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Fui a buscar una taza de café y unas galletas y me quedé sentado durante toda la reunión. Todo fue bastante bien. El conferenciante hizo un testimonio bastante breve, dejando el resto del tiempo para el coloquio. Había que levantar la mano para hablar.

A quince minutos del final, Jan levantó la mano y manifestó lo feliz que estaba de haber dejado la bebida, el gran papel que jugaba en su vida la madrina, aportando una ayuda eficaz cada vez que había algo que la preocupara o cuando se enfrentaba a un problema y no sabía qué hacer. Ella no entró en más detalles. Tuve el presentimiento de que su intervención era una forma de enviarme un mensaje. No le di mucha importancia.

Yo no levanté la mano.

Tras la reunión, ella pensaba ir a tomar un café con un grupo de conocidos. Me preguntó si los quería acompañar. No me apetecía más café y tampoco deseaba compañía, de manera que encontré una excusa.

Afuera, antes de tomar caminos diferentes, me preguntó cómo me encontraba. Le respondía que me encontraba bien.

– ¿Sigues teniendo ganas de beber?

– No.

– Me alegra que me hayas llamado anoche.

– Yo también me alegro.

– Llámame cuando quieras, Matthew. Incluso en mitad de la noche si no tienes otra solución.

– Espero que no lo tenga que hacer de nuevo.

– Pero si hace falta, no lo dudes. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

– ¿Matthew, me prometes una cosa?

– ¿Qué?

– No bebas sin antes haberme llamado.

– Hoy no voy a beber.

– Lo sé. Pero si alguna vez tienes ganas de echar un trago, no levantes la copa si haberme llamado primero. ¿Prometido?

– Prometido.

En el metro, camino del centro, pensé en la conversación y en lo estúpido que era aquella promesa. En fin, eso la había hecho feliz.

Tenía otro recado de Chance. Llamé desde el vestíbulo, le dije a su servicio que estaría en el hotel. Compré un periódico y lo llevé a mi habitación para matar el tiempo mientras esperaba su llamada.

La noticia del día era bastante sorprendente. Una familia de Queens -padre, madre y dos niños de menos de cinco años- habían ido a dar una vuelta con su flamante Mercedes nuevo. Otro auto se colocó a su lado y descargó los dos cartuchos de un fusil de doble cañón en el Mercedes, matando a los cuatro miembros de la familia. La policía había registrado su apartamento y habían encontrado una suma importante de dinero en efectivo y una nada despreciable cantidad de cocaína sin cortar. La policía extrajo la conclusión de que el crimen estaba relacionado con el tráfico de narcóticos.

La gente no se anda con bromas.

No venía nada del muchacho que había dejado tirado en el callejón. No era de extrañar. Los periódicos del domingo estaban ya a la venta cuando tuvimos nuestro encuentro. Había pocas posibilidades de que viniera algo en el de mañana o en el de pasado. Si lo hubiera matado se habría ganado unas pocas líneas en alguna esquina, ¿pero qué interés periodístico tenía un joven negro con las piernas rotas?

Estaba pensando en eso cuando llamaron a mi puerta.

Era extraño. Las mujeres de la limpieza tenían los domingos libres y las pocas personas que me venían a visitar se hacían anunciar en la conserjería. Cogí mi chaqueta de la silla y saqué el 32 del bolsillo. Aún no me había librado de ella ni de las dos navajas que había confiscado a mi amigo el mutilado. Revólver en mano me acerqué a la puerta y pregunté quién era.

– Soy Chance.

Dejé caer el arma en el bolsillo y abrí la puerta.

– La mayoría de la gente se hace anunciar.

– El amigo de abajo estaba leyendo y no quería interrumpirle.

– Eso es ser atento.

– Es así como suelo firmar las cosas -me observó como si me estuviera juzgando. Luego su mirada me dejó para estudiar la habitación-. Un sitio acogedor.

Las palabras eran pura ironía, pero no el tono de su voz. Cerré la puerta, señalé a una silla. El permaneció de pie.

