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Comencé a sentirme mejor cuando llegamos a la comisaría. Al principio me puse muy inquieto cuando me vino la idea de que quizá nos cachearan. Mi abrigo era un arsenal en miniatura. En mis bolsillos había un revólver y dos navajas, todo ello expropiado al muchacho del callejón. Las navajas eran armas ilegales. El revólver lo era también, y aún más; sólo Dios sabe cuál era su origen. Pero no habíamos hecho nada para que nos cachearan y finalmente no lo fuimos.

– Las putas se suelen suicidar -dijo Joe Durkin-. Hay un porcentaje muy alto, y ésta no era su primera tentativa. ¿Vio las cicatrices en la muñeca? Según el informe médico, se remontan a hace algunos años; lo que usted ignora, seguramente, es que ella ya lo intentó con las píldoras hace menos de un año. Una amiga suya la llevó al hospital de St. Clare para que la hicieran un lavado de estómago.

– Había una alusión a ello en la nota. Ella esperaba haber tomado bastantes esta vez, o algo así.

Nos encontrábamos en el Slate, un asador de la Décima Avenida muy frecuentado por los polis de la universidad de John Jay y de la comisaría de Midtown North. Yo había vuelto a mi hotel, me había cambiado de ropas, había encontrado un escondite donde guardar las armas y el dinero que llevaba, cuando me llamó para sugerirme que lo invitara a cenar.

– Creo que me debe pagar una cena ahora -me había dicho-, antes de que todas las fulanas de su cliente estén muertas y su cuenta de gastos se vea cerrada.

El pidió un surtido de carne a la brasa que acompañó con un par de Carlsbergs. Yo pedí un filete de buey y bebí café sólo. Hablamos un rato sobre el suicidio de Sunny pero no fuimos muy lejos. El dijo:

– Si no fuera por la otra, por la rubia, no lo pensaría dos veces. Una vez hecha la autopsia queda claro que se trata de un suicidio. Por los moratones, no hay problema. Ella estaba groggy, no sabía lo que hacía, se cayó y tropezó contra el mobiliario. Es además esa la razón por la que estaba en el suelo y no en la cama. Los moratones no tienen nada de particular, y sus huellas estaban donde tenían que estar, en la botella, en el vaso, en los frascos de píldoras. La nota coincide con otros ejemplos de su caligrafía. Si creemos a su cliente, ella se había encerrado echando la cadena cuando él la encontró. ¿Usted cree que esa es la verdad?

– Sí, creo que lo que dice es cierto.

– De manera que se suicidó. Incluso cuadra con la muerte de Dakkinen hace quince días. Ellas eran amigas y esta estaba muy afectada por la muerte de la otra. ¿Ve algo que no sea sino un suicidio?

Negué con la cabeza.

– Es un suicidio bastante difícil de forzar. ¿Qué haría usted? ¿Meterle las píldoras en la boca con un embudo? ¿O hacérselas tragar a punta de pistola?

– Se pueden disolver, ella las puede tomar sin enterarse. Pero encontraron restos de cápsulas de Seconal en su estómago. Así que olvídelo. Fue un suicidio.

Traté de recordar el índice de suicidios anuales en la ciudad. No pude encontrar una cifra, ni siquiera aproximada y Durkin no pudo ayudarme. Me gustaría saber si el índice estaba en alza, al igual que el de criminalidad.

Durkin estaba con el café cuando me dijo:

– Le pedí a un par de empleados que comprobaran las fichas de registro. Sólo las que estuvieran en letra de imprenta. Ninguna de ellas coincidió con la firma de Jones.

– ¿Y los otros hoteles?

– Nada que se pareciera. Había montones de gente llamados Jones, es un nombre bastante común, pero todas las fichas fueron firmadas normalmente, pagaron con tarjetas de crédito y no había por qué dudar de sus identidades. En resumen, una pérdida de tiempo.

– Lo siento.

