Pensé de repente que debía dinero a la iglesia. El diez por ciento de los últimos honorarios eran doscientos cincuenta dólares, a los cuales debía sumar el tributo por los trescientos y pico dólares del chorizo que trató de asaltarme. No sabía la cifra exacta, pero debían ser trescientos cincuenta. Si escurría doscientos ochenta y cinco dólares en el cepillo quedaría en paz con Dios.
Sin embargo había puesto casi todo el dinero en el banco y si daba los 285 dólares a la iglesia, no tendría suficiente dinero para mis gastos corrientes. Estaba pensando que no tenía ganas de pegarme otro paseo hasta el banco cuando fui golpeado por la imbecilidad fundamental de mi jueguecito.
¿Qué era lo que hacía exactamente? ¿De dónde me venía la idea de que debía el dinero a alguien? Y, además, ¿a quién? No a la iglesia, ya que no pertenecía a ninguna iglesia. Yo daba mi tributo a cualquier edificio consagrado a no importa qué culto que encontraba en el camino.
¿Con quién estaba en deuda? ¿Con Dios?
¿Dónde estaba el sentido de esto? ¿Y cuál era la naturaleza de esta deuda? ¿Cómo la había contraído? ¿Estaba reembolsando un préstamo? ¿O era simplemente un sistema de suerte, una especie de raqueta celestial de protección?
Era la primera vez que me lo planteaba seriamente. No era, de hecho, más que una costumbre, una pequeña excentricidad. No cubría ninguna hoja de impuestos, así que de vez en vez pagaba un pequeño tributo.
Me estaba verdaderamente preguntando por qué hacía eso.
No estaba muy satisfecho con la respuesta. Recordé, también, el pensamiento que me vino a la mente momentáneamente en el callejón de St. Nicholas Avenue: me iban a matar porque no había pagado mi tributo. No lo creía realmente, no podía pensar que el mundo funcionara de esa manera, pero de cualquier manera era curioso que esa idea me viniera a la cabeza.
Al cabo de un momento, saqué mi cartera, conté los 285 dólares. Me quedé sentado con el dinero en la mano. Luego lo coloqué de nuevo en la cartera, dejando un dólar fuera.
Al menos pagaría la vela.
Esa tarde caminé hasta el edificio de Kim. El día era agradable y no tenía nada mejor que hacer. Pasé delante del portero y entré en el apartamento.
Lo primero que hice fue vaciar la botella de Wild Turkey en el fregadero.
No sabía qué sentido tenía semejante comportamiento. Había otras botellas de alcohol en el ropero y no me sentía con fueras para acabar con todas ellas. Pero la de Wild Turkey se había convertido en un símbolo. Cada vez que pensaba en entrar en ese apartamento, me representaba la botella en cuestión y la tal imagen venía acompañada del recuerdo del gusto y del olor. Cuando no quedaba ni una gota pude finalmente estar tranquilo.
Luego volví al ropero y eché un vistazo a la chaqueta de piel que estaba allí colgada. Una etiqueta cosida al doblez anunciaba que la prenda era de piel de lapin. En las páginas amarillas encontré el número de un peletero que me dijo que lapin era la voz francesa de conejo.
– La puede encontrar en un diccionario -me dijo-. En un diccionario normal de inglés. Es una palabra de nuestro idioma ahora. Pasó al inglés a través del negocio de peletería. Conejo, simplemente.
Como Chance había dicho.
Volviendo a casa, me entraron repentinamente ganas de beber una cerveza. No recordaba cuál era la chispa de este impulso, pero me imaginaba apoyado en el mostrador, un pie apoyado en la barra de cobre, un vaso en forma de campana en la mano, serrín en el suelo y las narices llenas del aroma rancio de una vieja taberna.
El deseo no era muy fuerte y no tenía ninguna intención de satisfacerlo, pero me recordó la promesa que le había hecho a Jan. Puesto que no iba a beber no me sentía obligado a llamarla pero lo hice de todas maneras. Encontré una cabina en la esquina de una calle cercana a la biblioteca municipal.
