No sería en mi cuarto del hotel en donde iba a encontrar las respuestas. Qué demonios, no era una noche tan mala. La lluvia había dejado de ser tan intensa durante la reunión. Era hora de levantar los cuartos traseros, hora de tomar algunos taxis y gastar un poco de dinero. Ya que no lo colocaba en el banco, ni forraba los cepillos con él, ni lo gastaba en vicios, no veía por qué no iba a derrochar un poco por ahí.
Eso fue exactamente lo que estuve haciendo. El Pub de Poogan's era el octavo o el noveno que visitaba y Danny Boy hacía la quincena de personas con la que hablaba esa noche. Algunos de los lugares eran los mismos que había visitado cuando andaba buscando a Chance, pero otros no. Traté toda clase de bares, más o menos relucientes, desde el Village hasta Turtle Bay, pasando por los antros de Murray Hill y los siempre singulares de la Quinta Avenida. Seguí haciendo lo mismo tras dejar Poogan's, gastando pequeñas pero numerosas sumas en taxis y consumiciones, y contando una y otra vez la misma historia.
Nadie sabía nada. Uno vive de la esperanza cuando se lanza a este tipo de peregrinaje desesperado. Como saber si la enésima persona a la que le cantas el estribillo va a volverse para decirte: "Es el de allí; ese es el amiguito que anda buscando; el alto de la esquina".
Pero nunca ocurre de esa manera. Lo que sí ocurre, si es que tienes suerte, es que la música se expande. Hay ocho millones de habitantes en esta maldita ciudad pero es increíble como la gente se cuenta las cosas. Si me sabía conducir no tardaría mucho en que una buena parte de esos ocho millones supieran que una prostituta asesinada tenía un amiguito y que un tal Scudder lo andaba buscando.
Dos taxis seguidos rechazaron ir al Harlem. El reglamento les impedía negarse. Si un cliente que se comportaba con normalidad les pide que le lleven a cualquiera de los cinco distritos de la villa de Nueva York están obligados a cumplir los deseos del cliente. No perdí el tiempo recordándoles este artículo del reglamento. Era más sencillo caminar hasta la siguiente boca del metro.
No había cola. La empleada estaba encerrada en una cabina blindada a prueba de balas. Me preguntaba si se sentiría segura. Los taxis neoyorkinos tienen una mampara de plexiglás que divide el interior protegiendo al conductor, pero dos taxistas se habían negado con o sin mampara a llevarme al Harlem.
No hace mucho un empleado tuvo un ataque de corazón en una de esas peceras. El equipo de reanimación no pudo entrar en la cabina ya que estaba cerrada por dentro. De manera que aquel pobre infeliz se murió en su sitio. De todas formas pienso que tales artefactos protegen más que matan.
Tampoco protegieron a las dos empleadas de la estación de Broad Channel. Dos muchachos pretendían a una de las mujeres que los había denunciado por colarse sin billete. Llenaron un extintor con gasolina, lo proyectaron dentro de la pecera y encendieron una cerilla. La cabina explotó incinerando a las dos mujeres. Otra manera de morir.
Esa noticia la había leído hace un año en la prensa. Por supuesto no había ninguna ley que me obligara a leer la prensa.
Compré el billete. Cuando llegó el metro me subí, luego me bajé en una estación de Harlem. Comencé por Kelvin Small's y algunos bares más de Lenox Avenue, me encontré con Royal Waldron y le solté el mismo discurso de siempre. Bebí una taza de café en un bar de la calle 125, luego caminé hasta St. Nicholas Avenue y pedí un refresco de jengibre en la barra del Club Cameron.
La estatua en el apartamento de Mary Lou era de Camerún. Una estatua ancestral con conchas de mar incrustadas.
No encontré a nadie en el bar al que conociera lo bastante como para entablar conversación. Miré el reloj. Se estaba haciendo tarde. En Nueva York los bares cierran una hora antes los sábados por la noche, o sea a las tres. Nunca entendí el por qué. Quizá fuera para que los bebedores empedernidos pudieran asistir a las misas matinales en un estado más o menos normal.
