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El se apartó de la pared, una mirada asesina brillaba en sus ojos. Le engañé con la izquierda y le clavé la derecha en la boca del estómago. Lanzó un gemido que venía desde dentro y se dobló en dos, agarré al hijo de puta, una mano en la cazadora, la otra en sus greñas y corrí hasta encontrar la pared -tres pasos rápidos y cortos que acabaron cuando su rostro se estrelló contra los ladrillos. Tres o cuatro veces tiré de su cabeza hacia atrás para luego machacarla contra la pared. Cuando lo solté se cayó como si fuera una marioneta con los hilos rotos quedando tendido en el suelo de la callejuela.

Mi corazón palpitaba como si acabara de subir diez pisos a grandes zancadas. No podía retomar el aliento. Me apoyé en la pared de ladrillos sin respiración y esperé a que llegara la policía.

Nadie llegó. Había habido una disputa escandalosa, con disparos incluidos, pero nadie iba a venir. Miré al joven que me habría matado si hubiera podido. Yacía con la boca abierta, mostrando los dientes rotos al nivel de las encías. Su nariz estaba completamente aplastada contra el rostro y la sangre corría a raudales por él.

Me aseguré de que no estaba herido. Algunas veces, según tengo entendido, uno puede recibir un disparo y no sentirlo. El choque y la adrenalina pueden funcionar como anestesiantes. Pero no, él había fallado. Examiné la pared detrás del sitio donde la bala había hecho soltar un fragmento antes de rebotar. Calculé el sitio donde había transcurrido la pelea y vi que el disparo no había errado por mucho.

¿Y ahora qué?

Encontré mi cartera y la volví a colocar en el bolsillo. Busqué hasta encontrar el revólver, un 32 con un cartucho usado en una de las recámaras y con las otras cinco cargadas y listas para ser disparadas. ¿Habría matado a alguien ese revólver? Parecía muy nervioso, como si yo fuera la primera persona que tratara de abatir. De todas formas hay asesinos que se ponen nerviosos antes de apretar el gatillo, al igual que ciertos actores se excitan más de la cuenta antes de salir a escena.

Me arrodillé y le registré. Tenía una navaja automática en un bolsillo y la otra escondida en un calcetín. No llevaba ningún tipo de identificación, pero encontré un fajo de billetes en un bolsillo de la cazadora. Le quité la goma elástica y conté los billetes rápidamente. El cabrón tenía más de trescientos pavos. Era obvio que no había atacado para pagar el alquiler o para comprarse una dosis.

– ¿Y qué demonios iba a hacer con él?

– ¿Llamar a la policía? ¿Y qué harían? No había pruebas, no tenía testigos, y el presunto agresor parecía la víctima en este caso.

No había motivos para un juicio, ni siquiera para un arresto preventivo. Se lo llevarían a un hospital, allí lo remendarían, incluso, le devolverían el dinero. Sería imposible comprobar que se trataba de dinero robado, que ese dinero no era de su legítima propiedad.

No le devolverían el arma. Pero no podrían acusarle de tenencia ilegítima porque yo no podía probar que era él quien la llevaba.

Puse los billetes en mi bolsillo y saqué el arma que había depositado ahí antes. Giraba y giraba el arma en mi mano, tratando de recordar la última vez que tuve una entre las manos. De eso hacía ya bastante tiempo.

Yo lo miré tendido en el suelo. Su respiración burbujeaba a través de la sangre acumulada en la boca y la garganta. Me agaché a su lado. Al cabo de un momento, introduje el cañón del revólver en su boca destrozada y dejé que mi dedo acariciara el gatillo.

¿Por qué no?

No sé qué fue lo que me detuvo, y no fue el miedo a un castigo en este mundo o en el próximo. No sé lo que fue, pero tras un período de tiempo que me pareció interminable, suspiré y saqué el cañón de su boca. Había restos de sangre en el tambor, brillando como bronce bajo la pálida luz del callejón. La limpié en su cazadora y la volví a colocar en mi bolsillo.

