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No, no estaba. Estaba ocupado rompiendo las piernas a un crío un poco más al norte. Pregunté:

– ¿Alguna llamada fuera de la ciudad?

– Sólo esas dos llamadas. Y fueron dentro de la ciudad. Su hotel está a tiro de piedra desde aquí.

Y yo puedo haber caminado hasta aquí ayer por la tarde, después de la reunión, cuando no obtuve respuesta de su número. ¿Estaría viva para entonces? Me la imaginé, yaciendo sobre la cama, esperando que las píldoras y el vodka surtieran efecto, dejando el teléfono sonar, sonar, sonar… ¿Hubiera actuado de igual manera con el timbre de la puerta?

Quizá. O quizá, para entonces, ya estuviese inconsciente. Pero habría presentido que algo andaba mal, podría haber hecho subir al portero o echar abajo la puerta, podría haber llegado a tiempo.

Seguro que sí. También podría haber salvado a Cleopatra de la mordedura de la víbora, si no hubiera nacido demasiado tarde.

– ¿Usted tiene la llave de este apartamento? -pregunté.

– Tengo las llaves de todos los apartamentos.

– Entonces entró sin problemas.

Negó con la cabeza.

– Ella tenía la cadena puesta. Ahí fue cuando supe que algo andaba mal. Me serví de mi llave. La puerta se abrió unos centímetros para luego detenerse a causa de la cadena; la prueba de que algo no marchaba. Hice saltar la cadena y entré. Sabía que me iba a encontrar con algo que no quería ver.

– Pudo haberse ido. Dejar la cadena y volver a su casa.

– Lo pensé -me miró directamente a los ojos. Era la primera vez que veía esa expresión desarmada en él-. Sabe, cuando vi que ella había echado la cadena, pensé inmediatamente que se había suicidado. Fue la primera y la única cosa en la que pensé. Fue por eso que hice saltar la cadena. Pensé que aún podía estar viva, que quizá podría salvarla. Pero era demasiado tarde.

Me dirigí a la puerta, y la examiné. La cadena no estaba rota, pero la fijación había sido arrancada de sus tornillos y colgaba al final de la cadena que aún estaba unida a la puerta. No había reparado en ello cuando entramos en el apartamento.

– ¿Hizo saltar esto cuando entró?

– Como acabo de decirle.

– La cadena pudo no estar echada cuando usted entró. Luego la pudo haber puesto y haberla roto desde dentro.

– ¿Por qué iba a hacer semejante cosa?

– Para dar la impresión de que el apartamento estaba cerrado desde el interior cuando usted entró.

– Pues claro que lo estaba. Yo no tuve necesidad de hacer eso. No sé a dónde quiere ir, tío.

– Simplemente quiero asegurarme de que estaba cerrada desde el interior cuando usted llegó.

– ¿Pero no se lo acabo de decir?

– ¿Y usted revisó todo el apartamento? ¿No había nadie más?

– No, a menos que se haya escondido en el horno.

Era un claro suicidio. El único problema era su primera visita. El sabía que ella estaba muerta desde hacía doce horas y aún no había avisado a la policía.

Pensé un momento. Estábamos al norte de la calle 60, lo que nos sacaba del territorio de Durkin y nos hacía depender de la comisaría del distrito 20. Ellos cerrarían el caso como suicidio, a menos que los exámenes del forense probaran lo contrario, en ese caso su primera visita acabaría por venir a la luz.

Le dije:

– Podemos proceder de diversas maneras. Podemos decir que usted trató de localizarla durante toda la noche y que acabó preocupándose demasiado, habló conmigo esta tarde y que vinimos aquí juntos. Usted tiene una llave con la que abrió la puerta, la encontramos y llamamos a la policía.

– De acuerdo.

– Pero la cadena se pone por medio. Si usted no estuvo aquí antes, ¿cómo se rompió? Si alguien más entró aquí, ¿quién era y cómo entró aquí?

– ¿Por qué no les decimos que la rompimos cuando entramos ahora?

Negué con la cabeza.

– No nos sirve. Suponga que dan con una evidencia sólida de que usted estuvo aquí la pasada noche. Entonces me acusarían de falso testimonio. Yo puedo mentir por usted omitiendo y no divulgando algo que usted me haya dicho, pero no quiero arriesgarme a ser encausado por una mentira que evidentemente contradiga los hechos. No, tengo que decirles que la cadena estaba rota cuando llegamos aquí.

