problemas que no puedo resolver.

– Pues yo no me veo a mi mismo cerrando los ojos respecto a esos asuntos.

– ¿Por qué no?

Pensé en Donna.

– Quizá porque esté vinculado a la humanidad.

– Yo también. Vengo aquí, escucho, hablo. No bebo. Así es como estoy vinculado a la humanidad.

Tomé otro café y un par de galletas. Durante el coloquio todo el mundo felicitó al conferenciante por su franqueza.

Pensé: en cualquier caso, yo nunca hice nada parecido. Mis ojos se fijaron en la pared. Siempre colocan eso eslóganes en las paredes, perlas de la sabiduría como: "Una copa es mucho, mil copas no son bastantes". Mi mirada fue atraída por aquella que decía: "Nada más que por la gracia de Dios".

Pensé: No, bórralo. Yo no soy un asesino en mis periodos de pérdida de memoria. Que no me hablen de la gracia de Dios.

Cuando fue mi turno dije lo de costumbre.

VEINTE

Danny Boy izó su vaso de vodka ruso para mirar el líquido a través de la luz.

– Pureza, claridad, precisión -dijo, haciendo rodar las palabras que pronunciaba con un sonido particular. El mejor vodka, Matthew, es una cuchilla de afeitar. Un escalpelo bien afeitado en las manos de un experto cirujano. No deja huellas visibles.

Inclinó ligeramente el vaso y bajó una buena parte de ese elixir de pureza y claridad. Nos hallábamos en el bar de Poogan's y Danny Boy vestía un traje azul marino con finas rayas rojas -tan finas que apenas se distinguían en la penumbra del bar-. Yo bebía un refresco de limón. Anteriormente estuvimos en otro bar en donde una camarera me dijo que esa bebida se llamaba Lime Rickey. Yo sabía que nunca me decidiría a pedirla por ese nombre.

Danny Boy me dijo:

– Recapitulemos un poco. Su nombre era Kim Dakkinen. Una rubia alta, en sus tempranos veinte, vivía en Murray Hill, murió hace quince días en el hotel Galaxy.

– Aún no hace quince días.

– De acuerdo. Ella era una de las chicas de Chance. Ella tenía también un amiguito y es a él a quien quieres, al amiguito.

– Exacto.

– Y estás dispuesto a pagar a quien quiera que te facilite la más mínima información sobre él. ¿Cuánto?

Me encogí de hombros.

– Un par de dólares.

– ¿Cien dólares? ¿Ciento cincuenta? ¿Cuánto?

– No lo sé, Danny. Depende de dónde y a dónde vaya la información. No tengo un millón entre las manos pero tampoco ando seco.

– Has dicho que se trataba de una de las chicas de Chance.

– Eso dije.

– Hace menos de dos semanas andabas detrás de Chance, Matthew. Luego me llevaste a un combate de boxeo nada más que para que yo te lo mostrara con el dedo.

– Así fue.

– Y un par de días después la fotografía de tu rubia aparece en todos los periódicos. Buscabas a su chulo y ahora ella está muerta, y ahora buscas a su novio.

– ¿Y?

Terminó el vodka.

– ¿Sabe Chance lo que haces?

– Lo sabe.

– ¿Has hablado con él?

– He hablado con él.

– Interesante.

Levantó su vaso vacío y entrecerró los ojos para ver a su través. Sin duda para asegurarse de la pureza, claridad y precisión. Me preguntó:

– ¿Quién es tu cliente?

– Eso es confidencial.

– Es gracioso como la gente que busca información nunca quieren pulirla. No te preocupes, preguntaré por ahí, haré correr la voz de que buscar cierta información por los barrios. ¿Eso es lo que quieres?

– Eso es.

– ¿Sabes algo de ese amiguito?

– ¿Cómo qué?

– ¿Es joven o viejo, inteligente o tonto, casado o soltero? ¿Va al trabajo a pie o se lleva la comida?

– El, al parecer, le hacía regalos.

– Eso estrecha mucho el campo de búsqueda.

– Lo sé.

– Bueno, lo intentaremos de todas formas.

Eso era todo lo que podía hacer. Después de la reunión volví al hotel donde me pasaron un aviso: Llamar a Sunny, y el número de ella. La llamé desde el vestíbulo pero no obtuve respuesta. ¿Por qué no tenía un contestador? Yo pensaba que hoy en día todo el mundo tenía uno de esos ingenios.

Subí a mi habitación pero no me podía estar quieto. No estaba cansado. La siesta había sido lo bastante larga como para disipar mi fatiga y todo el café que había bebido en la reunión me había vuelto nervioso y agitado. Repasé mis notas de la agenda y releí el poema de Donna y me dije que buscaba una respuesta que ya conocía.

Eso ocurre frecuentemente en las investigaciones oficiales. El medio más simple de enterarse de algo es preguntarlo a alguien que lo sepa. La parte difícil está en encontrar a la persona que tiene la respuesta.

¿En quién habría confiado Kim? Desde luego no en ninguna de las chicas que había visitado hasta entonces, ni en su vecina de la calle 37.

– ¿En quién entonces?

– ¿En Sunny? Quizá. Pero Sunny no respondía al teléfono. Lo intenté de nuevo llamándola a través de la centralita del hotel.

No hubo respuesta. Me alegré. No tenía ganas de pasar otra hora bebiendo limonada con jengibre en compañía de una fulana.

¿Qué es lo que habían hecho Kim y su amiguito sin rostro? Si se habían pasado todo el tiempo detrás de las puertas cerradas, rodando por un colchón y prometiéndose un amor eterno, sin jamás hablar con nadie, entonces no tendría muchas posibilidades de dar con algo sólido. Pero quizá salieran de vez en cuando, quizás él la llevara a determinados ambientes. Quizá él hablara con alguien y éste a su vez hablara con alguien más.