Le hice un gesto al barman y le pedí que me indicara que bares cerraban más tarde. El se contentó con mirarme con un rostro inexpresivo. Yo solté mi estribillo buscando información sobre el amiguito de Kim. Sabía que no me respondería, sabía que no me diría la hora aunque me pusiera de rodillas, pero esa era la manera de propagar el mensaje. El me escuchó al igual que los tipos que había en la barra, a mi lado. Ellos lo comentarían entre si más tarde y eso era lo que quería.
– No puedo ayudarle -dijo-. No sé lo que está buscando, pero ha venido muy lejos a buscarlo.
El muchacho debió seguirme cuando salí del bar. No reparé en ello y fue un error. Uno debe prestar atención a ese tipo de cosas.
Caminaba por la calle, la cabeza llena de ideas que iba de un lado a otro. Desde el misterioso amiguito al conferenciante que había apuñalado a su amante. Cuando sentí un movimiento a mi lado. Era ya demasiado tarde para reaccionar. Apenas comencé a girarme cuando su mano me agarró por el hombro y me introdujo en un callejón.
El se precipitó detrás de mí. Era unos dos centímetros más bajo que yo pero con su peinado rizado levantaba por encima de mí. Tenía unos veinte años, un bigote incipiente y una cicatriz de una quemadura en una mejilla. Llevaba una cazadora de piloto con bolsillos de cremallera, unos vaqueros negros y, en la mano, un pequeño revolver que apuntaba directamente sobre mí. Me dijo:
– Hijoputa. Grandísimo hijo de puta. Dame la pasta, asqueroso. Dámela toda, dámela toda o te mato, grandísimo hijo de puta.
Pensé: ¿Por qué no había puesto el dinero en el banco? ¿Por qué no dejé parte en el hotel? Pensé, oh, mierda, adiós al aparato dental de Michey. St. Paul's se podía olvidar del diez por ciento.
Y tenía que pensar en el mañana.
– Hijoputa, pedazo de mierda, cabrón.
Porque iba a matarme. Eché la mano al bolsillo para coger la cartera, miré a sus ojos y a su dedo que abrazaba el gatillo y lo entendí perfectamente. Estaba a punto de estallar, y fuera lo que fuera lo que llevara encima no le iba a parecer suficiente. El iba a llevarse un premio grande, más de dos mil dólares, pero eso no quitaba de que yo fuera hombre muerto.
Estábamos en un callejón de apenas metro y medio de ancho. Era un pasillo formado por dos edificios. La luz de las farolas de calle se colaba por el callejón iluminado diez o doce metros todavía por detrás del lugar donde nos encontrábamos. El suelo estaba cubierto por basura, papeles, latas de bebida y botellas.
Bonito lugar para morir. Bonita manera de morir, ni siquiera era original. Abatido por un chorizo, asesinado en las calles, unas pocas líneas en una página escondida.
Saqué el monedero del bolsillo diciendo:
– Aquí lo tiene, todo lo que tengo. Se lo puede quedar todo.
Sabía que eso no bastaba, sabía que estaba resuelto a disparar ya fuera cinco o cinco mil. Le tendí el monedero con una mano temblorosa y lo dejé caer al suelo.
– Lo siento -dije-. Lo siento mucho. Yo lo recojo.
Me incliné esperando que él se inclinara también en un movimiento automático. Doblé las rodillas y junté los pies y pensé ¡Ahora! y me incorporé tan rígidamente y con tanta fuerza como pude, golpeando el revólver en mi ascensión y hundiendo mi cabeza con todo mi poder en su mentón.
El arma se disparó, resonando con estrépito en un sitio tan pequeño. Pensé que la bala me había tocado, pero no sentí nada. Le agarré con las dos manos y le golpeé de nuevo con la cabeza, luego lo lancé con todas mis fuerzas y se estrelló contra la pared. Sus ojos estaban vidriosos, la mano apenas aguantaba el revólver. Solté una patada a su muñeca y el arma salió despedida por los aires.