Pensé: mierda, maldito imbécil, ¿qué voy a hacer contigo?

No podía matarlo y no podía entregarlo a los policías. Así que, ¿qué hacer? ¿Dejarlo donde estaba?

¿Qué más?

Me incorporé. Me entró un mareo, titubeé, busqué la pared con las manos para apoyarme. Al cabo de un momento la cabeza dejó de darme vueltas y me recuperé.

Suspiré profundamente. Me agaché nuevamente y lo agarré por los pies, le arrastre unos metros por el callejón hasta llegar a un altillo de medio metro de alto que era la parte superior de un respiradero protegido por barrotes que pertenecía a un sótano. Atravesé su cuerpo en la calle, posé sus pies en el borde del respiradero y apoyé su cabeza contra la pared de enfrente.

Presioné con todo mi peso y mis fuerzas un pie contra su rodilla, pero eso no bastó. Tenía que saltar en el aire y caer con los pies juntos. Su pierna izquierda se astilló como una cerilla al primer intento, pero me hicieron falta cuatro saltos para romper la derecha. Durante toda la operación se mantuvo en un estado semiinconsciencia, gimiendo ligeramente pero lanzó un grito desgarrador cuando su pierna derecha se rompió.

Tropecé, me caí, aterricé sobre mi rodilla y me incorporé. De nuevo volvieron los mareos, esta vez acompañados de nauseas, pero no conseguía recuperar el aliento y temblaba como una hoja. Levanté una mano delante de mí y vi mis dedos temblar. Nunca había visto nada semejante. Había fingido los temblores cuando dejé caer la cartera, pero estos eran reales y yo no podía controlarlos a mi voluntad. Mis dedos tenían su propia voluntad y querían temblar.

Los temblores eran aún mucho peores en el interior.

Me volví, le eché un último vistazo. Luego giré los talones y me dirigí por encima de las basuras hacia la calle. Seguía temblando y no parecía que fuera a mejorar.

Bueno, había un remedio para los temblores, los del exterior y también los del interior. Había un remedio específico para combatir semejante mal.

En la acera de enfrente un neón rojo hacía parpadear su invitación. Una invitación de tres letras: Bar.

VEINTIUNO

No crucé la calle. El muchacho con la cara aplastada y las piernas rotas no era el único chorizo del barrio y me dije que no sería una buena idea cruzarme con otro de su calaña estando bebido.

No, tenía que retomar un terreno familiar. Sólo tomaría una copa, quizá dos, pero no podía garantizar. No podía decir con certeza qué efecto me haría una o dos copas.

Lo más razonable era volver a mi barrio, beber uno o dos vasos en un bar y luego subir un par de cervezas a mi habitación.

Salvo que no existía manera razonable de beber. No para mí, en cualquier caso. ¿No tenía ganas de probarme a mí mismo? ¿Cuántas más veces tenía que seguir probándome?

Entonces, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Temblar hasta no poder más? No sería capaz de conciliar el sueño sin haber echado un trago, por todos los demonios.

Bueno, mierda. Una copa era indispensable, medicinal. Cualquier médico me la recetaría sin dudarlo.

¿Cualquier médico? ¿Y el interno de Roosevelt? Me imaginaba su mano en mi hombro, ahí en el mismo sitio en donde el chorizo me había agarrado para meterme en el callejón. "Mire. Escúcheme. Usted es un alcohólico. Si sigue bebiendo morirá".

De todas maneras, de una de las ocho millones de maneras acabaría muriendo. Pero si podía escoger, escogería morir cerca de casa.

Caminé hasta el borde de la acera. Un taxi independiente -son los únicos que se aventuran en el Harlem- aminoró su marcha a medida que se acercaba. El conductor, una chicana de mediana edad que llevaba una gorra sobre sus cabellos pelirrojos, consideró que era un cliente aceptable y se detuvo. Yo me instalé en la parte trasera, cerré la puerta y le dije que me llevara a la intersección entre la 58 y la Novena.