– Bien, hace varias semanas que lleva rota.

– No, la rotura es reciente. Se puede ver donde los tornillos salen de la madera. Si hay algo que no quiero hacer, es ser cazado en ese tipo de mentira, una mentira donde su historia y las pruebas miran en direcciones opuestas. Le voy a decir lo que vamos a hacer.

– ¿Qué pues?

– Decir la verdad. Usted vino aquí, echó abajo la puerta, ella estaba muerta y usted se esfumó. Subió a su vehículo y condujo durante un rato tratando de aclarar las ideas en su cabeza. Quería localizarme a mí antes de hacer nada, y yo no estaba localizable. Luego me llamó, vinimos aquí y llamamos a la policía.

– ¿Cree que es lo mejor?

– Lo es para mí.

– ¿Por culpa de esa historia de la cadena?

– Sí, sobre todo por eso. Pero incluso sin la cadena le interesa más decir la verdad. Mire, Chance, usted no la mató. Ella se mató a sí misma.

– ¿Y qué?

– Si usted no la mató, lo mejor que puede hacer es decir la verdad. Si es culpable, lo mejor es no decir nada, ni una palabra. Llame a un abogado y mantenga la boca cerrada. Pero siempre que sea inocente, diga la verdad. Es lo más fácil, lo más simple, y le evita tener que recordar lo que dijo antes. Porque, usted sabe, los criminales mienten todo el tiempo y los polis lo saben y lo odian. Una vez que dan con una mentira, tiran de ella hasta que llegan a algo que no encaja. Usted quiere mentir para evitarse complicaciones, y quizá funcione, es un suicidio evidente y tiene muchas oportunidades de salirse con la suya, pero si algo sale mal, va a tener diez veces más las complicaciones que trataba de evitar en un principio.

El reflexionó, suspiró y dijo:

– Van a preguntarme por qué no los llamé inmediatamente.

– ¿Por qué no lo hizo?

– Porque estaba pasmado, tío. No sabía si cagarme o llorar.

– Dígales eso.

– Sí, supongo que sí.

– ¿Qué hizo tras salir de aquí?

– ¿Anoche? Lo que acaba de decir. Conduje por ahí. Di unas cuantas vueltas alrededor del parque. Atravesé el puente de George Washington y subí por Palisades Parkway. Como un paseo dominical, sólo que un poco primero -movió la cabeza recordando el paseo-. Volví y me fui a ver a Mary Lou. Entré con mi llave, no tuve necesidad de hacer saltar la cadena. Ella dormía. Me acosté a su lado, la desperté y me quedé un momento allí. Luego volví a mi casa.

– ¿A su casa?

– Sí, a mi casa. Pero no quiero hablarles de mi casa.

– No es necesario. Usted durmió un rato en casa de Mary Lou.

– Yo jamás duermo si hay alguien a mi lado. Pero eso no tienen por qué saberlo.

– No.

– Me quedé en mi casa un rato. Luego volví a la ciudad a buscarlo.

– ¿Qué hizo en su casa?

– Dormir un poco. Un par de horas. No necesito mucho sueño.

– ¿Eso fue todo?

– No hice nada en particular.

Se acercó a la pared y descolgó una de las máscaras de su clavo. Se puso a explicarme de que tribu venía, del lugar donde vivía la tribu, la madera en la que estaba esculpida la máscara. Yo escuchaba a medias. Luego me dijo:

– Ahora he dejado mis huellas en ella. Bueno, no importa. Les puedo decir que mientras esperábamos a que vinieran yo la descolgué y le conté su historia. Lo que es decir la verdad. No quiero que me cojan en una mentirijilla -la frase le hizo sonreír-. ¿Por qué no hace esa llamada?

VEINTITRÉS

No fue ni la mitad de las complicaciones de lo que pudo haber sido. Yo no conocía a los policías que vinieron del 20 pero no hubiera ido mucho mejor si los hubiera conocido. Después de haber respondido a preguntas en el lugar de la escena, nos llevaron a la comisaría de la calle 82 Oeste para firmar nuestra declaración. Los polis no tardaron en señalar que Chance debió haberles llamado inmediatamente tras encontrar el cadáver, pero no lo agobiaron por haberse tomado su tiempo. Encontrarse con un cuerpo inesperadamente es un choque, incluso si tú eres un chulo y ella es una puta, y esto, después de todo, es Nueva York, la ciudad de la indiferencia, y lo que había que destacar no era que él había llamado tarde, sino que había llamado.