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– Pero tú no vas a beber.

– No.

– ¿Tienes un padrino, Matthew?

– No.

– Deberías tener uno. Es de gran ayuda.

– ¿Explícate?

– Bueno, un padrino es alguien al que puedes llamar a cualquier hora, alguien al que le puedes contar todo.

– ¿Tú tienes uno?

Ella asintió.

– La llamé tras hablar contigo.

– ¿Por qué?

– Porque estaba nerviosa. Me tranquilizaba hablar con ella. Quería saber lo que pensaba.

– ¿Y qué pensaba?

– Que no debí haberte dicho que vinieras -rió-. Afortunadamente tú ya estabas en camino.

– ¿Qué más te dijo?

Sus grandes ojos grises evitaron el encuentro con los míos.

– Que no debía dormir contigo.

– ¿Por qué te dijo eso?

– Porque no es bueno mantener relaciones durante el primer año. Y porque es muy negativo estar liado con alguien que apenas ha dejado de beber.

– ¡Por Dios! He venido a verte porque tenía los nervios a flor de piel, no porque estuviera cachondo.

– Lo sé.

– Haces todo lo que te dice.

– Lo intento.

– ¿Quién es esa mujer? ¿La voz de Dios en la tierra?

– Una mujer, así de sencillo. Ella tiene mi edad, o para ser exactos, un año y medio menos que yo. Hace casi seis años que no prueba una gota.

– Es demasiado tiempo.

– Lo es para mí -levantó su taza. Vio que estaba vacía y la posó-. ¿No hay nadie a quien puedas pedirle que sea tu padrino?

– ¿Es así como funciona? ¿Tienes que preguntarle a alguien?

– Así es.

– ¿Y si te lo pido a ti?

Ella negó con la cabeza.

– Primer requisito: tiene que ser alguien de tu mismo sexo. Segundo: yo no hace lo bastante que he dejado la bebida. Y tercero: somos amigos.

– ¿Un padrino no debe ser un amigo?

– No ese tipo de amigo. Un amigo de los de la doble A. Cuarto: debe ser alguien que asista a las reuniones de tu barrio, para que los contactos sean frecuentes.

A pesar mío no tuve más remedio que pensar en Jim.

– Hay un tipo con el que hablo a veces.

– Es importante escoger a alguien en el que confíes.

– No sé si podría confiar en él. Supongo que sí.

– ¿Le tienes respeto?

– No sé lo que le quieres decir.

– Bueno si tú…

– Esta tarde le dije lo mucho que me afectaban las noticias que leía en los periódicos. Los crímenes de la calle, todo el mal que se hacen los unos a los otros. Poco a poco eso me va corroyendo por dentro, Jan.

– Sí, lo sé.

– Me dijo que dejara de leer los periódicos. ¿Por qué te ríes?

– Esa es la política del programa.

– La gente dice lo que sea. "He perdido mi trabajo y mi madre se está muriendo de cáncer y a mí me van a amputar la nariz, pero hoy no he bebido y eso me convierte en un triunfador".

– Sí, verdaderamente dan esa impresión.

– Algunas veces. ¿Qué te hace gracia?

– "A mí me van a amputar la nariz". ¿De veras amputan narices?

– No te rías. Eso es algo muy serio.

Un poco más tarde ella me habló de un miembro de su grupo que tenía un hijo que había sido atropellado por un conductor que se había dado a la fuga. El hombre había ido a la reunión, había hablado de ello y había transmitido una sensación de solidaridad a todo el grupo. Todo el mundo salió enriquecido con la experiencia. El no trató de olvidar bebiendo, y su aguante le permitió levantar la moral a los miembros de su familia mientras que él sufría interiormente su congoja.

Me preguntaba que había sido maravilloso en sufrir uno su propia congoja. Luego acabé preguntándome que habría pasado hace unos cuantos años si hubiera aguantado sin coger aquella botella cuando mi bala perdida acabó con la vida de una niña de seis años llamada Estrellita Rivera. Aquello me pareció, en aquella época, una excelente idea.

Quizá me equivoqué. Quizá no había atajos ni rodeos. Quizá la mejor solución fuera afrontar las consecuencias tal como son, sin tapujos.