Nuestra conversación fue dificultada por el ruido de los coches a carrera limpia, así que no se hizo muy larga. No le hablé del suicidio de Sunny, ni de la botella de Wild Turkey.
Leí el Post mientras cenaba. El News matinal había dedicado dos parágrafos al suicidio de Sunny -que no se merecía más- pero el Post siempre exagera cualquier historia que pudiera vender e insistían en el hecho de que Sunny tenía el mismo proxeneta que Kim -la prostituta masacrada en la habitación de un hotel hace un par de semanas. Como no habían encontrado ninguna fotografía de Sunny, publicaron nuevamente la de Kim.
El artículo no prometía un notición. Hablaba simplemente del suicidio añadiendo algunas especulaciones volátiles como que Sunny se había suicidado porque sabía quién había matado a Kim.
No encontré nada acerca del muchacho al que le rompí las piernas. Pero sí había la ración habitual de crímenes y muertes repartidas de un lado a otro del diario. Pensé en lo que me había dicho Jim Faber acerca de la prensa. Por lo visto yo no parecía renunciar a nada.
Después de cenar recogí el correo en recepción. Era la misma basura de siempre, junto con un recado para llamar a Chance. Lo llamé y él contestó al rato para preguntarme qué tal me iban las cosas. Le dije simplemente que no iban. Me preguntó si tenía la intención de continuar.
– Sí, un poco más. Me gustaría dar con algo.
Me dijo que la bofia no lo había molestado. Había pasado el día haciendo los preparativos del entierro de Sunny. Al contrario que Kim, ya que sus restos habían sido repatriados a Wisconsin, Sunny no tenía ni padres ni familia. Como no se sabía el día que se podría sacar el cadáver de Sunny del depósito, Chance había organizado un servicio fúnebre en Walter B. Cooke en la calle 72 Oeste. El servicio tendría lugar el jueves a las catorce horas.
– Hubiera hecho lo mismo por Kim -me dijo-. Pero no pensé en ello. Es sobre todo para las chicas. No sabe en qué estado se encuentran.
– Me lo imagino.
– Todas piensan lo mismo. No hay dos sin tres, y se preguntan quién será la tercera.
Esa noche asistí a la reunión. Durante el testimonio pensé en que hace una semana estaba pasando por un blackout naciendo Dios sabe qué.
Cuando fue mi turno dije:
– Me llamó Matt. Esta noche prefiero escuchar. Gracias.
Cuando la reunión acabó, un tipo me siguió escaleras arriba hasta la calle y se puso a caminar a mi lado. Tendría unos treinta años, vestía una chaqueta escocesa y una gorra de béisbol. No me pareció haberlo visto antes.
Dijo:
– Su nombre es Matt, ¿verdad?
Convine que sí.
– ¿Le gustó la historia de esta noche?
– Era interesante.
– ¿Quiere oír una historia interesante? Yo oí una historia de un sujeto de Harlem con la cara y dos piernas rotas. Menuda historia, tío.
Sentí un escalofrío. El revólver estaba en mi cajón de la cómoda, embalado en dos pares de calcetines. Las navajas estaban en el mismo sitio.
Dijo:
– Menudo par de huevos que hay que tener. Y usted es un tío con cojones -dijo en español-, ¿sabe lo que quiero decir? -bajó su mano del bajo vientre, como un jugador de béisbol ajustándose la coquilla-. De cualquier manera no hay que ir por ahí buscándose problemas.
– ¿De qué me está hablando?
Extendió sus manos abiertas.
– ¿Qué se yo? Yo soy un simple telegrafista, tío. Le traigo un mensaje, eso es todo lo que hago. Una muñeca se hace despedazar en un hotel, eso es una cosa, pero quién son sus amigos, eso es otra cosa muy diferente. Eso no es importante, ¿ve?
– ¿De quién viene el mensaje?