– Estoy mejor así.

– Sí, ya veo. A veces a uno le gusta sentirse espartano.

Vestía una chaqueta fina azul marino y un pantalón de franela gris. No llevaba abrigo. Evidentemente hoy el día estaba más agradable y además tenía coche.

Se acercó hasta la ventana, miró afuera. Dijo:

– Traté de localizarte anoche.

– Lo sé.

– Usted no contestó a mi llamada.

– No recibí el mensaje hasta hace un rato y anoche no estaba localizable.

– ¿No durmió aquí anoche?

– No.

Asintió con la cabeza. Se había vuelto hacia mí y su expresión era reservada, casi indescifrable. Jamás lo había visto así.

– ¿Ha hablado con todas mis chicas?

– Con todas menos con Sunny.

– Ya. ¿Aún no la ha visto?

– No. La he llamado varias veces ayer por la tarde, e incluso la llamé hoy al mediodía, pero no contesta.

– ¿No contesta?

– No. Ella me dejó un aviso anoche, pero cuando llamé ella ya no estaba.

– ¿Ella lo llamó anoche?

– Así es.

– ¿A qué hora?

Traté de recordar.

– Salí del hotel sobre las ocho y volví un poco después de las diez. Me encontré el aviso cuando volví. No sé a qué hora lo dejó. La gente de conserjería casi nunca anotan la hora, aunque se supone que deben hacerlo. De cualquier manera me deshice del papel.

– No había ningún motivo para guardarlo.

– No. ¿Qué importancia puede tener la hora a la que llamara?

Me miró largamente. Puede ver una aureola dorada dentro de sus profundos ojos marrones. Luego dijo:

– Mierda, no sé lo que hacer. No estoy acostumbrado a este tipo de cosas. Por lo general sé lo que tengo que hacer.

No dije nada.

– Usted es mi hombre, ya que trabaja para mí. Pero no estoy seguro de lo que eso significa.

– No sé adónde quiere ir, Chance.

– Mierda. El problema es que no sé hasta qué punto puedo confiar en usted. Es ahí a donde quiero ir. De hecho tengo que confiar en usted. La prueba es que lo llevé a mi casa. Nunca había llevado a nadie más a mi casa. ¿Por qué hice eso?

– No lo sé.

– Quiero decir que si fuera para presumir. Algo así como decir: "Vea la clase que tiene este negro". ¿O es que lo invité para que usted viera mi espíritu? Qué más da. Mierda, sea lo que sea tengo que confiar en usted. ¿Pero tengo razón para ello?

– Yo no puedo pensar por usted.

– No, no puede -clavó su barbilla entre el pulgar y el índice-. La llamé anoche, a Sunny, dos veces, no hubo respuesta, al igual que usted. Bueno no es nada serio. No había contestador pero eso tampoco es grave porque a veces se olvida de conectarlo. Luego llamé otra vez, una hora y media o dos horas más tarde, y de nuevo no hubo respuesta. ¿De manera que qué hice? Me fui a su casa en el auto. Por supuesto tengo una llave. Es mi apartamento. ¿Por qué no habría de tener una llave?

Ahora ya sabía a donde quería ir, pero dejé que lo dijera el mismo.

– Pues bien, estaba ahí. Aún está ahí. Lo ve, sigue ahí, pero muerta.

VEINTIDÓS

Ella estaba muerta. Yacía sobre su espalda, desnuda, un brazo por debajo de la cabeza, el otro recogido por encima de la mano descansando en la caja torácica, justo debajo de su pecho. Su cuerpo, en el suelo, se encontraba a un par de pasos de la cama sin hacer, sus cabellos cobrizos estaban desparramados por encima y por detrás de su cabeza. Por la comisura de sus labios pintados un hilo de vómito se dejaba caer hasta la moqueta como espuma en el mar. Entre sus fornidas entrepiernas blanquecinas, una mancha de orina oscurecía la moqueta.