Dije:

– Uno se preocupa, en Nueva York, de que un coche le pase por encima. Pero ocurre, aquí como en cualquier otro sitio. ¿Encontró al conductor?

– No.

– Debía estar bebido. Casi siempre ocurre así.

– Quizá tuviese un blackout. Es posible que a la mañana siguiente se despertara sin saber lo que había hecho.

– Cielos -pensé en el conferenciante que había apuñalado a su amada-. Ocho millones de historias en la Ciudad Esmeralda. Ocho millones de maneras distintas de morir.

– La ciudad desnuda.

– ¿No es eso lo que acabo de decir?

– Tú has dicho la Ciudad Esmeralda.

– ¿Sí? ¿De dónde sacaría eso?

– De El Mago de Oz, ¿recuerdas? ¿Dorothy y Toto en Kansas? ¿Judy Garland y el arco iris?

– Sí, sí me acuerdo.

– "Sigue el camino de adoquines amarillos". Conducía a la Ciudad Esmeralda, donde el mago sorprendente vivía.

– Sí, me acuerdo. El Hombre de Paja, el León Cobarde y todo eso. ¿Pero de dónde saqué lo de la esmeralda?

– Eres un alcohólico, no lo olvides. Tu cerebro está dañado, eso es todo.

– Debe ser eso -dije, asistiendo con la cabeza.

El cielo comenzaba a aclararse cuando nos fuimos a dormir. Yo me acosté en el sofá, envuelto en un par de mantas. En un principio creí que no iba a ser capaz de dormir, pero el cansancio se me echó encima como una ola gigante a la que no pude resistirme.

No sé a dónde me llevó porque dormí como un tronco. Si soñé algo no lo recuerdo. Cuando desperté, fui recibido por los aromas del café haciéndose y del bacón en la sartén. Me duché y me afeité con una cuchilla de usar y tirar, luego me vestí y me uní a ella en una mesa de pino en la cocina. Bebí zumo de naranja y café y comí huevos revueltos, bacón y bollos de pan integral con pasas. Me preguntaba cuándo fue la última vez que tuve semejante apetito.

Ella me informó de que había un grupo que se reunía los domingos al mediodía a unas pocas manzanas de su casa. Era una de las reuniones a las que ella asistía regularmente. Me preguntó si quería acompañarla.

– Tengo que trabajar.

– ¿Un domingo?

– ¿Qué es lo que cambia que sea domingo?

– Crees que serás capaz de llegar a algo un domingo al mediodía.

No había llegado a nada desde que empecé. ¿Había algo que pudiera hacer hoy?

Saqué mi agenda y marqué el número de Sunny. No hubo respuesta. Llamé a mi hotel. Nada de Sunny. Nada de Danny Boy Bell ni de ninguno de los que había visto el día de ayer. Bueno, de cualquier forma Danny Boy aún debía estar dormido a esta hora, al igual que los otros.

Chance no había dejado ningún recado. Comencé a marcar su número pero me detuve. Si Jan iba a una reunión, yo no tenía ningún deseo de esperar en un apartamento hasta que él me llamara. La madrina de Jan probablemente no lo aprobaría.

La reunión tuvo lugar en el primer piso de una sinagoga de Forsythe Street. No se podía fumar dentro. No estaba acostumbrado a asistir a una reunión de los de la doble A sin que la sala no estuviera cubierta por una espesa capa de humo de tabaco.

Había unas cincuenta personas y ella parecía conocer a casi todos. Se encargó de presentarme a unas cuantas, de las que me apresuré a olvidar sus nombres. Me sentía incómodo, molesto por tanta atención como recibía. Mi aspecto tampoco ayudaba mucho. No había dormido vestido, pero mis ropas reflejaban la pelea de la pasada noche.

Además ahora sentía las secuelas de aquello. Jan y yo salíamos del edificio cuando me di cuenta de las magulladuras que tenía en el cuerpo. Mi cabeza se resentía, particularmente ahí donde se había estrellado contra el mentón del muchacho. Tenía un moratón en el antebrazo y un hombro estaba pasando por toda la gama de colores existentes sin dejar de dolerse. Había otros músculos que se resentían cuando movía. No había sentido nada después del incidente, pero no es de extrañar que los dolores no aparezcan hasta un tiempo después.