– ¿Por qué? El noventa por ciento de lo que hago es una pérdida de tiempo. Tenía razón, valía la pena comprobarlas. Si este fuera un asunto serio, ya sabe, el típico caso que ocupa la portada de los periódicos y los de arriba metiendo presión, yo mismo hubiera verificado todos los hoteles de los cinco distritos de la ciudad. ¿Y usted?

– ¿Yo, qué?

– ¿Qué tal va con lo de Kim Dakkinen?

Tuve que pensar la respuesta.

– No voy a ningún sitio.

– Es irritante. De nuevo revisé el informe y, ¿sabe lo que no consigo digerir? Lo del empleado de la recepción.

– ¿Aquél con el que hablé?

– Aquél era un director, director adjunto me parece. No aquél que estaba de servicio cuando el asesino cubrió su ficha. He aquí un sujeto que llega, rellena su ficha en letras de imprenta y que paga al contado. Ambas cosas no son nada habituales hoy en día. ¿Usted cree que hay mucha gente que paga al contado en los hoteles? No me refiero de hoteles de paso, de tugurios, sino de hoteles decentes donde dejas sesenta u ochenta dólares por la habitación. Hoy en día todo el mundo tiene tarjetas de crédito. Pero ese tío paga en especies y el empleado no se acuerda de haberlo visto.

– ¿Se informó sobre él?

– Sí, ayer fui a hablar con él. Es un sudaca de no sé qué país. Estaba en una nube cuando hablé con él. Probablemente estuviera en una nube cuando llegó el asesino. Creo que nunca se ha bajado de la nube. No sé cómo lo consigue, no sé si fuma, si se pica, o qué es lo que hace, pero creo que no lo hace de mala fe.

¿Tiene idea de cuál es el porcentaje de gente que está continuamente colocada?

– Sé lo que quiere decir.

– Los vemos a la hora de desayunar. Empleados de oficinas, agentes de Walt Street, ejecutivos, no importe de qué barrio son. Se compran los malditos porros en la calle y se pasan la hora de la comida fumándolos en el parque. Uno se pregunta cómo son capaces de rendir en el trabajo.

– No lo sé.

– Luego están ésas que se desahogan tomando esas píldoras para la cabeza. Como esa mujer que se suicidó. Se las tragó todas a la vez y ni siquiera es algo en contra de la ley. Drogas -suspiró, movió la cabeza, alisó sus oscuros cabellos-. Bueno voy a probar ese brandy, si es que su cliente puede pagarlo.

Llegué a St. Paul's a tiempo para asistir a los diez últimos minutos de la reunión. Me serví un café y unas galletas y no me preocupé en escuchar lo que decían. Ni siquiera tuve que decir mi nombre y me escurrí durante el rezo.

Volví al hotel. No tenía avisos. Había recibido un par de llamadas, según me dijo el recepcionista, pero nadie dejó su nombre. Subí arriba y traté de pensar en qué impresión me había causado la muerte de Sunny, pero, aparentemente, lo único que sentía era una especie de entumecimiento. Estuve a punto de reprocharme el hecho de que quizá hubiera aprendido algo si no hubiese postergado el interrogatorio de Sunny. Tal vez le hubiera dicho alguna cosa que hubiera evitado su suicidio pero, ahí, no estaba convencido. Hablé con ella por teléfono. Ella pudo haberme dicho algo, pero no me dijo nada. Y, encima, no podía olvidar que ella había intentado suicidarse dos veces oficialmente, y a saber cuantas más pasaron desapercibidas.

A fuerza de intentarlo acabas consiguiendo lo que quieras.

Por la mañana, tras un ligero desayuno, me fui al banco donde dejé parte del dinero, luego me encaminé a la oficina de correos para mandarle un giro a Anita. No había pensado mucho en el aparato dental de mi hijo; ahora tenía la conciencia tranquila.

Caminé hasta St. Paul's y encendí una vela para Sonya Hendryx. Me senté en un banco para consagrar unos minutos al recuerdo de Sunny. No había mucho que recordar. Apenas nos habíamos conocido. Difícilmente recordaba su rostro ya que la imagen de su muerte desplazaba la imagen, ya de por sí borrosa, de la Sunny viva.